En muy poco tiempo hemos pasado de la Europa de la ilusión a una Europa en constante estado de shock. En 2005 aún nos encontrábamos en los años felices, y el libro del británico Mark Leonard “Why Europe will Run the XXIst Century” actuó para muchos como un respaldo definitivo a la política de crecimiento sin límites y optimismo desbocado. Europa era un sueño que merecía ser vivido. Paradójicamente, casi, al mismo tiempo, el proyecto de Tratado Constitucional para la Unión entraba en vía muerta. Y poco después llegó la crisis, abonando el terreno para un euroescepticismo desbocado. Nacía la Europa de los Pigs, y la de un antigermanismo rampante, que contemplaba atónita cómo Grecia se descomponía como un castillo de naipes.

En 2016, el Brexit se une a un terrorismo global que atenaza a Europa como objetivo prioritario, a las dudas persistentes sobre la economía o al auge de los populismos a izquierda y derecha, como otro motivo para hablar de una Unión en shock. La relación del Reino Unido con el proyecto europeo nunca ha sido sencilla –la historia pesa– y todavía resuena el “linked but not combined” de Winston Churchill como convocatoria para rechazar la continuidad en la Unión tras el referéndum previsto para el mes de junio.

Una Gran Bretaña que apenas ha comenzado a superar el trago del referéndum escocés añade a su calendario otra convocatoria con visos de drama. Pese a la inesperada solidez de la victoria conservadora en las elecciones de 2015, David Cameron sabe que la lealtad a su partido se nutre de un creciente número de voces partidarias de abandonar la Unión, y que sólo con una medida ambigüedad puede evitar una sangría de votos hacia UKIP y otros partidos a su derecha. El Reino Unido es un país singular, dividido entre una capital, Londres, convertida en Ciudad Estado global que se basta a si misma, y un territorio postindustrial que –pese a la recuperación– añora tiempos mejores. En esa ecuación, sólo Escocia parece ver en la UE más una solución que un freno.

Los euroescépticos, con Boris Johnson, el carismático alcalde de Londres, a la cabeza, han conjurado el fantasma de una Europa cuestionada en lo económico, identificada con una euroburocracia de escasa transparencia democrática –tiránica e ineficaz– e incapaz de hacer frente de manera efectiva al desafío terrorista. Es un discurso eficaz, y con él, como sucedió en el referéndum escocés, la tensión se mantendrá hasta última hora. Pasados más de cuarenta años del ingreso del Reino Unido en la entonces denominada Comunidad Económica Europea, de manos –no podemos olvidarlo– del conservador Edward Heath, el entusiasmo, si alguna vez lo hubo, ha decrecido exponencialmente.

Un resultado a favor de la permanencia, aunque pírrico, apuntalará la Unión y la confianza en un futuro que es preciso repensar con el mismo acometimiento que tuvieron sus padres fundadores. Una UE sin el Reino Unido perdería uno de sus pulmones económicos, y uno de sus pilares culturales más sólidos, y, sobre todo, recibiría un golpe brutal en uno de sus flancos más débiles, el de la confianza y la credibilidad. Y para David Cameron sería la hora de pensar en hacer las maletas y dar paso al incorregible Johnson y sus políticas Die Hard.

 

Emilio Sáenz-Francés, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE, explica la situación actual del Reino Unido con respecto a la Unión Europea y su posible salida de la misma:

 

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Emilio Sáenz-Francés. Universidad Pontificia Comillas ICAI-ICADE

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