Simpatizantes del anterior presidente Jair Bolsonaro irrumpen en el Palacio de Planalto y asaltan el Tribunal Supremo en Brasilia, Brasil, 8 de enero de 2023. (Joedson Alves/Anadolu Agency via Getty Images)

El asalto a las instituciones del Estado en Brasil evocó deliberadamente la invasión del Capitolio de Estados Unidos en 2021. Como ocurrió después de aquel suceso, la tarea de las fuerzas del orden se solapa con otra más delicada, la de identificar los círculos políticos y financieros que hicieron posible la revuelta.

El 8 de enero, una muchedumbre de ultraderechistas partidarios del expresidente Jair Bolsonaro irrumpió en las principales instituciones del Estado brasileño y sacó a la luz con toda dureza las divisiones políticas del país. Los activistas llevaban dos meses largos —desde las elecciones de 2022 en las que Bolsonaro cayó derrotado ante el presidente actual, Luiz Inácio Lula da Silva—acampados frente al cuartel general del ejército en Brasilia para pedir que los militares dieran un golpe y reinstaurasen a su ídolo. La mañana del día 8 emprendieron una marcha de ocho kilómetros que culminó en el saqueo del Congreso federal, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial. Según varias informaciones, la policía acabó deteniendo a aproximadamente 1.500 participantes en la revuelta. El campamento ya está desmantelado, pero sigue existiendo la posibilidad de otras movilizaciones en el futuro y tras los disturbios ya ha habido protestas aisladas que han provocado el bloqueo de carreteras en São Paulo y otros tres estados. Asimismo, es muy importante el hecho de que, aunque Bolsonaro esté en Estados Unidos, sus aliados siguen ocupando cargos muy poderosos en todo el país, incluso en estados grandes y populosos, en el Congreso —donde su Partido Liberal tiene la mayoría en ambas cámaras— y dentro de las fuerzas armadas. La prioridad de las autoridades debe ser procesar a las personas implicadas en el asalto del 8 de enero. Pero el gobierno de Lula también tendrá que encontrar la manera de colaborar con las fuerzas políticas oficiales que representan al bolsonarismo y aplacar el descontento entre sus numerosos partidarios en el ejército y la población en general.

Con una evocación deliberada de los sucesos del Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, el ataque premeditado contra el sistema democrático de Brasil indignó, pero no sorprendió a nadie. Durante la campaña de 2022, Bolsonaro, un populista de extrema derecha que llegó al poder en 2018 con la promesa de acabar con la corrupción y restablecer los valores sociales conservadores, intentó desacreditar el sistema de votación y a las autoridades electorales. Sus andanadas hicieron pensar a muchos que, si ganaba su adversario, quizá conspiraría para impedir el traspaso de poder. Tras perder por estrecho margen frente a Lula, Bolsonaro pareció mantenerse al margen de cualquier intriga y se retiró de la vida pública. Pero no reconoció su derrota y se negó a asistir a la toma de posesión de Lula el 1 de enero. Mientras tanto, sus partidarios acérrimos se fueron agrupando en torno a él, inspirados por la retórica de su líder y el aparato de las redes sociales, y empujados aún más a la derecha cada vez que defendían la evidente mala gestión que hizo su gobierno de la pandemia de Covid-19. No han dejado de exigir que se anule el resultado de las elecciones y que las fuerzas armadas tomen el poder. Sus protestas han tenido distintos grados de violencia real e implícita: bloqueos de carreteras, manifestaciones, un atentado frustrado en el aeropuerto de Brasilia y lo que parecían ser saludos nazis durante un mitin en una próspera región agrícola.

Todo indica que las diversas maniobras que culminaron en la locura del 8 de enero han tenido que organizarse. La policía y los jueces van a centrar sus investigaciones en la red de logística, comunicaciones y financiación que la hizo posible. Pero, tal como ocurrió tras los sucesos del Capitolio estadounidense, las obligaciones inmediatas de las fuerzas del orden se superponen con otra más delicada, la de identificar el papel desempeñado por figuras políticas y militares afines a Bolsonaro.

El expresidente no censuró más que muy levemente los disturbios y los comparó con otras protestas anteriores de sus adversarios políticos, como las manifestaciones de 2013 contra los malos servicios públicos y la corrupción y la huelga general organizada cuatro años después. “Las manifestaciones pacíficas, siempre que respeten la ley, forman parte de la democracia. Sin embargo, el vandalismo y la invasión de edificios públicos como los que se han producido hoy y como los que llevó a cabo la izquierda en 2013 y 2017 son una excepción a la regla”, escribió en Twitter. Pero negó haber tenido nada que ver con la revuelta e insistió en que siempre ha actuado dentro de la legalidad. Aun así, varios legisladores estadounidenses han pedido la extradición del expresidente, que las autoridades brasileñas tendrían que solicitar formalmente después de presentar cargos penales contra él. Ahora bien, las pruebas que demuestren su implicación directa en los disturbios pueden ser difíciles de obtener y cualquier intento de capturarlo provocaría probablemente una enorme tensión política. Por su parte, el Departamento de Estado de EE UU confirmó el 9 de enero que cualquier persona que entra en el país con un visado diplomático pero cuyas funciones oficiales expiran durante su estancia —como es el caso de Bolsonaro— está obligada a marcharse o a obtener un nuevo visado en un plazo de 30 días desde la llegada.

Entre los aliados de Bolsonaro que ocupan posiciones de poder ha habido todo tipo de reacciones. El gobernador de Brasilia, el bolsonarista Ibaneis Rocha, despidió a su jefe de seguridad, Anderson Torres, el mismo 8 de enero, después de que comenzaran los disturbios. En ese momento, Torres estaba de vacaciones con su familia en Estados Unidos, donde todavía permanece; al parecer, el jefe de seguridad que estaba en funciones durante el asalto a los edificios federales aseguró a Rocha que los participantes eran “totalmente pacíficos”. En cuanto al propio Rocha, el Tribunal Supremo le ha suspendido de sus funciones durante 90 días por no haber contenido la violencia. Otros miembros de la coalición de Bolsonaro, como el líder del Partido Liberal, se han distanciado de la violencia, la han calificado de “vergonzosa” y han dicho que “no representa al partido”. El Partido Liberal y sus aliados nacionales, además de poderosos personajes regionales como el gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas, van a seguir siendo cruciales para que Lula consiga controlar la agitación de extrema derecha, pero, al mismo tiempo, es de suponer que no querrán indignar a sus bases más comprometidas y militantes. Freitas y Romeu Zema, el gobernador bolsonarista de Minas Gerais, asistieron el 9 de enero a una reunión de urgencia convocada por Lula para hablar sobre los disturbios y el primero declaró que “la pacificación exige gestos por parte de todos: el Poder Legislativo, el Ejecutivo, el Judicial y los estados”.

Las autoridades también tendrán que investigar si miembros de las fuerzas de seguridad no pudieron contener los disturbios o fueron cómplices de ellos. En su reunión del lunes con los gobernadores de los estados, Lula dio rienda suelta a su frustración con la plana mayor militar y declaró que “parece que a los generales les gustó que la gente pidiera un golpe”. Fuentes gubernamentales han asegurado a los medios de comunicación que muchos de los que acamparon en Brasilia eran militares retirados o familiares de militares en activo. En los vídeos difundidos por las redes sociales se ve a la policía militar comprando refrescos para los alborotadores y, al parecer, los soldados del palacio presidencial no hicieron nada para impedir que la turba dañara el interior.

Los sucesos de Brasilia han aumentado en toda Latinoamérica la inquietud por los peligros que acechan a la democracia. En toda la región, en gran parte de la cual están hoy al frente gobiernos de izquierda próximos al de Lula, los líderes expresaron su desolación por los disturbios; y algunos presidentes, como el colombiano Gustavo Petro y el argentino Alberto Fernández, dijeron que era obra de derechistas empeñados en impedir un gobierno progresista. En cambio, una perspectiva menos sectaria es la que relaciona los sucesos con el aumento de la violencia política en los últimos años, con intentos de asesinato de políticos tanto de derechas (el propio Bolsonaro en 2018) como de izquierdas, así como estallidos de protestas legítimas que a veces han desembocado en batallas campales en las que las fuerzas de seguridad han utilizado munición real; por ejemplo, en Colombia, Nicaragua, Venezuela, Chile y Perú. Los gobiernos que se dicen de izquierdas también han recurrido a medidas represivas y autoritarias: en Venezuela hay cientos de presos políticos, hasta el punto de suscitar una investigación de la Corte Penal Internacional sobre posibles crímenes contra la humanidad, mientras que la policía y los tribunales nicaragüenses han encarcelado en masa a la oposición.

La violencia surge sobre todo en los países donde las divisiones ideológicas son más agudas y los protagonistas se acusan mutuamente de ser una amenaza para la coexistencia pacífica. La retórica ponzoñosa, alimentada por los políticos que quieren ganarse a la población descontenta y por la exigencia popular de un liderazgo fuerte, se ha vuelto característica de muchas democracias latinoamericanas. Los partidarios de Bolsonaro se niegan a tolerar a un gobierno que consideran criminal e inmoral y que, según ellos, se ha hecho con el poder en unas elecciones espurias, algo de lo que (como tampoco sus modelos estadounidenses en enero de 2021) no tienen ninguna prueba. Por su parte, en Perú, el derechista que perdió las elecciones de 2021 se negó a aceptar la derrota durante semanas y el vencedor, el izquierdista Pedro Castillo, trató de disolver el Congreso y gobernar por decreto en diciembre de 2022, lo que desembocó en su encarcelamiento y varias semanas de disturbios.

Soldados y fuerzas de seguridad se dedican a desalojar un campamento de partidarios de Bolsonaro. (Isabella Finholdt/picture alliance via Getty Images)

Sin embargo, los tumultos en Brasil tienen características específicas de la extrema derecha. Los círculos ultraderechistas brasileños, incluidos varios miembros de la familia de Bolsonaro, se han inspirado claramente en los últimos días de la presidencia de Donald Trump, que se dedicó a agitar las aguas para cambiar el resultado de las elecciones de 2020. La irrupción en el Congreso de unos activistas que no se molestaron en ocultar su identidad y su participación en actos descarados de destrucción tiene paralelismos con los sucesos de principios de 2021 en Washington. Si bien hay una diferencia importante: la legislatura brasileña estaba vacía en el momento del ataque. Es muy posible que los investigadores judiciales decidan indagar si la semejanza entre los movimientos de extrema derecha de Estados Unidos, Brasil y otros países deriva de una coordinación concreta, no solo de unas ideas adquiridas en el mercado.

Sin embargo, la desvergonzada infracción de las leyes cometida el 8 de enero no significa que Brasil haya sucumbido a la extrema derecha. Durante los años de gobierno de Bolsonaro, y a pesar de su retórica incendiaria, sus malas decisiones y su nostalgia del régimen militar, Brasil mantuvo intacto su orden institucional y constitucional. Unas sentencias judiciales firmes y bien formuladas, una sociedad civil dinámica y una amplia coalición popular —respaldada por un sólido apoyo internacional a la democracia brasileña— no solo han permitido que Lula alcanzase el poder, sino que han mantenido a raya la amenaza de un golpe de Estado. La condena del asalto desenfrenado que hizo un frente unido de instituciones federales y estatales el 9 de enero y las manifestaciones en apoyo de la democracia reforzarán seguramente la posición de Lula y el poder judicial a la hora de llevar a cabo una investigación justa y transparente sobre los elementos más fanáticos de la base de Bolsonaro, así como sobre el propio expresidente, si aparecen pruebas de su participación. Mientras las fuerzas armadas no decidan de forma temeraria intervenir en política, esas mismas condiciones deberían garantizar que el gobierno actual pueda trabajar con normalidad.

Ahora bien, con un 2023 que promete escaso alivio económico y con la fractura ideológica de la sociedad brasileña grabada en las instituciones del Estado, el nuevo gobierno tendrá que encontrar el equilibrio entre perseguir a los seguidores más fanáticos de Bolsonaro y negociar con sus discípulos políticos y partidarios más moderados, además de apaciguar y controlar a las fuerzas armadas. Por más que le desagrade, el nuevo gobierno no puede hacer caso omiso del amplio apoyo público al conservadurismo del expresidente ni de su desconfianza respecto a las élites políticas. Lo que puede garantizar de mejor manera y más realista la estabilidad en Brasil no es esperar que sus partidarios, ni siquiera los más pragmáticos, abandonen sus creencias, sino restablecer la credibilidad del gobierno federal mediante un ejercicio transparente, limpio y eficaz. Además, el gobierno de Lula debe encontrar la forma de convencer al movimiento creado por Bolsonaro de que abandone las calles y trabaje dentro del sistema. Es posible que a Bolsonaro y sus fanáticos no les parezca bien, pero, cuanto más aislados estén, menos capacidad de destrucción tendrán.

El artículo original en inglés se ha publicado en International Crisis Group

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia