El gigante asiático ha adquirido la petrolera canadiense, Nexen, por la que accederá a una tecnología de primera y tendrá mayor influencia en la economía del país norteamericano.

 

 

china canada
Diego Azubel/AFP/Gettyimages

 

Boicoteó la inauguración y la clausura de los Juegos Olímpicos de Pekín, no impidió que el Parlamento de Canadá concediera la ciudadanía honoraria al Dalai Lama y, en sentido amplio, se convirtió en uno de los más acérrimos críticos de China en materia de derechos humanos. Pero aquellos días en los que, no hace tanto tiempo, el primer ministro canadiense, Stephen Harper, se erigía en látigo implacable de la dictadura china y guardián de los valores democráticos han pasado a mejor vida. Como muchos otros países, tampoco Canadá, que necesita 60.000 millones de dólares (unos 46.000 millones de euros) anuales para su desarrollo petrolero futuro, ha podido resistirse al embrujo del capital del gigante asiático.

El cambio de rumbo de la Administración Harper ha sido uno de los más espectaculares que se recuerdan. Quedó convenientemente plasmado –hace apenas unos días- con la luz verde concedida por Ottawa a China National Offshore Oil Corporation (CNOOC) para que adquiriera la petrolera canadiense Nexen, una operación valorada en nada menos que 15.000 millones de dólares y que permitirá a la compañía asiática acceder a tecnología petrolera de primera división. La mayor adquisición realizada jamás por una empresa china fuera de sus fronteras conlleva, inevitablemente, un giro copernicano en política exterior para un país que vira estratégicamente hacia el Oeste porque es allí donde está el mercado para sus ventas de petróleo.

El beneplácito del Gobierno de Ottawa al acuerdo entre las dos petroleras es importante por varias razones. Primero, porque supone para Canadá un primer y decisivo paso en su estrategia de diversificación de mercados para su producción petrolífera, sobre todo después del revés que supuso a principios de 2012 que la Administración Obama bloqueara, por razones medioambientales, la construcción de un oleoducto en Estados Unidos vital para Canadá porque debía aumentar decisivamente su capacidad de transportar crudo a su vecino del sur. “Cuando se bloqueó el Keystone XL sonaron todas las alarmas. Era la primera vez que se rechazaba un oleoducto entre los dos países”, explica en su oficina de Calgary Peter Howard, presidente del Instituto de Investigación Canadiense de Energía (CERI, en inglés).

El nerviosismo de los productores se resume en la siguiente ecuación: Canadá produce ahora tres millones de barriles diarios de petróleo y vende en torno a 2,1 a Estados Unidos (el resto lo consume domésticamente, porque apenas tiene infraestructuras para exportar a otros países). Sin embargo, la tecnología, la llegada de capital y la voluntad política permiten que las nuevas reservas descubiertas sean explotadas en una década a un ritmo de ocho millones de barriles diarios. Pero, ¿a quién venderle ese petróleo si EE UU está aumentando sus capacidades para ser autosuficiente energéticamente y rechaza proyectos como el Keystone XL? Asia, y China en particular, es el país que todos los productores tienen en mente en Calgary. Y en ese marco se comprende que Harper haya buscado –casi a la desesperada- la alianza con los mandarines para sentar las bases del negocio petrolero futuro.

El otro aspecto importante para entender el sí de Ottawa al multimillonario acuerdo es el mensaje político que Harper ha enviado a Pekín. Ello significa que el país norteamericano abre definitivamente de par en par la puerta a la inversión china, sobre todo en el sector extractivo. El gigante asiático, que en los últimos meses ha cerrado distintas adquisiciones de activos energéticos canadienses, logra de este modo su objetivo de penetrar en un mercado rico en recursos naturales que es, a la vez, jurídicamente seguro (a diferencia de Sudán, Libia, Angola y, por supuesto, Irán). Según The Heritage Foundation, desde 2005 Pekín ha invertido más de 32.000 millones de dólares en 19 proyectos de inversión en Canadá.

“Sería un error cortar las inversiones chinas; eso sería un desastre para nuestro futuro”, apunta a Foreign Policy en español el académico y diplomático Charles Burton, uno de los expertos de referencia sobre China en Canadá. “Sin embargo, debemos estar preparados para los efectos nocivos. Las empresas estatales chinas deben ser vigiladas porque han demostrado su desinterés por seguir los estándares internacionales”, continúa. La adquisición de activos estratégicos canadienses por las corporaciones estatales chinas, con sus estrechos vínculos con el Estado mandarín y, eventualmente, con el Partido Comunista (PCCh), ha suscitado una considerable polémica en el país norteamericano. Muchos se preguntan qué sentido tuvo privatizar el sector petrolero canadiense para que quede ahora parcialmente en manos de un Gobierno extranjero que, por si fuera poco, no es una democracia. Pese a ello, el 92% de las adquisiciones chinas en dicho país han sido llevadas a cabo por empresas públicas del gigante asiático.

La oposición a la luna de miel con China es, prácticamente, en todos los frentes. Los partidos de izquierda reprochan a Harper que esté permitiendo que los activos estratégicos del país caigan inexorablemente en manos de una nación extranjera. Por otro lado, la opinión pública también está en contra: las encuestas señalaban que un 70% de la población se oponía a la venta de Nexen. Incluso, en las propias filas del Partido Conservador del primer ministro hay fisuras: la creciente influencia que tendrá Pekín a partir de ahora sobre Ottawa es visto con preocupación por la facción más derechista de la formación conservadora.

Además, una mayor influencia económica de China implica una cada vez menor capacidad canadiense para presionar a Pekín en materia de derechos humanos, alegan. En este estado de cosas, el ala progresista del Partido Conservador, compuesta por elementos que apuestan por la estrategia de estrechar los vínculos empresariales con el gigante asiático, ha logrado imponer su criterio en el caso Nexen. Por supuesto, con la inestimable colaboración de la industria petrolera internacional radicada en Canadá, la cual ve la creciente demanda china de crudo como una oportunidad histórica para incrementar su capacidad de producción y su negocio.

“Un desarrollo incontrolado del sector petrolífero podría implicar la destrucción de la manufactura y la pérdida de miles de empleos en Ontario”, advierte Dave Coles, presidente del sindicato CEP (Communications, Energy and Paperworkers Union), el más representativo del país en las industrias energéticas. Según éste, la expansión desbocada del sector petrolífero podría provocar el llamado mal holandés, al “impactar la divisa canadiense” y conllevar con ello “la canibalización del resto de sectores”, asegura. Pero no es éste el único efecto colateral de una alianza estratégica con China.

Y es que está por ver qué consecuencias tendrá el acercamiento de Pekín y Ottawa al otro lado de la frontera, ya que no faltan los observadores que ven el giro estratégico del primer ministro canadiense con preocupación en cuanto a las consecuencias en la relación con Estados Unidos. Es por ello que nadie descarta que, en pleno segundo mandato, Obama opte por autorizar finalmente el oleoducto de 1.700 kilómetros entre Alberta y Texas para satisfacer las refinerías del Golfo de México, y sustituir al oro negro procedente del inestable Oriente Medio. Se crearían además miles de puestos de trabajo en suelo estadounidense, al tiempo que se envía un mensaje político al vecino canadiense, que ahora opta por cortejar al país que hasta hace poco se había convertido en blanco de sus críticas.

 

Artículos relacionados