El gran interrogante de los países ante la crisis económica no es si los golpeará, sino en qué medida. Ninguno saldrá ileso, pero las magulladuras dependerán de lo preparados que estén y de cómo gestionen sus recursos. Pese a que tiene un millón más de parados desde que estalló el ‘crash’, el gigante suramericano está pertrechado para capear el temporal, mejor que en anteriores ocasiones.

Con unas reservas de más de 200.000 millones de dólares (unos 157.000 millones de euros), una economía sólida y un ambiente político estable, Brasil parece tener medios suficientes para contrarrestar el desplome de los precios de las materias primas. Los cultivos, las carnes y la minería, que representan el 30% de sus exportaciones, han sido un pilar de la espectacular expansión económica de los últimos cuatro años. “Entramos los últimos en la crisis y saldremos los primeros”, dijo Lula el pasado 2 de marzo, el mismo día en que la agencia de calificación financiera Fitch afirmó que Brasil era uno de los países mejor situados para hacer frente a la debacle mundial.

No cabe duda de que la contracción del PIB de Brasil se sentirá. Ningún Estado pasa de crecer en torno a un 5% de media anual a poco más del 1,5% sin sentir el golpe. Habrá un desplome del consumo, y la economía sufrirá, sobre todo, por la escasez del crédito y de las inversiones. Pero tiene un as en la manga: el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), la segunda mayor entidad de fomento del mundo tras el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), tiene suficientes fondos para financiar el programa de inversiones públicas en infraestructuras, similar al plan de estímulo puesto en marcha por el presidente Obama en Estados Unidos. Brasilia tenía ya uno mucho antes de que Washington pensara en el suyo propio e incluso antes de que la crisis arreciara.

El Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC) prevé una inversión de 500.000 millones de dólares durante cinco años para construir y renovar carreteras, ferrocarriles, puentes, puertos, presas hidroeléctricas, entre otras obras, en todo el país. El programa, bien implementado, supone un aumento de los desembolsos en infraestructuras desde el 1% hasta entre el 6% y el 9% del PIB, una cifra que acercaría a los brasileños al nivel de inversión pública que tienen los indios o los chinos, los otros jugadores de este equipo de grandes economías emergentes. El paso es crucial para Brasil, cuyo desarrollo siempre ha estado lastrado por sus deficientes infraestructuras. La ejecución de este plan está prácticamente en manos de Dilma Rousseff, la jefa de Gabinete del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, y candidata a competir por el puesto de su jefe desde el Partido de los Trabajadores (PT). A finales del año pasado, Rousseff afirmó que el PAC iba a ayudar a Brasil a superar los efectos de la crisis porque se trata de un “gran instrumento” para el mantenimiento de las políticas llamadas anticíclicas, es decir, aquéllas de las que se echa mano en periodos de contracción económica y que se financian con las reservas acumuladas durante los tiempos de bonanza.  

Muchos expertos creen que el PAC será clave en los próximos años para paliar los efectos de la crisis en el sector de la agricultura a raíz de la bajada de los precios de las materias primas. La industria agrícola, tanto para la producción de alimentos como de biocombustibles, ha creado miles de puestos de trabajo en los últimos cinco años. Este fenómeno, que ha contribuido a reducir la pobreza extrema y la inequidad en las zonas rurales, tenderá a reducirse drásticamente este año y el próximo, según varios informes de bancos privados sobre el futuro a corto plazo del país. No obstante, el mercado del etanol es lo suficientemente robusto como para seguir dando empleo, tanto en el sector agrícola como en el industrial.

A pesar de los recientes descubrimientos de gigantescos yacimientos de crudo bajo las aguas del Atlántico, Brasil no da señales de que su apuesta por el etanol vaya a menguar. En el país ya hay 400 plantas de producción de este carburante con caña de azúcar, el 87% en el centro y en el sur. Dentro del PAC, además, se prevé la ampliación del número de estas fábricas, y Petrobras ya ha decidido que vale la pena construir oleoductos para distribuir etanol. El 85% de la producción de biocarburante se consume en casa, y el porcentaje restante se exporta a Asia. La ley, además, refuerza el uso de los biocarburantes: cada litro de gasolina que se vende tiene que contener un 25% de etanol (E25, en vigor desde julio de 2007). Aparte de esto, el 70% de los vehículos que circulan por Brasil puede usar tanto gasolina como etanol, y cuenta con una amplia red de distribución territorial (más de 35.000 puntos de venta). El país suramericano fabrica en sus plantas más de 70 modelos diferentes de vehículos que pueden usar gasolina o etanol, indistintamente.

La bandera del etanol fue una de las cuñas con las que Brasil se abrió paso en la escena internacional en los últimos años. Aprovechó bien la escalada del precio del petróleo –que llegó a rondar los 150 dólares en el primer trimestre de 2008– para situarse en el centro del debate energético mundial con un producto que funciona y que es posible producir masivamente. El auge de las discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes del uso de los biocombustibles le sirvieron, a su vez, a Brasilia para redoblar sus esfuerzos en la madre de todas sus batallas diplomáticas: el libre comercio. El gigante lleva cinco años dando guerra para derrumbar los sistemas de ayuda que los países ricos dan a sus agricultores y ganaderos. Esta lucha, que se libra en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC), ha dado pie al famoso G-20, originalmente un grupo de países encabezados por Brasil, China, India y Suráfrica que plantó cara a EE UU y a la UE en el tira y afloja con el objetivo de dar cuerpo a un nuevo proceso de liberalización del comercio mundial para ampliar el Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT, en inglés), creado en 1947 y renovado en 1994. Hoy, el debate sobre el futuro de la economía mundial entre los ocho países más ricos (G-8) es inconcebible sin la presencia del G-20.

 

La heredera: Lula da Silva con su favorita y jefa de Gabinete, Dilma Rousseff, que podría sucederle en 2010.

A mediados del año pasado, cuando la crisis ya se olía pero aún no se habían hundido públicamente Lehman Brothers, AIG y las otras entidades financieras y empresas que han forzado a los gobiernos de todo el mundo desarrollado a salir al rescate de sus economías con ingentes cantidades de dinero público, Brasil aún tenía la esperanza de que ese nuevo proceso de apertura del comercio mundial, tan favorable para sus exportaciones de materias primas, estuviera al alcance de la mano. Brasilia y Washington se habían puesto de acuerdo para desbloquear las negociaciones comerciales y sólo quedaban un par de detalles que debían zanjar la Casa Blanca y el Gobierno de Nueva Delhi. Pero la crisis echó por tierra el proceso, y el planeta, en vez de abrirse a los intercambios globales de mercancías y servicios, se está cerrando sobre sí mismo. Hay una nueva oleada de proteccionismo económico que se extiende por el mundo desarrollado, y Brasil está empeñado, desde su atalaya del G-20, en que no se levanten nuevas barreras comerciales.

El problema es que el nuevo tipo de proteccionismo no tiene los usos y modos del viejo. No hay subida de aranceles ni se establecen cuotas a las importaciones, sino que se vinculan las ayudas públicas a la manutención de los empleos locales o a que reinviertan los fondos sólo dentro del país que los concede. El llamado “nacionalismo económico” es la mayor amenaza contra la ampliación de la libertad comercial que quieren Brasil y otros grandes exportadores de alimentos, como Australia, Canadá o Argentina, o gigantes de la manufactura como China o India. Aunque EE UU y Europa se hayan manifestado en contra del nuevo proteccionismo, todo el mundo sabe que en la práctica hay mil formas de disfrazar las ayudas desleales en el comercio internacional. Aun cuando puedan ser detectadas y denunciadas ante la OMC, suelen durar el suficiente tiempo como para provocar distorsiones en los mercados que pueden llegar a hundir o dejar al borde de la quiebra a uno o varios sectores en los países perjudicados, que por regla general suelen ser los menos desarrollados. Brasil es lo bastante fuerte como para que el proteccionismo lo hunda, pero no tanto como para que su economía, ya golpeada por la falta de crédito internacional, no resienta el levantamiento de nuevas barreras al comercio.

La situación, proclamó recientemente la superministra Rousseff ante un nutrido grupo de inversores extranjeros, es buena porque el país ha logrado romper “el círculo vicioso de la década de los 90”, cuando el Gobierno brasileño estaba forzado a recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) siempre que había una crisis internacional para, entre otras cosas, recomponer los niveles de reservas financieras. En aquella época, una crisis externa se convertía en una crisis del tipo de cambio, generaba un agujero fiscal y llevaba el déficit por cuenta corriente a niveles insostenibles. Brasil se arruinaba y el Gobierno, en vez de ser parte de la solución, era parte del problema. Cuando se recurría al FMI, éste exigía una reducción del gasto, sobre todo en inversiones en infraestructuras. De inmediato, se abandonaban las obras y se producía una crisis energética. “Esto se acabó”, sentenció la jefa de Gabinete.

Brasilia ha invertido los últimos diez años en consolidar la estabilidad macroeconómica; tanto es así, que ha sacrificado el ritmo de crecimiento. Mientras otras economías emergentes, como China o India, crecieron al 7% o al 8% anual, el gigante suramericano lo hizo a una media del 4%. Hay una clara cronología del trabajo que han hecho los brasileños para reforzar la solidez de su economía. Tras la crisis asiática de 1998- 1999, cuyo contagio acabó derrumbando las monedas rusa y brasileña, el entonces presidente, Fernando Henrique Cardoso, echó mano de dos alfiles supremos para darle la vuelta a la economía. En el Ministerio de Hacienda puso a Pedro Sampaio Malan, y en el Banco Central, a Arminio Fraga Neto. El dúo dio el impulso que necesitaba el Plan Real instaurado en julio de 1994 por el ex presidente Itamar Franco y del que Malan era autor junto a otros seis cerebros de la economía brasileña, entre ellos el reconocido Edmar Bacha, para muchos el padre del programa económico.

Para el siguiente cimbronazo, el de 2002 –año de la peor crisis financiera de la vecina Argentina–, Brasilia pudo hacer frente al temor de los mercados que esperaban que el país acabara aplastado por la deuda pública. A partir de entonces, el objetivo del Gobierno fue el de reducir la deuda en dólares, hacer el mayor acopio posible de reservas en divisas extranjeras y mantener a raya la inflación. El ex ministro de Hacienda Antonio Palocci, el primero de la era Lula, afiliado al Partido de los Trabajadores, no sólo no cambió un ápice la marcha de la economía, sino que profundizó las reformas puestas en marcha por la oposición socialdemócrata. Palocci fue tan o más riguroso que los creadores del Plan Real a la hora de continuarlo, y fue duramente criticado por el ala más de izquierda del PT y de los movimientos afines al partido de Lula, como el Movimiento de los Sin Tierra (MST).

Rousseff ha elogiado “la lucha por la estabilidad” del ministro Palocci, y su opinión ha irritado aún más a la izquierda más tradicional del PT. El más sonado de los choques de la preferida de Lula fue el que la enfrentó a Marina Silva, la ex ministra de Medio Ambiente, una férrea defensora de la preservación de la Amazonía. El enfrentamiento de Silva con la superministra Rousseff es el mejor ejemplo de la fractura entre los políticos que permanecen fieles a la ideología del partido y los que abrazan una economía de mercado, aunque vigilada por el Estado. El plan de crecimiento económico acelerado choca de frente con la protección del medio ambiente. Silva se estrelló una y otra vez dentro del Gabinete encabezado por Rousseff. Bajo sus narices el Gobierno aprobó las siembras de productos transgénicos, la construcción de grandes centrales hidroeléctricas –en especial las del río Madeira, en la frontera con Bolivia–, las nuevas carreteras y puentes en la región amazónica y la reactivación del programa nuclear. Silva perdió la paciencia y se marchó.

Los enfrentamientos entre Silva y Rousseff son clave para entender por qué prácticamente no hay analista internacional que no crea que el Gobierno de Lula puede gestionar, con dificultad pero con firmeza, la crisis financiera. Porque a la hora de elegir, Lula le soltó la mano a Silva y se aferró a la de Rousseff, la que celebra el ajuste del gasto público y la que ha impulsado una política energética potente que ha llevado a Brasil a descubrir el yacimiento de Santos, una reserva submarina de petróleo que se calcula puede llegar a tener 30.000 millones de barriles en reservas, y que dará al país una suficiencia energética que hasta hace unos años ni siquiera había imaginado. Lula ya era popular cuando se hizo este hallazgo, pero éste sin duda contribuyó a elevar la buena imagen del presidente. Con el 80% de popularidad, Lula es, probablemente, el dirigente de un país que más respaldo tiene entre sus ciudadanos.

 

 

 

 

 

En marcha: fábrica de Brasil Ecodiesel

Pocas cosas pueden explicar las dos caras del PT y las constantes divisiones internas dentro de la agrupación como la historia de estas dos mujeres. Silva es hija de una familia de seringueiros –recolectores de caucho– del poblado amazónico de Breu Velho, a 70 kilómetros de Río Branco, capital del Estado de Acre. Fue alfabetizada por unas monjas a los 16 años y continuó estudiando hasta cursar una carrera universitaria. Entró en la política de la mano de Chico Mendes, una de las primeras voces que se alzó para denunciar la destrucción de la Amazonía brasileña y que fue asesinado el 22 de diciembre de 1988, en una emboscada montada por latifundistas y madereros a los que acusaba de devastar la selva. Como colaboradora de Mendes, Silva participó en 1984 en la fundación de la filial de la Central Única de Trabajadores (CUT) en Acre. Un año después, se afilió al PT y fue elegida concejal de Río Branco, el primer cargo público para el que postuló en su vida política, que continuó en forma ascendente hasta que conquistó un escaño en el Senado desde 1994 y hasta 2002, cuando Lula la puso al frente de Medio Ambiente.

Dilma Rousseff planeó espectaculares golpes de la guerrilla en los años 60 y sufrió cárcel y tortura antes de hacerse economista. Todo lo que aprendió, unido a su fama de dura y trabajadora, quedó patente durante su etapa al frente del Ministerio de Energía y Minas. Con ella, Brasil afianzó su expansión en el sector energético tradicional –Rousseff preside el Consejo de Administración de Petrobras– y se convirtió en el rey de los biocombustibles con la masiva producción de etanol. De esta cartera fue ascendida a superministra en reemplazo de José Dirceu, otro ex preso político y guerrillero, que dejó el Gobierno en medio de denuncias de pago de sobornos a diputados aliados del PT.

Nacida en 1947 en el Estado de Minas Gerais, Rousseff empezó su militancia en el trotskismo, pero se sumó en 1969 a la maoísta Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares (VAR-Palmares), del mítico guerrillero Carlos Lamarca, un capitán del Ejército que rechazó el golpe militar de 1964. Planificó junto a su compañero Carlos Franklin Paixao de Araújo (con quien tendría su única hija) el robo de una caja fuerte que el gobernador paulista Adhemar de Barros, identificado como un símbolo de la corrupción, escondía en la casa de una amante en Río de Janeiro, el 18 de julio de 1969. El botín ascendió a 2,5 millones de dólares, un récord para una acción guerrillera por entonces. Dos meses después, Rousseff encabezó una disidencia favorable a una reducción de las acciones armadas y dejó en minoría a Lamarca. Las dos facciones se repartieron las armas y el dinero.

En enero de 1970 Rousseff fue detenida en São Paulo y torturada durante varios días. Pasó tres años en la cárcel. Al salir, se graduó en Ciencias Económicas por la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, y dos años después se doctoró en Teoría Económica y Monetaria de la Universidad Estatal de Campinas. Para entonces ya era una miembro activa del Partido Democrático Laborista (PDL), del caudillo Lionel Brizola, fallecido en 2004. Durante el Gobierno de Alceu Collares en Rio Grande do Sul, entre 1991 y 1995, fue nombrada secretaria de Energía. En 1998, Olivio Dutra, miembro del PT, ganó las elecciones estatales con el apoyo de PDL, y Rousseff regresó a su puesto. En 1999, la coalición se rompió y el PDL pidió a sus miembros que dejaran sus cargos; frente a esto, Rousseff dejó el partido y se integró al PT, continuando en el Gobierno.

La ruptura entre Brizola y Lula en 2003 fue bastante agria. El veterano líder de la izquierda brasileña criticó al presidente Lula por “no estar cumpliendo con el pueblo”. Brizola se oponía férreamente a la reforma del sistema público de pensiones, y aun antes de que el divorcio de la izquierda se hubiera consumado empezaron los coqueteos de Lula con los viejos enemigos del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), de centro, y el Partido Progresista, de derecha, para sacar adelante su proyecto político. La fractura entre el PDL y el PT, los escándalos de corrupción que salpicaron por entonces al PT –que acabaron con la carrera de Dirceu y encumbraron a Rousseff– y las negociaciones bajo manga con la derecha reacomodaron a la izquierda brasileña. Hubo deserciones en todos los bandos. Así como Rousseff y otros dejaron el ala radical hacia el centro, políticos tan valiosos como el ex ministro de Educación de Lula, Cristovam Buarque, transitaron el camino inverso. Buarque acabó siendo candidato a la presidencia en 2006 por el PDL, y el partido recuperó un poco de peso en la política nacional. Tras este repunte electoral, Lula volvió a invitar a la agrupación de Brizola a colaborar con el Gobierno, y ésta aceptó.

 “Divergir, sim. Descumprir, jamais. Afrontála, nunca (‘Disentir, sí. Incumplir, jamás. Enfrentarla, nunca’)”, dijo en un histórico discurso el diputado Ulysses Guimarães hace más de veinte años, refiriéndose a la Constitución brasileña que cerró la transición política que dejó atrás la larga dictadura (1964-1985). Aquel discurso marcó el inicio de la estabilización política y jurídica brasileña tanto como el Plan Real marcó la económica. Pocos ejemplos ilustran tan bien la naturaleza política brasileña como Guimarães –celebrado como uno de los políticos más influyentes en la historia del país– y su partido, el centrista Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Es la agrupación con más fieles seguidores de Brasil y, sin embargo, jamás logró un presidente de la República por voto directo.

Al mismo tiempo, de los seis mandatarios de la democracia, cinco llegaron a afiliarse al PMDB, al margen de que pertenecieran a sus propias fuerzas. El único que no lo ha hecho es Lula y, sin embargo, está tan cerca hoy de las tesis centristas del PMDB como lo estuvieron sus predecesores en el cargo. Moraleja: tanto si Dilma Rousseff compite por la presidencia en 2010 como si el PT es derrotado por los hoy socialdemócratas con mayor popularidad, Aecio Neves (gobernador de Minas Gerais) o Jose Serra (gobernador de São Paulo), Brasil ya tiene una política económica, y seguirá ciñéndose a ella. Es la mejor garantía para superar la crisis.