Cincuenta años después de publicarse, Stock de coque, una de las aventuras más famosas de Tintín, sigue vetada en el mundo islámico. La misma suerte ha corrido Metro, el primer cómic político egipcio, obra de Magdy Shafee. La censura amordaza a unas sociedades descontentas.   

En 1958, Hergé, padre de Tintín, sacó a la luz uno de los álbumes más celebrados de las aventuras del arriscado periodista. Bajo el título Stock de coque, el dibujante belga trenzó una historia de plena actualidad, en la que, a través de todos sus personajes secundarios anteriores, imbricaba un golpe de Estado en un país árabe imaginario con una trama de venta de armas y tráfico de esclavos en las costas de África Oriental y la península Arábiga. Era la cuarta inmersión de Hergé en el complejo mundo árabe-islámico, tras Los cigarros del faraón, El cangrejo de las pinzas de oro y Tintín en el país del oro negro. Pero, al contrario que en las tres ocasiones previas, el periodista se topó con la incomprensión de una sociedad acomplejada. Sólo aquellos arabófonos que conozcan alguna de las casi cuarenta lenguas a las que ha sido traducida la historieta pueden dar cuenta de las intrigas del jeque Bab el Ehr en los desiertos de Khemed.Medio siglo después, el álbum sigue vetado en tierras mahometanas, y resulta misión imposible adquirirlo en lengua arábiga.

Similar incomprensión atormenta desde hace varios meses al dibujante egipcio Magdy Shafee, autor de la primera novela gráfica para adultos publicada en el país que alumbró el que, según él mismo dice, es “el primer cómic” de la historia: la escritura jeroglífica. Shafee, farmacéutico de profesión y dibujante vocacional, dedicó dos años de su vida a plasmar en viñetas todos los males que afligen a la sociedad que le rodea. El resultado, un fascinante álbum en tapa dura aparecido en 2008 con el título de Metro, en el que se desgrana la frustración vital de un joven egipcio de clase media que, desesperado por un revés financiero, planea con un amigo, que después le traiciona, el asalto a un banco. La modesta tirada –unos 300 ejemplares– apenas aguantó unas semanas en las estanterías de quioscos y librerías. Ahora, como el álbum de Hergé, pena en las lóbregas mazmorras de la intransigencia. Ha sido confiscado por la policía, que también arrambló con las pruebas y los originales archivados en la editorial Malameh, propiedad de un conocido activista de la oposición laica al régimen dictatorial de la familia Mubarak. “Algo pudimos salvar”, confiesa risueño Shafee, quien espera con pasmosa tranquilidad el juicio por ofensas contra la religión y el Estado. Le resta conocer cuál será su naturaleza. Si la fiscalía considera finalmente que su innovadora novela atenta “contra la seguridad del Estado”, podría hacer frente a un juicio militar bajo la Ley de Emergencia que desde 1981 impera y coacciona las libertades en Egipto. Pero no se resigna. “En un principio, me sorprendió mucho. Esperaba la crítica de los sectores cultos, pero nunca imaginé que fuera a ser confiscada. Me sentí muy mal, decepcionado, pero voy a seguir dibujando. La censura es un problema que está ahí, y hay que combatirlo. Tengo nuevos proyectos y espero poder traducir Metro a otros idiomas”, agrega Al Shafee, quien se confiesa devoto de Hugo Pratt, Daniel Claus y Jaime Kargan.

Separadas por 50 años de inmovilismo y cerrazón en las sociedades islámicas –y con estilos contrapuestos–, las obras de Hergé y Magdy Shafee padecen de una misma enfermedad: la censura, una plaga inoculada desde el poder que ha impedido crecer al mundo islámico a través de la razón y la crítica, y que en estos tiempos de crisis, iniciado el siglo XXI, todavía aprisiona a intelectuales, periodistas, activistas y artistas. Ambos escrutaron la actualidad de su tiempo para denunciar, en un nuevo lenguaje, situaciones y actitudes que consideraban injustas. Felip Godin, biógrafo del dibujante belga, asegura que Hergé, quien en diversos foros ha sido tachado de racista prejuicioso, concibió parte del argumento de Stock de coque tras leer un artículo sobre la esclavitud en las costas de África Occidental. El texto versaba sobre una vergonzante realidad que el mundo islámico ha obviado con terquedad y aún se niega a admitir: que los negreros árabes, señores del tráfico de personas en aguas del mar de Arabia y en los desiertos del norte de África, desde el establecimiento del sultanato de Omán en el siglo XVII hasta la ocupación colonial de la región 300 años después, utilizaban la peregrinación a La Meca, uno de los cinco pilares del islam, para engañar a las tribus conversas y comerciar con ellas. Los musulmanes africanos eran embarcados con la falsa promesa de un viaje a la sagrada Kaaba, principal santuario islámico, del que nunca regresaban. Una verdad incómoda descubierta por el intrépido Tintín que los gobiernos árabes de la época no estaban dispuestos a admitir. En Los cigarros del faraón, escrita en 1934 con el título Tintín en Oriente, el periodista viaja a Egipto, Arabia Saudí e India, y logra desmantelar una banda de traficantes de opio. En El cangrejo de las pinzas de oro (1941), Tintín también persigue la huella del opio en el Marruecos del protectorado francés. Mientras que en El país del oro negro será un complot urdido en torno al petróleo el que multiplique la fama del joven periodista de investigación. Ninguno de ellos supuso objeto de preocupación para los regímenes árabes, pese a la estereotipada visión de sus sociedades que ofrece el dibujante belga. Sin embargo, amedrentadas por los gobernantes de la región, ni la editorial libanesa Dar al Maarif ni su homóloga egipcia, que han traducido al árabe el resto de las aventuras del reportero más famoso del planeta, ofrecieron a su público Stock de coque.

La censura es, desde que arrancara el siglo XIX, un instrumento de coacción consustancial a los gobiernos árabes e islámicos. Todos la han aplicado –y aún lo hacen– con perseverancia y devoción. Ningún sector de la sociedad se salva. Política, pensamiento, religión y en especial el arte, en todas sus manifestaciones. Ni siquiera los grandes creadores se han librado. Naguib Mahfuz vio cómo era vetada una de sus novelas más importantes, Hijos de nuestro barrio. La misma suerte corrió su compatriota Taha Husein, quizá uno de los mejores narradores que ha dado la literatura árabe. Como subraya el arabista español Pedro Buendía, la “triste y famosa declaración” del Frente Islámico de Salvación argelino (FIS) de 1995 –aquéllos que nos combaten con la pluma serán combatidos con las armas– “ha conocido todo tipo de grados y variantes en el mundo árabe” a partir de que, en la segunda mitad del siglo XIX, un movimiento bautizado como Nahda tratara de sacar de la parálisis a un islam varado desde que un grupo de filósofos y teólogos suníes inventaran el integrismo y demonizaran el razonamiento 600 años antes. La paradoja es que, pese a lo que tradicionalmente se piensa, han sido las propias sociedades islámicas las que han proporcionado a los regímenes las herramientas de represión intelectual más efectivas. Desde su creación a lo largo del siglo XX, los Estados árabes modernos aplican un cuerpo jurídico sincrético, que mezcla códigos del derecho europeo heredados de las potencias coloniales con artículos y costumbres de la sharia (ley islámica). Sólo en Arabia Saudí, Sudán e Irán se aplica la versión estricta –e interesada– de la citada ley islámica, hija de una interpretación retrógrada de la judicatura que triunfó en el Medioevo. Una de sus armas principales es el concepto de fetua, término que hace referencia a la potestad que tiene un muftí o jurisconsulto para emitir un dictamen sobre cuestiones particulares de la fe. Pese a que durante un tiempo estos decretos cayeron en desuso –excepto para los códigos de familia–, en la actualidad constituyen el principal instrumento de presión que los clérigos –cercanos o no al poder– utilizan para silenciar voces críticas que defienden las libertades de expresión y opinión. Una fetua emitida por el gran ayatolá Jomeini condenó a muerte al escritor Salman Rushdie por su obra Versos satánicos. Un dictamen similar, instigado a través de la Universidad cairota de Al Azhar –máxima institución académica suní–, declaró apóstata en 1994 al profesor Naser abu Said, quien fue expulsado de la Universidad de El Cairo, obligado a divorciarse de su mujer y a huir de Egipto amenazado de muerte por haber sugerido que el Corán podía y debía ser interpretado como cualquier otro texto, sujeto a las leyes de la filología y la crítica. Las fetuas también se han convertido en lanzas de adoctrinamiento desde que, a finales de la década de los 80, grupos violentos como Al Qaeda descubrieran su valor para legitimar sus prácticas heréticas.

Junto a la fetua, una segunda herramienta legal nacida de la propia sociedad –y quizá más dañina– ha sido hábilmente manejada por los regímenes totalitarios árabes –dictatoriales o teocráticos– para reprimir las libertades personales. La hisba es un procedimiento que permite a un particular denunciar a cualquier ciudadano por incumplimiento u ofensa contra la sharia. Su base legal se sustenta en el principio islámico conocido bajo el epígrafe “ordenar lo correcto y proscribir lo censurable”, que emana de la tercera sura del Corán, aleya 104, y de un hadiz atribuido al profeta Mahoma en el que éste indica a los creyentes que deben corregir el mal, primero con la mano, y, si no es posible, con la lengua, y después con el corazón. El derecho a “ordenar lo correcto y proscribir lo censurable” está incorporado tanto en la Declaración de los Derechos Humanos en el islam (1990) como en la Declaración Islámica Universal de los Derechos Humanos (Consejo Islámico de Europa, 1981), lo que en la práctica, y como señalan Pedro Buendía y otros islamólogos, lesiona gravemente el derecho privado e individual de los seguidores de Mahoma. En la actualidad es una práctica frecuente. Un proceso de hisba emprendido por un grupo de abogados arruinó la vida de Naser abu Said. Por el mismo procedimiento, un agente de policía denunció la novela gráfica Metro, escandalizado por el “mal ejemplo” que, en su opinión, proporcionaba a los jóvenes por su profusa utilización de tacos y lenguaje arrabalero. “En realidad, lo que se oculta es una gran hipocresía política. En la denuncia consta que la obra está llena de palabras malsonantes y groserías. Pero estoy seguro de que lo hizo para pelotear a su jefe y apuntarse un tanto, al saber que tras la publicación estaba Mohamed Desoki, dueño de Malameh y activista del movimiento (opositor) Kifaya”, explica Shafee.

La paradoja es que, contra lo que se piensa, son las sociedades islámicas las que han proporcionado las herramientas de represión más efectivas  

La censura experimentó un enorme auge en el mundo árabe durante la década de los 50, fecha en la que aparece el todavía vetado álbum de Hergé. Necesitados de legitimidad, los gobiernos golpistas de Gamal Abdel Nasser y otros dictadores militares buscaron el cobijo de la religión. Fue un matrimonio de conveniencia. Asustados por el terremoto secular desatado en Turquía por Mustafá Kemal, Atatürk, los clérigos desconfiaban de todo aquello que sonara a modernidad. Nasser y su sucesor, Anuar al Sadat, flirtearon con los Hermanos Musulmanes hasta que la creciente influencia de éstos supuso una amenaza para el propio establishment. En Pakistán, el general Zia ul Haq se rodeó de grupos radicales. Y Hafez al Asad pidió a los religiosos que bendijeran, a través de una fetua, que su estirpe alauí tenía tanto pedigrí musulmán como el resto de las que componen Siria. Egipto, Argelia y Marruecos son los Estados más afectados. En el país de los faraones, una burda cortina con trazos de falaz democracia ha ocultado, con la anuencia de Occidente, el hostigamiento a la libertad de expresión durante el régimen totalitario del presidente Hosni Mubarak. Además de Naser abu Said, han sufrido los rigores de la persecución novelistas como Nawal Saadawi, periodistas como Ibrahim Eissa, e incluso el cómico Said Saleh, juzgado y encarcelado por ofensas a los tres militares que, en el último medio siglo, han gobernado en Egipto. En Marruecos es notorio el caso, entre otros, del periodista Alí Lambert, y en  Argelia el escritor Rachid Boujedra aún debe parapetarse tras identidades ficticias.

Las teocracias de Arabia Saudí e Irán se comportan igual, aunque de forma abierta y notoria. En Irán, el régimen de los ayatolás ha enmudecido casi todas las voces, en muchas ocasiones de forma expeditiva, como en el caso de los poetas Said Soltanpour y Rahman Hatefi, que fueron torturados y fusilados. Caricaturistas e ilustradores de prensa han sido blanco recurrente. El dibujante palestino Nayi al Alí fue tiroteado en 1987 en Londres tras satirizar al entonces líder Yaser Arafat. En Turquía, una turba de islamistas segó la vida del irónico Asaf Kocak. El iraní Monouchehr Karimzadeh probó el sabor amargo del látigo en Irán por una serie de ilustraciones. En Argelia, Alí Dilem, caricaturista del diario Liberté, vive desde el pasado mayo bajo amenaza de encarcelamiento. “El problema ya no es sólo nuestro. Los intransigentes están extendiendo su tentáculos y exportando su acción hacia Occidente”, explica un conocido ilustrador egipcio en referencia a la polémica suscitada por las viñetas protagonizadas por Mahoma en una publicación danesa. “A muchos gobiernos les interesa este tipo de enfrentamiento para tapar así la realidad de sus Estados, donde la represión está saliendo a la luz poco a poco, y proseguir con sus prácticas”, agrega el artista, que prefiere no ser identificado.

El código de censura para las televisiones árabes por satélite adoptado por el consejo de ministros de Información de la Liga Árabe en marzo de 2008 es prueba de ello. La nueva regulación, bautizada “Principios y líneas sugeridas para la organización de los canales por satélite del mundo árabe”, es hija de un acuerdo firmado en 1976 por Arabia Saudí, Kuwait, Siria, Egipto, Líbano y la OLP en el que se proscribía toda crítica “que pretende dañar la relaciones entre los Estados árabes o entre sus líderes”. “Existe una necesidad de apoyo desde el exterior. Una defensa verdadera de las libertades a través de la condena de regímenes que sólo en apariencia son democráticos”, señala Shafee, quien cree que, con la emigración, el fenómeno de la libertad de prensa ha traspasado las fronteras y se libra también en los países occidentales. Una opinión compartida por otros muchos intelectuales y artistas árabes y musulmanes. Aquéllos que no pueden alzar la voz en sus países de origen, como la libanesa Zaina Abirached, autora de Mourir, partir, revenir, le jeu des hirondelles, o la iraní Satrapi, conocida por su impactante novela gráfica Persépolis, han tenido que refugiarse en el mundo editorial de otros países para poder proyectar las críticas a sus propias sociedades. “Yo también busco una traducción a otras lenguas. No es cuestión de fama, sino que a veces es la única forma de quebrar las barreras que intentan atenazarnos”, asegura Shafee. “Es parte del intercambio cultural. Una ayuda mutua. Los símbolos tienen fuerza. Aunque Stock de coque peque de estereotipado, su aparición en árabe, 50 años después del purgatorio, tendría un efecto poderoso”, concluye un conocido editor.

 

¿Algo más?
Sobre Hergé y el mundo de Tintín se han escrito numerosos libros. Algunos con temas tan variados como los aviones o los diferentes automóviles que el intrépido reportero ha usado a lo largo de sus 100 años de aventuras. Incluso existen monográficos sobre los secundarios más representativos y biografías sobre la atribulada vida de Georges Prosper Remi, verdadero nombre del autor. Sin embargo, la manera más recomendable de introducirse en su universo es, quizá, el libro El arte de Hergé, creador de Tintín, de Philippe Goddin (Ed. Zendrera Zaiquiey, Barcelona, 2008). En la página oficial de la Editorial Juventud (www.editorialjuventud.es), editora de los álbumes de Tintín en español, hay un buen resumen de Stock de coque, mientras que en la página oficial del reportero (www.tintin. com) iniciados y fans pueden hallar todo el material que necesiten.

Sobre la censura en el mundo árabe, resulta fundamental la obra Censorship in Islamic Societies, de Trevor Mostyn (Saqi Books, Londres, 2002). En castellano, es ilustrativo el artículo del arabista Pedro Buendía ‘Censura y represión en el mundo árabe’ (Cuadernos de Pensamiento Político, abril de 2006). Magdy al Shafee vuelca su ensoñación gráfica en www.magdycomics.com, que ha sido bloqueada desde que la novela gráfica fue censurada.