Encuentro en La Habana: Fidel Castro, escoltado por Hugo Chávez (izquierda), presidente de Venezuela, y Evo Morales, presidente de Bolivia.

Dos de enero de 1959. El mundo se despierta con el triunfo de la Revolución Cubana. La toma de La Habana, la víspera, por un puñado de jóvenes barbudos ocupa las primeras planas de los periódicos. El acontecimiento llena de esperanza a una América Latina plagada de dictaduras. Cuba se convierte en símbolo de la libertad, reemplaza a Moscú como faro de la izquierda internacional y es fuente de inspiración para los movimientos de descolonización en África.

Han pasado 50 años. La antigua Perla del Caribe, la patria de José Martí, es hoy la única dictadura en el continente americano y no logra dar de comer a sus 11 millones de habitantes, sumidos en la precariedad. Mientras los demás pueblos de la región se han liberado de los regímenes autoritarios y han progresado en el campo económico, Cuba se ha convertido en una amarga caricatura de sí misma, aunque para muchos no haya perdido su aura romántica.

Una visita a las hemerotecas permite percibir la euforia que desató la victoria de Fidel Castro. En esa época Miami era fidelista, como se decía entonces, y los cubanos de Florida fueron los primeros en celebrar ruidosamente la caída del general Fulgencio Batista, que logró huir a la República Dominicana acogido por su amigo el dictador Leónidas Trujillo. Muchos de sus seguidores buscaron refugio en Estados Unidos, donde les esperaba la hostilidad de los exiliados. Según los teletipos de las agencias de prensa, los antidisturbios tuvieron que intervenir, el 1 de enero de 1959, para impedir que cientos de cubanos agredieran a funcionarios y familiares de Batista que acababan de llegar al aeropuerto de West Palm Beach, cerca de Miami.

La mayoría de los intelectuales latinoamericanos, comunistas o no, compartían entonces la alegría de los cubanos. Lo recordaba varios años después Mario Vargas Llosa: “Por primera vez pensamos que la revolución era posible en nuestros países. Hasta entonces, había sido para nosotros una idea romántica y remota”. En 1971, Vargas Llosa y varios otros escritores, como Jean-Paul Sartre o Juan Goytisolo, romperían con la Revolución Cubana a raíz del encarcelamiento del poeta Heberto Padilla y de la deriva totalitaria del régimen.

A diferencia de los gobiernos electos democráticamente, que se benefician a lo sumo de un año de gracia para cumplir sus promesas, Castro estuvo a salvo de las críticas de los intelectuales extranjeros durante más de una década. Casi ninguno de ellos denunció –y, sí, muchos las justificaron– las ejecuciones de cientos de colaboradores del antiguo régimen, condenados en juicios sumarísimos donde no se hacía la diferencia entre verdaderos matones y funcionarios sin relevancia. “Seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”, había declarado el lugarteniente argentino de Castro, Ernesto Che Guevara.

Tampoco generó muchas protestas el arresto de uno de los más destacados comandantes del Ejército rebelde, Huber Matos, que había presentado su renuncia a Fidel Castro después de fustigar “la influencia comunista en el Gobierno”. La revolución no había cumplido aún 10 meses cuando Matos fue condenado a 20 años de prisión, que cumpliría hasta el último día. Poco después, empezaría la guerra civil en la Sierra del Escambray, que duró seis años, hasta 1966, y provocó al menos 3.000 muertos, un 50% más que en la lucha contra Batista. Lo que era, según el historiador cubano Rafael Rojas, que aporta argumentos contundentes en este sentido, una “lucha a muerte entre cubanos por dos proyectos de una misma nación” fue presentado por la propaganda de La Habana como una contrarrevolución al servicio de EE UU. Es el mismo argumento que usarían con éxito los sandinistas, 20 años después, para descalificar la rebelión campesina en Nicaragua. En abril de 1961, cuando los anticastristas intentaron un desembarco en Playa Girón, los partidarios de ambos bandos se enfrentaron en las calles de Guatemala y Bogotá, pero los fidelistas fueron los únicos en manifestarse en México, Santiago de Chile o Quito. Y en Costa Rica, unos 150 voluntarios se alistaron para ir a defender la revolución.

Hicieran lo que hicieran sus dirigentes, la gesta cubana merecía ser defendida porque la izquierda latinoamericana, los nacionalistas y hasta la derecha europea –el dictador Franco y su ministro Fraga Iribarne– la percibían como una respuesta a la arrogancia de Washington, que privilegiaba el garrote en sus relaciones con los países al sur del río Bravo y no dudaba en mandar a los marines cuando sus intereses económicos peligraban. Había sed de libertad en todo el continente, especialmente entre las clases medias que empezaban a acceder a la Universidad. Y, sin embargo, esos mismos sectores apoyaban las medidas de represión de Fidel Castro contra las voces discordantes, incluido el confinamiento de miles de opositores, homosexuales o “antisociales” en campos de trabajos forzados.

Cuando aún no controlaba la totalidad de su territorio, Castro empezó a mandar expediciones clandestinas para derrocar gobiernos hostiles. Trujillo, el dictador dominicano, fue el primero en recibir esas atenciones. La invasión, en junio de 1959, terminó con la muerte o la detención de la mayoría de los 200 guerrilleros cubanos y dominicanos. El fracaso no fue suficiente para desanimar a quienes querían exportar la revolución a todo el continente, empezando por el Che, que tenía en mente su propio país, Argentina, pero daría una vuelta por África –con otro fracaso en el Congo– antes de acercarse al Cono Sur a través de Bolivia, donde sería asesinado en 1967.

El hambre se juntó con las ganas de comer: la izquierda latinoamericana soñaba con extender la revolución al resto del continente y Cuba era demasiado pequeña para las ambiciones políticas de Fidel Castro. La Habana se convirtió en un hervidero de delegaciones revolucionarias. Todas querían apoyo material e ideológico para crear focos de guerrilla en Nicaragua, Guatemala, Venezuela, Haití, Brasil, Paraguay o Perú. El jefe de la Dirección General de Inteligencia, Manuel Piñeiro, más conocido como Barbarroja, era el encargado de la logística de esa internacional revolucionaria.

México, ha reconocido el propio Fidel, fue el único país a salvo de la intromisión cubana. La Habana no quería indisponerse con uno de los pocos países que había resistido las presiones de Washington e ignorado el embargo comercial decretado contra la isla. Hay incluso pruebas de la complicidad de Cuba con el Gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) para infiltrarse en las guerrillas mexicanas y facilitar su exterminio.

Antes de regresar a sus países de origen, los becarios de la revolución recibían en Cuba entrenamiento militar y formación política en campamentos secretos. A partir de los testimonios de ex guerrilleros latinoamericanos y de informes publicados por varios servicios de inteligencia, se sabe que había también africanos, palestinos, irlandeses y vascos. ¿De dónde sacaban los cubanos los cuantiosos recursos necesarios para entrenar y armar a esas guerrillas? La mayoría de los fondos venían de secuestros y asaltos bancarios cometidos en Argentina, México, Brasil o, incluso, Estados Unidos, como lo ha contado con muchos detalles un ex agente de la isla, Jorge Masetti en El furor y el delirio.
La entelequia del ‘hombre nuevo’

Mientras Barbarroja se encargaba de la logística, su esposa, la chilena Marta Harnecker, se dedicaba a la parte teórica y lograba convertir en bestsellers sus manuales marxistas en los años 70.


Los papeles están ahora invertidos: Cuba ha perdido toda su capacidad de exportar su modelo socialista y se ha vuelto dependiente de América Latina

El clima político creado por la guerra fría favoreció la aparición de guerrillas en todo el continente. “Los mejores elementos de la intelligentsia latinoamericana [intentaron] causar estragos en sus países”, escribió Jorge Castañeda en La utopía desarmada. Encandilados por la figura heroica del Che, muchos jóvenes, la mayoría estudiantes, ateos o cristianos de base, se lanzaron a la lucha clandestina sin la preparación militar ni los medios adecuados para enfrentarse con las fuerzas de seguridad. Creían, en su ingenuidad, que las masas les iban a apoyar y que la toma del poder por el pueblo era inevitable. Se dejaron llevar por la entelequia del hombre nuevo y se veían como la vanguardia de una sublevación popular que sólo existía en su imaginación. Si un hombre experimentado como el Che se equivocó en su análisis de las “condiciones objetivas” en todos los países donde intentó exportar la revolución, ¿cómo sorprenderse que sus seguidores, menos preparados, cayeran en los mismos errores? “Lo peor de la Revolución Cubana es el daño que ha provocado en América Latina”, dice el editor cubano Pío Serrano, exiliado en Madrid. “Los mejores elementos de toda una generación han muerto al intentar crear focos revolucionarios, que fueron aplastados”.

En su famosa carta a la Conferencia de la Tricontinental, que reunió en abril de 1967 en La Habana a las organizaciones revolucionarias de América Latina, África y Asia, el Che instó a “crear dos, tres… muchos Vietnam”. Muchos siguieron la consigna y todos fracasaron en el intento, menos los sandinistas nicaragüenses, que tomaron el poder en 1979.

Esa victoria dio a Cuba una plataforma extraordinaria para apoyar a las guerrillas en El Salvador, Guatemala y Honduras. Todas tenían santuarios en Nicaragua, de donde salían aviones y barcos cargados de armas soviéticas y cubanas para sus respectivos frentes. Altos mandos cubanos de los servicios de inteligencia y del Ejército, como el general Arnaldo Ochoa, fueron destacados en Managua para manejar la logística y, luego, la lucha contra la guerrilla antisandinista, la Contra, financiada por Washington. Al embajador de La Habana se le llamaba el “décimo comandante” porque asistía a las reuniones de los nueve comandantes de la dirección nacional sandinista. Los cubanos se habían apoderado de Nicaragua, pero no pudieron evitar que los sandinistas perdieran las elecciones en febrero de 1990, apenas tres meses después de la caída del muro de Berlín.

La de Nicaragua sería la última derrota de La Habana en sus intentos de exportar la revolución por las armas. En el caso de Chile, donde la izquierda había llegado al poder por la vía electoral en 1971, la injerencia descarada de Fidel Castro para acelerar el proceso revolucionario contribuyó al fracaso y a la muerte de Salvador Allende.

El derrumbe de la Unión Soviética en 1991 cambia todo. Durante diez años, el régimen cubano tiene que hacer frente a la pérdida de los enormes subsidios que Moscú le entregaba a cambio de su alianza contra Washington. La población sobrevive con dificultad y la desnutrición provoca epidemias insólitas, como la neuritis óptica.

La tabla de salvación llegaría en 1999 con la victoria electoral de Hugo Chávez, gran admirador de Fidel Castro. A cambio del petróleo venezolano y de ayudas de todo tipo, Cuba manda a Caracas unos 30.000 médicos y enfermeras. Hace lo mismo con Bolivia, donde otro de los discípulos de Castro, Evo Morales, ha llegado al poder en 2006. Paga Venezuela.

Los papeles están ahora invertidos: Cuba ha perdido toda capacidad de exportar su modelo socialista y se ha vuelto dependiente de América Latina, donde la economía de mercado se ha generalizado. Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay y algunos otros países donde La Habana apoyó movimientos de guerrilla tienen hoy gobiernos de izquierda elegidos en las urnas. Aunque no le deben su victoria a Fidel Castro, las izquierdas latinoamericanas mantienen una relación sentimental con la antigua capital de la revolución y exigen a sus líderes que actúen para evitar su colapso. Chávez se vuelca para propiciar el statu quo y presentarse como el heredero de Fidel. Otros, como el brasileño Lula da Silva, apuestan por el cambio con Raúl, sin decirlo públicamente, e impulsan la vía de la inversión productiva para facilitar una transición pacífica.

La genialidad de Castro, que desde su lecho de enfermo sigue moviendo los hilos, ha consistido en mandar médicos donde antes enviaba guerrilleros. Se ha granjeado así el reconocimiento de miles de campesinos bolivianos, guatemaltecos o venezolanos que no tenían acceso a los servicios de salud. Todos ellos están convencidos de que Cuba es un paraíso terrenal y alaban la generosidad de la revolución. Lo que no saben es que La Habana no tiene recursos para atender a su propia población y que esa revolución tan admirada está en sus últimos estertores.