Bandera de Reino Unido durante una sesión del Parlamento Europeo en Estrasburgo, Francia. (Patrick Hertzog/AFP/Getty Images)
Bandera de Reino Unido durante una sesión del Parlamento Europeo en Estrasburgo, Francia. (Patrick Hertzog/AFP/Getty Images)

El Brexit trae consecuencias colaterales de gran importancia, sobre todo para los implicados: qué pasará con todos aquellos británicos –funcionarios, diplomáticos, etcétera- que trabajan para las instituciones comunitarias; y qué pasará con las ideas y su capacidad de generarlas.

En la Comisión Europea, algo más de 1.000 funcionarios son británicos, un 3,8% del total, lejos de los más de 5.000 belgas, más de 3.000 franceses o italianos e, incluso, de los más de 2.000 alemanes o españoles. A ellos se suman los cerca de 300 que ocupan puestos administrativos en el Parlamento Europeo. En cifras absolutas, pueden no parecer tantos, pero el resultado del referéndum los deja en una situación peculiar. Casi todos ellos han dedicado sus trayectorias profesionales al complejo entramado europeo, por lo que fuera de él no lo tendrían fácil. En cualquier caso, la salida de la UE no podría ser esgrimida como motivo para rescindir los contratos permanentes, así que es previsible que muchos sigan trabajando en las instituciones pese a que su país deje de formar parte de ellas. De hecho, tras el referéndum, el presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker se apresuró a tranquilizarlos, afirmando que contarán con su apoyo y ayuda: “…sois funcionarios de la Unión. Trabajáis para Europa. Dejasteis vuestros ’sombreros’ nacionales en la puerta al llegar a esta institución y esa puerta no se va a cerrar ahora para vosotros”. Asimismo, el presidente del PE, Martin Schulz, quiso enviar al día siguiente del referéndum un mensaje de agradecimiento y tranquilidad a los empleados británicos de la institución.

Más complicado es determinar el futuro inmediato de los 73 miembros británicos del Parlamento Europeo, con su legión de asesores y colaboradores. Mientras nadie diga lo contrario, seguirán ocupando sus escaños y desempeñando su tarea hasta que se concrete el momento y la forma de la salida de Reino Unido de la UE. Pero, ¿qué ocurre con los 22, dentro de ese grupo, que pertenecen a UKIP? ¿Tiene sentido que sigan asistiendo y participando? Es más, ¿es coherente, incluso moral, que sigan cobrando sus sueldos de una institución que desprecian y de la que ya saben que se van a ir? El propio Juncker, lo manifestó abiertamente el pasado día 28 en la Eurocámara, cuando interpeló a Nigel Farage, líder de UKIP: “¿Usted qué hace aquí?”.

Hay además unos 130 diplomáticos británicos que forman parte del Servicio Europeo de Acción Exterior. No hay que olvidar que su primera “jefa” fue Lady Ashton y que la diplomacia europea ha bebido en numerosas ocasiones de la tradición y la experiencia del Foreign Office. Por muy discutido que sea a menudo el compromiso de Reino Unido con una auténtica política exterior y de seguridad común, sus profesionales han incorporado sin duda una visión global no tan frecuente en todas las capitales comunitarias.

Pero más allá de las cifras, está la influencia. De los 34 directores generales y subdirectores de la Comisión, 6 son británicos. El peso británico ha sido innegable en campos como el comercio, el mercado digital o la misma diplomacia. Esa mezcla de pragmatismo y conocimiento que aportaba Reino Unido ha comenzado ya a echarse en falta, incluso antes de perderla.

Hablando de influencia, en el mundo del pensamiento siempre ha sido paradójico que algunos de los mejores y más acérrimos defensores de la Unión Europea, en cuanto a capacidad de argumentar, debatir y difundir sus principios, así como de plantear propuestas innovadoras, hayan sido británicos. esglobal, por ejemplo, colabora habitualmente en la difusión de su trabajo en español con dos de ellos dedicados exclusivamente a cuestiones comunitarias: el Center for European Reform y el European Council on Foreign Relations –aunque este último es un think tank paneuropeo, con oficinas en diversas capitales, tiene su sede central en Londres-; otros, como Chatham House, International Institute for Strategic Studies, New Economics Foundation o Overseas Development Institute, cuyo trabajo abarca también otras áreas, han contribuido enormemente no solo a la visión británica de la UE sino a su construcción en su conjunto en sus respectivos campos. Son, y han sido, artífices de propuestas sólidas e imaginativas, de análisis minuciosos, de argumentos sobre los mil y un aspectos del proyecto europeo. De su trabajo se benefician políticos, funcionarios, estudiantes, académicos y la sociedad en general, tanto de Reino Unido, por supuesto, como del resto de los países de la Unión. ¿Qué pasará con aquellos centrados en Europa? ¿Se trasladarán “al continente”, como les gusta decir a ellos? ¿Seguirán de cerca el trabajo de la UE, aún sabiendo que su capacidad de influir quedará mermada? ¿Desaparecerán?

Pero tal vez la mayor paradoja del Brexit sea el que será uno de los mayores legados de Reino Unido en la Unión: el idioma. Por mucho que se predique el multilingüismo, por muchos cientos de traductores e intérpretes que circulen por la UE, por mucho chovinismo que de vez en cuando se quiera practicar –ya se han oído estos días voces para que el francés, por ejemplo, recupere el terreno perdido-, el idioma universal de trabajo, el que todos acaban compartiendo es el inglés. Es habitual oír contar a altos funcionarios comunitarios cómo en lo más complicado de la redacción de acuerdos, normas o comunicados había que recurrir al británico de turno para que aquello fuera realmente correcto. Con la consiguiente capacidad de influir también en los matices. A partir de ahora, tendrán que ser los irlandeses y los malteses los que tomen el relevo.