Ni tecnología ni dinero: el principal obstáculo para la transformación
militar de la OTAN es psicológico.

Para entender la actual revolución o transformación de lo militar, recuerden
el segundo intento de EE UU de eliminar al ex presidente iraquí, Sadam Husein,
el 7 de abril de 2003, cuando estaba en un restaurante de Bagdad. En 38 minutos,
las tropas estadounidenses identificaron el blanco, enviaron la información
correspondiente al alto mando, recibieron la orden de atacar y lanzaron una
bomba que no alcanzó a Husein porque había escapado minutos antes, y todo ello
en medio de la niebla de la guerra. En comparación con el primer conflicto del
Golfo, EE UU, Gran Bretaña y los demás miembros de la coalición alcanzaron un
objetivo más ambicioso en la mitad de tiempo, con un tercio de bajas y con un
coste de sólo una cuarta parte. Un resultado que refleja la transformación de
lo militar en el más puro estilo Rumsfeld, con todo lo que ello implica.

¿Qué tienen que ver estos resultados con el futuro de la OTAN? Todo. La verdad
pura y dura es que, con su actual capacidad bélica, la Alianza no podría combatir
al mismo nivel que los estadounidenses en Irak. La ex secretaria de Estado,
Madeleine Albright, afirmó que, de haber ganado Al Gore las elecciones de 2000,
Estados Unidos y la OTAN habrían emprendido juntos la guerra de Afganistán.
Desde una perspectiva militar, esta afirmación es cuestionable. Las divergencias
entre Washington y sus aliados en Europa y Canadá en lo referente a psicología
o mentalidad militar corren el riesgo de agrandarse rápidamente. Para EE UU,
la OTAN ha dejado de ser un instrumento al que recurrir en primera instancia,
y no lo será hasta que Europa y Canadá no mejoren la calidad de sus medios y
modifiquen su rumbo intelectual. Esta actitud no debería sorprender a nadie.
Después de todo, las operaciones en Kosovo en 1999 cosecharon más críticas que
alabanzas dentro de EE UU, donde muchos consideraron que Europa estaba imponiendo
condiciones políticas a un uso eficaz de la fuerza. Desde un punto de vista
militar, esta percepción es válida. En Kosovo, tras 11 semanas de bombardeos
de la OTAN, el Ejército serbio estaba prácticamente intacto, mientras que en
2003 el general estadounidense Tommy Franks, ex comandante de las tropas en
Irak, sólo necesitó una semana para desmantelar a la Guardia Republicana iraquí.

La situación actual está desequilibrada. El presupuesto de Defensa estadounidense
para este año supera los 400.000 millones de dólares, a los que se añaden otros
87.000 millones destinados a las operaciones militares y a la reconstrucción
de Irak y Afganistán. Esto supone que, con respecto a su PIB per cápita, Washington
gasta en defensa entre un 50% y un 350% más que Canadá o que los países europeos
de la OTAN. En estos últimos hay más de dos millones de hombres uniformados,
frente a, aproximadamente, la mitad en Estados Unidos. Pero, en realidad, apenas
200.000 pueden ser desplegados inmediatamente. El nuevo contexto de seguridad
—en el que la guerra requiere de las fuerzas aéreas, terrestres y marítimas,
integración, simultaneidad en el ataque, capacidad para exponerse a peligros
y confianza mutua— exige de los miembros europeos de la OTAN unas reformas que
avanzan con demasiada lentitud para ser eficaces.

Foto de Soldado con Rifle
El síndrome de fatiga crónica de
la OTAN

Aún más preocupante que esa divergencia tecnológica y presupuestaria en la
capacidad militar de Europa y EE UU resulta el creciente desequilibrio intelectual
entre los pensadores militares estadounidenses y sus aliados en la OTAN. Los
estadounidenses y los europeos empiezan a hablar lenguajes militares diferentes,
y esta disparidad puede afectar a las ideas, la visión, el pensamiento estratégico
y a las políticas que de ellos emanan. En su libro Poder y debilidad: Estados
Unidos y Europa en el nuevo orden mundial, Robert Kagan describe las diferentes
formas de abordar la cuestión de la seguridad en Estados Unidos y en Europa,
y la existencia de una creciente distancia entre ambos en la medida en que el
enfoque de Estados Unidos se basa en el poder duro (hard power) y el de Europa
y Canadá en el poder blando (soft power).

Esta brecha transatlántica ya quedó patente durante la etapa bélica de las
operaciones en Afganistán e Irak, y hoy se ha hecho aún más nítida a raíz del
proceso de pacificación en ambos países. La niebla de la paz es tan compleja
como la producida por la guerra. Según la óptica estadounidense, es necesario
acabar con la oposición militar organizada en Irak. Sin embargo, llevar a cabo
operaciones de contrainsurgencia, estabilización y, en general, de mantenimiento
de la paz exige una perspectiva diferente en la que el éxito no viene determinado
por el hecho de poseer una fuerza aplastante, sino por la interacción humana.
Los dirigentes militares europeos son más proclives a un modelo de mantenimiento
de la paz similar al de la ONU, en el que la interacción humana es la fuerza
fundamental. Los resultados conseguidos en Bosnia, Kosovo y Afganistán hacen
que la aportación de Europa y Canadá al debate sobre el mantenimiento de la
paz sea fundamental. Superar ese desequilibrio psicológico que amenaza la modernización
de la OTAN exigirá que el enfoque de los conflictos por parte de Estados Unidos
trascienda la fase del enfrentamiento armado, es decir, la capacidad de ganar
la paz, además de la guerra. Al mismo tiempo, el pensamiento estratégico europeo
debe desplazarse de las operaciones estáticas hacia las expedicionarias, lo
que implica pasar de tener tropas sobre el terreno a ser capaz de desplegarlas
con rapidez, a distancia y con confianza y comunicación totales entre los mandos
de tierra, mar y aire, de modo que sea posible aplicar la fuerza en el lugar
adecuado y el momento preciso. La potente maquinaria expedicionaria estadounidense
ha quedado patente en la operación en Irak, pero aún no se ha desarrollado en
las Fuerzas Armadas europeas. Europa debe adoptar capacidades propias de la
era de la información para poder desplazar a sus fuerzas mejor y más rápidamente;
debe analizar nuevas ideas, como el Blue Force Tracker estadounidense, un sistema
digital de seguimiento que permite a los mandos monitorizar las fuerzas aliadas
y compartir información.

Igualmente, la OTAN debe aplicar la filosofía de la guerra de efectos, una
doctrina basada en una estrecha interacción de los medios diplomáticos, económicos
y militares. Ésta es la óptica necesaria para volver a alinear el pensamiento
en materia de seguridad entre ambos lados del Atlántico. Pero, aunque los países
de la OTAN están en el camino correcto, aún queda mucho por hacer.

Ni tecnología ni dinero: el principal obstáculo para la transformación
militar de la OTAN es psicológico. Sir Ian Forbes

Para entender la actual revolución o transformación de lo militar, recuerden
el segundo intento de EE UU de eliminar al ex presidente iraquí, Sadam Husein,
el 7 de abril de 2003, cuando estaba en un restaurante de Bagdad. En 38 minutos,
las tropas estadounidenses identificaron el blanco, enviaron la información
correspondiente al alto mando, recibieron la orden de atacar y lanzaron una
bomba que no alcanzó a Husein porque había escapado minutos antes, y todo ello
en medio de la niebla de la guerra. En comparación con el primer conflicto del
Golfo, EE UU, Gran Bretaña y los demás miembros de la coalición alcanzaron un
objetivo más ambicioso en la mitad de tiempo, con un tercio de bajas y con un
coste de sólo una cuarta parte. Un resultado que refleja la transformación de
lo militar en el más puro estilo Rumsfeld, con todo lo que ello implica.

¿Qué tienen que ver estos resultados con el futuro de la OTAN? Todo. La verdad
pura y dura es que, con su actual capacidad bélica, la Alianza no podría combatir
al mismo nivel que los estadounidenses en Irak. La ex secretaria de Estado,
Madeleine Albright, afirmó que, de haber ganado Al Gore las elecciones de 2000,
Estados Unidos y la OTAN habrían emprendido juntos la guerra de Afganistán.
Desde una perspectiva militar, esta afirmación es cuestionable. Las divergencias
entre Washington y sus aliados en Europa y Canadá en lo referente a psicología
o mentalidad militar corren el riesgo de agrandarse rápidamente. Para EE UU,
la OTAN ha dejado de ser un instrumento al que recurrir en primera instancia,
y no lo será hasta que Europa y Canadá no mejoren la calidad de sus medios y
modifiquen su rumbo intelectual. Esta actitud no debería sorprender a nadie.
Después de todo, las operaciones en Kosovo en 1999 cosecharon más críticas que
alabanzas dentro de EE UU, donde muchos consideraron que Europa estaba imponiendo
condiciones políticas a un uso eficaz de la fuerza. Desde un punto de vista
militar, esta percepción es válida. En Kosovo, tras 11 semanas de bombardeos
de la OTAN, el Ejército serbio estaba prácticamente intacto, mientras que en
2003 el general estadounidense Tommy Franks, ex comandante de las tropas en
Irak, sólo necesitó una semana para desmantelar a la Guardia Republicana iraquí.

La situación actual está desequilibrada. El presupuesto de Defensa estadounidense
para este año supera los 400.000 millones de dólares, a los que se añaden otros
87.000 millones destinados a las operaciones militares y a la reconstrucción
de Irak y Afganistán. Esto supone que, con respecto a su PIB per cápita, Washington
gasta en defensa entre un 50% y un 350% más que Canadá o que los países europeos
de la OTAN. En estos últimos hay más de dos millones de hombres uniformados,
frente a, aproximadamente, la mitad en Estados Unidos. Pero, en realidad, apenas
200.000 pueden ser desplegados inmediatamente. El nuevo contexto de seguridad
—en el que la guerra requiere de las fuerzas aéreas, terrestres y marítimas,
integración, simultaneidad en el ataque, capacidad para exponerse a peligros
y confianza mutua— exige de los miembros europeos de la OTAN unas reformas que
avanzan con demasiada lentitud para ser eficaces.

Foto de Soldado con Rifle
El síndrome de fatiga crónica de
la OTAN

Aún más preocupante que esa divergencia tecnológica y presupuestaria en la
capacidad militar de Europa y EE UU resulta el creciente desequilibrio intelectual
entre los pensadores militares estadounidenses y sus aliados en la OTAN. Los
estadounidenses y los europeos empiezan a hablar lenguajes militares diferentes,
y esta disparidad puede afectar a las ideas, la visión, el pensamiento estratégico
y a las políticas que de ellos emanan. En su libro Poder y debilidad: Estados
Unidos y Europa en el nuevo orden mundial, Robert Kagan describe las diferentes
formas de abordar la cuestión de la seguridad en Estados Unidos y en Europa,
y la existencia de una creciente distancia entre ambos en la medida en que el
enfoque de Estados Unidos se basa en el poder duro (hard power) y el de Europa
y Canadá en el poder blando (soft power).

Esta brecha transatlántica ya quedó patente durante la etapa bélica de las
operaciones en Afganistán e Irak, y hoy se ha hecho aún más nítida a raíz del
proceso de pacificación en ambos países. La niebla de la paz es tan compleja
como la producida por la guerra. Según la óptica estadounidense, es necesario
acabar con la oposición militar organizada en Irak. Sin embargo, llevar a cabo
operaciones de contrainsurgencia, estabilización y, en general, de mantenimiento
de la paz exige una perspectiva diferente en la que el éxito no viene determinado
por el hecho de poseer una fuerza aplastante, sino por la interacción humana.
Los dirigentes militares europeos son más proclives a un modelo de mantenimiento
de la paz similar al de la ONU, en el que la interacción humana es la fuerza
fundamental. Los resultados conseguidos en Bosnia, Kosovo y Afganistán hacen
que la aportación de Europa y Canadá al debate sobre el mantenimiento de la
paz sea fundamental. Superar ese desequilibrio psicológico que amenaza la modernización
de la OTAN exigirá que el enfoque de los conflictos por parte de Estados Unidos
trascienda la fase del enfrentamiento armado, es decir, la capacidad de ganar
la paz, además de la guerra. Al mismo tiempo, el pensamiento estratégico europeo
debe desplazarse de las operaciones estáticas hacia las expedicionarias, lo
que implica pasar de tener tropas sobre el terreno a ser capaz de desplegarlas
con rapidez, a distancia y con confianza y comunicación totales entre los mandos
de tierra, mar y aire, de modo que sea posible aplicar la fuerza en el lugar
adecuado y el momento preciso. La potente maquinaria expedicionaria estadounidense
ha quedado patente en la operación en Irak, pero aún no se ha desarrollado en
las Fuerzas Armadas europeas. Europa debe adoptar capacidades propias de la
era de la información para poder desplazar a sus fuerzas mejor y más rápidamente;
debe analizar nuevas ideas, como el Blue Force Tracker estadounidense, un sistema
digital de seguimiento que permite a los mandos monitorizar las fuerzas aliadas
y compartir información.

Igualmente, la OTAN debe aplicar la filosofía de la guerra de efectos, una
doctrina basada en una estrecha interacción de los medios diplomáticos, económicos
y militares. Ésta es la óptica necesaria para volver a alinear el pensamiento
en materia de seguridad entre ambos lados del Atlántico. Pero, aunque los países
de la OTAN están en el camino correcto, aún queda mucho por hacer.

Sir Ian Forbes es almirante de la
Armada británica y comandante supremo adjunto para Transformación
de la OTAN.