Se acabó la paciencia de los brasileños, las clases medias exigen unos derechos todavía ausentes en la sociedad. He aquí las raices del descontento.   

 

 

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CHRISTOPHE SIMON/AFP/Getty Images

 

Brasil ha sorprendido al mundo con una oleada de manifestaciones como no había vivido el país en décadas.  “El pueblo se levantó”, gritan las pancartas. Los indignados brasileños saben que “el futuro es ahora”, como reza otro de sus eslóganes. En un momento en que, como bien saben los brasileños, el mundo entero mira hacia el país que acogerá el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.

Muchos participantes de la protesta han vivido el proceso “con una mezcla de esperanza y temor”, como explica Alisson da Paz, un vecino de Monte Azul, periferia sur de la ciudad. Alisson recuerda que fueron ellos, los habitantes de las vastas favelas y periferias paulistas, los que iniciaron unas revueltas que ahora quieren capitalizar desde la derecha o las clases más acomodadas. Por su parte, la prensa conservadora, con Red Globo a la cabeza, había comenzado tachando de vandálico el movimiento, pero pasó después a hablar del “descontento general”, en un intento por hacer mella en el Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), a poco más de un año de las elecciones presidenciales. A la luz de la amplitud de su propuesta, parece que Dilma ha captado el mensaje. Pero a pesar de que la presidenta quiso dar respuesta proponiendo un plebiscito que encare una reforma política profunda que dé cuenta de las principales reivindicaciones de un movimiento todavía amorfo, pero real, las protestas continúan.

Alisson forma parte de esa nueva clase media que en Brasil se ha venido en llamar clase C: esos millones de brasileños que, gracias al crecimiento económico sostenido de los últimos años y a las políticas de redistribución de la renta que implementó Luiz Inácio Lula da Silva, han experimentado una clara movilidad ascendente y han conquistado nuevos espacios públicos, comenzando por el acceso a la universidad que garantizan medidas como los polémicos cupos para afrodescendientes. Sin embargo, esas amplias capas de la población todavía no han visto consagrado su acceso a derechos típicos de la clase media.

Más educación y salud y menos fútbol

Tal y como han comentado decenas de tuiteros en todo el mundo: algo está cambiando cuando miles de brasileños toman las calles para pedir más educación y menos fútbol. No resulta sorprendente si atendemos al impacto social y económico que están teniendo los preparativos del Mundial de 2014, con inversiones por 15.000 millones de dólares (11.000 millones de euros aproximadamete) en infraestructuras. El estadio de Brasilia costará 590 millones de dólares, un dinero con el que, como ha recordado el diputado y ex futbolista Romario, podrían construirse 150.000 viviendas populares. Al igual que los 600 millones de dólares que ha costado reformar el mítico Maracaná carioca.

Estas instalaciones terminarán, muy probablemente, convertidas en inútiles elefantes blancos: los estándares de la FIFA exigen estadios de 70.000 plazas, cuando la media de venta de entradas en los torneos brasileños ronda las mil. A ello se suman los desplazamientos de favelas, consecuencia de las obras. En un país donde más del 40% de los hogares carece de una red de saneamiento digna, muchos comienzan a cuestionarse si el Mundial no se está aprovechando para el beneficio de unos pocos y no de la sociedad en su conjunto. Además, los pobres pagarán, como siempre, la factura más cara. Según el urbanista Carlos Vainer: “los brasileños no están invitados a su propia fiesta”, una celebración concebida a la medida de la FIFA y sus patrocinadores. Es por eso que las pancartas de los indignados brasileños exigen una salud y una educación “estándar FIFA”.

 

Los 20 céntimos de la disputa

Hay que conocer São Paulo para entender por qué fue un aumento de 20 céntimos de real en la tarifa del transporte público la gota que colmó el vaso de la paciencia de los ciudadanos. En esta ciudad de más de 11 millones de habitantes -20 millones, si incluimos su cinturón metropolitano-, un trabajador de la periferia que gane el salario mínimo -unos 240 euros al mes- puede gastar más de un tercio de su salario en ir de su vivienda hasta el trabajo, en el centro de la ciudad. Gasta 3 reales (algo más de un euro) por pasaje. Un reciente estudio de la Fundación Getulio Vargas ha demostrado que São Paulo es la ciudad del mundo donde el transporte público es más caro en relación con los salarios. Los trabajadores de la periferia soportan dos horas de trayecto en condiciones de absoluto hacinamiento, mientras otra masa inmensa viaja en coche en una ciudad que está, desde hace años, al borde del colapso. Lo que los movimientos sociales han colocado en la agenda es el derecho a ir y venir de todos los ciudadanos.

Claro está, esos 20 centavos fueron apenas el detonante, y no la causa, de las manifestaciones de un cariz mucho más complejo, del mismo modo en que la Ley Sinde congregó a los indignados en la Puerta del Sol madrileña. No es el único aspecto en que la indignación brasileña recuerda a los españoles de 2011: piden cambios políticos profundos y conforman todavía una masa que aglutina reivindicaciones diversas, pero que quiere organizarse. Durante el pasado fin de semana, en ciudades como São Paulo, Río de Janeiro o Belo Horizonte, movimientos sociales de diverso cuño -desde la Vía Campesina a la Central Única de Trabajadores- se reunieron en asamblea para debatir el futuro de un movimiento todavía amorfo y difuso, pero llamado a ser un sujeto político influyente. Por el momento, Rousseff parece haber reconocido esa “energía democrática que viene de las calles”, aunque aún es pronto para saber cuáles serán las consecuencias últimas de un proceso complejo que también quieren capitalizar los sectores más autoritarios.

La primavera brasileña

En el Brasil emergente del siglo XXI la sociedad sigue siendo dual: unos viven como en Suiza y, apenas unos metros más allá, otros como en Ghana. Las contradicciones se evidencian en São Paulo, la ciudad más rica de Sudamérica, la más efervescente y, tal vez, también la más desigual. El país quiere dejar de ser el eterno futuro para ser una potencia del presente, la pobreza y la miseria han disminuido de una forma notable desde la llegada a la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva, pero todavía son muchas las desigualdades enquistadas. Esas mismas mayorías pobres que no pueden acceder a los servicios públicos soportan de forma proporcional una carga tributaria mayor que los ricos y las clases medias. Por eso, los indignados también han colocado sobre la mesa el eterno debate sobre la reforma tributaria en Brasil, esa que ni Lula ni su sucesora, Dilma Rousseff, quisieron acometer para no incomodar a las oligarquías.

Algunos ya hablan de primavera brasileña. Anuncian que, por fin, el pueblo brasileño se levantó; el mismo que aún se avergüenza de que los grandes cambios políticos, incluyendo la independencia de la metrópoli portuguesa, fueron consecuencia de acuerdos entre las elites y no de revueltas populares. En el imaginario colectivo se ha instalado la idea de que el pueblo brasileño, agraciado con una paciencia infinita y esa proverbial alegría tropical. No es cierto. Pese a la dureza de las represiones, los pueblos indígenas y afrodescendientes tienen en Brasil una historia de lucha larga e invisible.

 

 

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