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Desde que Islamabad se sumó, con reticencia, a la campaña estadounidense contra el terrorismo, en 2001, su estrategia ha sido la de encender una vela a Dios y otra al diablo. Hasta hoy, los servicios de seguridad paquistaníes dan apoyo a varios grupos terroristas e insurgentes, como los talibanes afganos, la red Haqqani y Hezb i Islami, que atacan a las fuerzas afganas y estadounidenses en Afganistán, a pesar de que Pakistán sigue recibiendo ingentes ayudas de Washington. A medida que se aproxima la fecha tope para el inicio de la retirada paulatina de las fuerzas estadounidenses de Afganistán, en julio de 2011, la constante protección que Islamabad ejerce sobre los insurgentes frenará los planes de Barack Obama para mejorar las condiciones en el país centroasiático lo suficiente como para empezar una retirada ordenada.

Aun así, tanto la Administración de Bush como la de Obama han tolerado el doble juego paquistaní con respecto al terrorismo, principalmente porque el país sigue siendo la principal arteria de transporte de cargamento estadounidense -alimentos, agua y vehículos- y combustible que llegan a Afganistán. Y, como han demostrado los recientes cierres fronterizos por parte de las fuerzas paquistaníes, la Administración Obama debe desarrollar un plan B que impida a Pakistán la posibilidad de tener a la Coalición secuestrada. Debe empezar planificando el traslado de una mayor cantidad de suministros a través de la red de distribución del norte que va desde Georgia y, pasando por Azerbaiyán, llega a Kazajistán, Uzbekistán y finalmente a Afganistán. Aunque las fuerzas de EE UU reciben ahora más provisiones que antes por esta ruta, la dependencia de Pakistán es aún sustancial y en consecuencia constituye un arma para el chantaje en manos de Islamabad.

Como complemento a la creciente confianza en la ruta del norte, la ayuda estadounidense a Pakistán (unos 18.000 millones de dólares en ayuda militar y civil desde el 11-S), debería empezar a condicionarse tácticamente al cumplimiento de por parte de este país de ciertos estándares en materia antiterrorista. Para empezar, todas las transferencias de equipo militar para Islamabad deberían depender del fin del apoyo paquistaní a los grupos militantes que amenazan a la Coalición y a las fuerzas nacionales en el país vecino. Otras opciones más extremas (y ojalá innecesarias) incluirían operaciones con aviones no pilotados y con fuerzas aéreas dentro del espacio aéreo paquistaní. O también -y esto va a llamar la atención de Islamabad, sin duda-apoyar de una forma más abierta la contribución de India a la estabilidad afgana.

El problema más importante es que desafiar de forma repentina a Pakistán después de una década tolerando sus engaños equivale a cambiar de forma abrupta las reglas del juego al que Washington e Islamabad están acostumbrados. Podría aumentar la obcecación de Pakistán y generar un mayor apoyo a sus apoderados yihadistas. Aunque esta es una posibilidad verdaderamente insoportable, la amarga verdad es que el estado actual de cosas -en el que Washington subvenciona de forma indefinida el apoyo de Islamabad a enemigos de EE UU- supone mayores riesgos para Estados Unidos. La Administración Obama debe hacer esa difícil elección ahora y demostrar a Islamabad que las reglas del juego han cambiado.