Estados Unidos parece decir adiós a las políticas intervencionistas en Latinoamérica y debería replantearse algunas de sus amistades con las élites conservadoras de sus vecinos del sur. Es un buen momento para que las Américas se reevalúen de manera cautelosa.

 

Durante algún tiempo, la doctrina Maisto ha sido una práctica aceptada en Washington y en las capitales del hemisferio occidental. De manera resumida, consiste en seguir el consejo del ex embajador estadounidense John Maisto, quien recomendó ignorar las palabras que pronuncia el presidente venezolano, Hugo Chávez, con frecuencia coléricas y a veces incluso escatológicas, para concentrarse en sus actos, ligeramente más receptivos.

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El presidente hondureño, Manuel Zelaya, y el Secretario de Estado adjunto de EE UU, Thomas Shannon, en la enbajada basileña en Tegucigalpa.

El venenoso historial antiimperialista de Chávez contiene pocas invectivas tan feroces como la que lanzó hace poco ante un grupo de nuevos embajadores, en la que invitó al “maldito imperio, mil veces maldito” a “hundirse en la oscuridad de la historia”. Al mismo tiempo, el secretario de Estado enviado por Barack Obama para solucionar la crisis política hondureña, Thomas Shannon, y sus colegas aplicaron la suficiente presión cuasiimperial al presidente de facto de este país centroamericano, Roberto Micheletti, para asegurarse de que el depuesto aliado de Venezuela en Honduras, Manuel Zelaya, fuera al menos de modo simbólico reinstaurado en el poder con antelación a las elecciones de finales de noviembre.

No es muy probable que resuenen palabras de agradecimiento en el palacio presidencial de Caracas si la crisis se soluciona. Ni que nadie en la Administración Obama se sienta muy inclinado a unirse a la foto de grupo de los progresistas y radicales latinoamericanos que cuidaron de la dignidad herida de Zelaya en los días que siguieron al golpe de junio, o le hicieron pasar por las fronteras hondureñas en septiembre de modo que pudiera tomar residencia en la embajada brasileña. Si se produce un éxito conjunto de la diplomacia del hemisferio, que sería la primera victoria de una iniciativa multilateral de continuidad democrática –aunque no el primer golpe que se conseguiría revertir- guardaría más parecido con un guiño cómplice desde el otro extremo de un bar lleno de gente. Sin embargo, no espere que los protagonistas se acerquen para estrecharse la mano.

Cuando han surgido intenciones serias de abordar las injusticias de la América postcolonial, éstas han tenido tendencia a marchitarse ante la primera presencia fuerte de un imperativo geopolítico. Así sucedió con la Alianza para el Progreso de Kennedy, la comisión Linowitz de mediados de los 70 o las repetidas imprecaciones a la junta argentina de la secretaria para derechos humanos de Jimmy Carter, Patricia Derian. Las amortiguadas propuestas del presidente Obama a sus homólogos del sur podrían ser atrapadas al vuelo de modo similar en varios Estados con riesgo de colapso y otros territorios ingobernables, desde la frontera mexicana hasta la cordillera andina, una eventualidad para la que parecen haber sido preparadas las nuevas bases estadounidenses en Colombia.

Obama se las ha arreglado también para cuestionar la lógica de la polarización ideológica que motivó la defensa del régimen hondureño

No obstante, la decidida actuación de Shannon y sus colegas en Honduras ha enviado un par de potentes mensajes. El primero es la réplica ofrecida a un conglomerado de senadores y congresistas de la derecha, que ocupaban los intersticios políticos dejados por la negligencia de un Departamento de Estado de EE UU ocupado en otras cosas. Las numerosas visitas de republicanos y reaganitas a Tegucigalpa, donde fueron atendidos con frío protocolo por el embajador estadounidense en Honduras, Hugo Llorens, alimentaron las esperanzas del régimen local de que las reprimendas de la comunidad internacional podrían amainar. Pocas otras razones parecerían capaces de explicar una resistencia tan prolongada por parte de Micheletti a los insultos de múltiples embargos, desde la cancelación de visados estadounidenses –popular tema de conversación que domina el local más frecuentado por los políticos de Tegucigalpa, el café Vie de France– a la poco ceremoniosa repatriación de 50 soldados hondureños de las fuerzas de mantenimiento de paz en Líbano, la grave escasez de gasolina y la negativa europea a supervisar las elecciones de noviembre.

Al menoscabar la autoridad de estos políticos, la presidencia Obama se las ha arreglado también para cuestionar la lógica de la polarización ideológica que motivó la defensa del régimen hondureño. América Latina está indudablemente dividida: en lo que respecta a origen social y control del Estado, un océano separa a los gobernantes de Bolivia o Ecuador de los neoliberales de Panamá o Colombia. Pero la tendencia de la diplomacia estadounidense a dirigirse hacia las élites conservadoras estables, el reflejo automático de la Doctrina Monroe, ha dejado de tener sentido en un contexto en el que un mandatario de centroizquierda con un programa radical de construcción nacional y formación de clase, como es el caso de Luiz Inácio Lula en Brasil, es el principal aliado de Washington en el continente. La lúgubre estética política del régimen hondureño, que incluye estados de sitio, toques de queda, cierres de medios de comunicación y presuntas desapariciones, todo lo cual es mucho peor que ninguno de los movimientos que ha intentado hasta ahora Chávez, es casi seguro la prueba perfecta de que Estados Unidos debería pensar seriamente en cambiar de amigos.

Por supuesto, ningún populista de izquierda está a punto de comenzar a entonar el lenguaje de la amistad. Pero quizá sí ha llegado ahora el momento de una cautelosa reevaluación mutua. Dejemos que la Doctrina Maisto tome el relevo donde Monroe ha finalizado.

 

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