guerrasburkinafaso
Una mujer pasa con una bicicleta delante de una barrera de policias levantada para hacer frente a las manifestaciones para exigir medidas contra el terrorismo producidas en Ouagadougou, Burkina Faso. (ISSOUF SANOGO/AFP via Getty Images)

Burkina Faso es el país más reciente en caer presa de la inestabilidad que aqueja a la región africana del Sahel.

Los milicianos islamistas libran una guerrilla de baja intensidad en el norte del país desde 2016. Al principio, la rebelión la encabezó Ansarul Islam, un grupo dirigido por Ibrahim Malam Dicko, un ciudadano y predicador local. Aunque el grupo tenía sus raíces en la región septentrional, parecía estar muy relacionado con los yihadistas del vecino Malí. Cuando Dicko murió en un enfrentamiento con las tropas de Burkina en 2017, su hermano Jafar heredó su puesto, pero parece que también ha muerto, como consecuencia de un ataque aéreo en octubre de 2019.

La violencia se ha extendido por gran parte del norte y el este del país, ha obligado a desplazarse a medio millón de personas (la población total es de 20 millones) y amenaza con desestabilizar otras regiones, como el suroeste. Muchas veces resulta confuso quién es responsable exactamente. Además de Ansarul Islam, varios grupos yihadistas con base en Malí, como las franquicias locales de Daesh y Al Qaeda, también están actuando en Burkina Faso. Los ataques de los terroristas se mezclan a veces con violencia de distintos orígenes, como el bandolerismo, la rivalidad entre ganaderos y agricultores o las frecuentes disputas por tierras. Los grupos de autodefensa que se han movilizado en años recientes para mantener el orden en zonas rurales alimentan los conflictos entre comunidades. Los viejos sistemas para resolver las querellas están fallando, porque cada vez hay más jóvenes que cuestionan la autoridad de las élites tradicionales leales a un Estado en el que no confían. Todo ello crea un terreno fértil para el reclutamiento de terroristas.

La agitación en la capital, Uagadugu, entorpece los intentos de reducir a los rebeldes. La gente sale con frecuencia a las calles, hace huelga por las condiciones de trabajo o se manifiesta por la incapacidad del gobierno de remediar la creciente inseguridad. Las elecciones están previstas para noviembre de 2020 y la violencia podría minar su credibilidad y, por tanto, la legitimidad del próximo gobierno. El partido en el poder y sus rivales se acusan mutuamente de organizar patrullas para movilizar el voto. El país parece cerca de la descomposición y, sin embargo, las clases dirigentes no piensan más que en sus luchas internas por el poder.

La volatilidad de Burkina Faso es importante no solo por el daño que causa a sus propios ciudadanos, sino porque comparte fronteras con varios países de la costa occidental de África. Esos países han sufrido pocos atentados desde que los yihadistas atacaron diversos sitios de vacaciones de Costa de Marfil en 2016. Pero algunos datos y las declaraciones de los propios terroristas hacen pensar que pueden utilizar Burkina Faso como base desde la que lanzar operaciones en la costa o establecerse en las regiones más septentrionales de países como Costa de Marfil, Ghana y Benín. En mayo de 2019, las autoridades de Costa de Marfil informaron de que habían frustrado unos planes para atentar en la ciudad más grande del país, Abidjan. Los países costeros tienen las mismas vulnerabilidades que los terroristas ya han sabido aprovechar en sus vecinos del norte, especialmente unas periferias olvidadas y resentidas. Algunos —en particular Costa de Marfil— afrontan también elecciones muy disputadas este año y eso es un factor de distracción para sus gobiernos que los hace aún más vulnerables.

Dentro de Burkina Faso, la reacción del gobierno ante la expansión de la insurgencia, sobre todo el recuso a la fuerza, ha tendido a empeorar más las cosas. Los soldados suelen ser abusivos, y eso alimenta la indignación con los aparatos del Estado. Como en otros países del Sahel, los funcionarios suelen acusar al grupo de etnia fulani, en especial algunas subtribus nómadas, de ser simpatizantes de los yihadistas. Las operaciones contra los fulanis les obligan a buscar la protección de estos últimos y eso fomenta el ciclo de estigmatización y resentimiento.

La cooperación entre Burkina Faso y sus vecinos, hasta ahora, se ha centrado sobre todo en las operaciones militares conjuntas. Los Estados costeros quizá están preparándose en ese mismo sentido. Pero los gobiernos de la región deberían prestar más atención al intercambio de inteligencia, el control de fronteras y las políticas dirigidas a ganarse a los habitantes de las zonas afectadas. Sin esos elementos, el caos se extenderá cada vez más.

 

El artículo original ha sido publicado en International Crisis Group