Un inversor lee el periódico junto a una pantalla que muestra los precios de las acciones de una empresa de seguridad en Hangzhou, al este de la provincia de Zhejiang en China. (STR/AFP/Getty Images)
Un inversor lee el periódico junto a una pantalla que muestra los precios de las acciones de una empresa de seguridad en Hangzhou, al este de la provincia de Zhejiang en China. (STR/AFP/Getty Images)

Decenas de analistas y expertos en China han repetido durante años que el Partido Comunista podía doblegar y pastorear al mercado. La Bolsa acaba de pellizcarlos en medio de ese sueño feliz.

A los analistas occidentales les gusta crear unos ídolos que, como Moisés, sean capaces de dominar y dividir las aguas del Mar Rojo transfigurado en este caso en acciones, bonos y hasta en la economía nacional. A largo plazo, esas divinidades con bolas de cristal o puños de hierro se ven desbordadas; entonces, y esto es algo que dice muy poco de nosotros, las censuramos y reprendemos por habernos defraudado y procedemos a su lapidación simbólica en la plaza pública. Obviamos así la responsabilidad de haberlas idolatrado y de haberles dedicado un culto casi religioso durante años.

Eso es lo que ha empezado a ocurrir con el Partido Comunista de China y de ahí viene la furia que se ha desatado en las principales páginas de la prensa internacional. No les perdonan que no hayan estado a la altura de unos estándares imposibles que los propios reguladores del mercado, mientras les fue bien, compartían con soberbia. Los herederos de Deng Xiaoping decían que podían domar a la fiera de los capitales financieros que nadie había conseguido hacer durante siglos ni en Europa, ni en Asia, ni en América. Parecían convencidos de que esta vez sería diferente aunque contradijeran con ello todas las evidencias que Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, a pesar de sus errores con el Excel, habían recopilado tras estudiar cuidadosamente ocho siglos de crisis devastadoras.

Muchos de los expertos en el mercado chino se dividían, hasta hace poco, esencialmente en dos grandes grupos: los que creían en los planes quinquenales y en la idea de que las instituciones comunistas serían capaces de gobernar siempre los instintos animales del mercado porque lo habían conseguido hasta ahora (apuntaban con frecuencia a treinta años de crecimiento anual de dos dígitos y al exitoso rescate de los bancos en 1998 y 2004); y los que se mostraban convencidos de que las reservas en moneda extranjera y la relativamente baja deuda pública permitirían acolchar y convertir en un aterrizaje suave cualquier embestida a golpe de chequera pública (evitar una gran crisis, pensaban, era sólo cuestión de dinero… y los chinos tenían los bolsillos a reventar).

Había, por supuesto, un tercer grupo numeroso que ayudó, indirecta e involuntariamente, a que los dos primeros se volviesen cada vez más abundantes. Durante la última década, economistas tan perspicaces y sensatos como Michael Pettis han exigido reformas profundas y urgentes aunque enfriasen la economía con el fin de evitar una hecatombe financiera a medio y largo plazo.

Pettis no fue el único ni el más radical, porque otros expertos como Gordon Chang o James Gorrie se atrevieron a proclamar ...