El Quijote no sólo fue, hace 400 años, un libro
innovador desde el punto
de vista literario, sino que Cervantes también se adelantó a
su época en su defensa de la tolerancia y la multiculturalidad. Frente
a lecturas tradicionalistas, la obra del genio de las letras renace como el
mejor antídoto contra el choque de
civilizaciones de Samuel Huntington.

La celebración del tercer centenario del Quijote, en 1905, consagró una
lectura nacionalista de la obra que contribuiría a dejar en la penumbra,
entre otros múltiples aspectos, la aproximación de Cervantes
al islam. Aunque la tendencia más constante entre los escritores españoles
que, como Unamuno o Maeztu, respaldaron aquella conmemoración fue la
de menospreciar al autor de la novela frente a sus propias criaturas (la de
declararse quijotistas antes que cervantistas), no resulta raro encontrar en
sus trabajos alguna referencia encomiástica a la participación
de Cervantes en la batalla de Lepanto (1571) y al hecho de haber perdido la
mano izquierda en el curso del combate contra los turcos.

Junto a estos someros datos biográficos, citados de pasada y casi siempre
para avalar la condición de España como baluarte de la cristiandad,
alguna mención a su cautiverio de cinco años en Argel (en aquel
momento parte del Imperio Otomano), apresado por corsarios berberiscos, cerraría
el breve capítulo dedicado al autor en la fecha en la que se cumplían
300 años de la aparición, no propiamente de la más universal
de sus obras, sino tan sólo de su primera parte.

Investigaciones y estudios posteriores, en particular los emprendidos por
Américo Castro con la publicación de El
pensamiento de Cervantes
,
en 1925, vinieron a poner de manifiesto que la relación del autor del
Quijote con el islam y la consecuente reflexión sobre el problema religioso,
dentro y fuera de España, constituían un material sustantivo
de su creación artística. Castro, en efecto, destacó la
filiación erasmista de Cervantes, presente tanto en el fondo como en
la ejecución formal de la novela. Al igual que el autor del Elogio
de la locura
, Cervantes se refiere con ironía a los ritos eclesiásticos
que han llegado a ocupar el lugar de la fe a la hora de juzgar la religiosidad,
y no duda en realizar permanentes guiños al lector sobre la materia.

Reconstruyendo el contexto histórico en el que apareció el El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
, y evocando la impresión
que determinados episodios y la manera de tratarlos suscitarían en el ánimo
de quienes -contemporáneos de Cervantes- se reunían
para escuchar las extravagantes aventuras de un hidalgo enloquecido y su escudero,
resulta difícil imaginar que pudiera pasar desapercibida la audacia
con la que el autor bordea el precipicio al enumerar lo que Don Quijote come
en los días santos de los tres credos conocidos en la Península.
O la carga de irreverente ironía de la que hace muestra al comparar
un cambio de albarda entre dos mulos con la mutatio caparum, rito en el que
los sacerdotes mudaban sus hábitos talares durante la celebración
de la misa. O la implícita mención a la compra y venta de genealogías,
del estatuto de limpieza de sangre, que incluye una significativa observación
acerca de un personaje accidental, del que se dice que era "cristiano
viejo muy antiguo". O tantas otras frases y comentarios que, como al
descuido, siembran la totalidad del texto.

UNA REALIDAD COMPLEJA
Por lo que se refiere a la ejecución de la novela, una interpretación
banal de las posiciones de Américo Castro, quien se exiliaría
en Estados Unidos tras la Guerra Civil española, ha llevado a creer
que la influencia formal de Erasmo de Rotterdam se dejaría notar, sobre
todo, en el hecho de que Cervantes hiciera perder el juicio a su protagonista,
como si pretendiese colocarlo en la estela del Elogio. La impunidad del loco
frente al poder es una estrategia documentada desde los tiempos clásicos,
de la que se vale el teólogo y de la que se valdrá también
Cervantes.

Pero la novedad formal que aporta el humanista neerlandés, y que retomará el
novelista, y con él toda una saga de escritores europeos, es la reivindicación
de la estética del sileno, esto es, una suerte de estuche que representaba
una figurilla monstruosa y en cuyo interior se disimulaba un objeto de valor.
Frente a las obras ideadas según los taxativos requerimientos de un
género preciso, ya fuese la novela de caballería, la morisca
o la pastoril, la imitación del arte del sileno permitía optar
por un texto proteico, ajeno a cualquier norma de composición. Erasmo
publicará una colección de fábulas morales, los Silenos
de Alcibíades
, que obedecen a este propósito de transgresión
de las pautas de género consagradas. Inspirándose en su estética,
François Rabelais concebirá, por su parte, ese prodigio de libertad
narrativa que es Gargantúa y Pantagruel. Y siempre como parte de la
misma tradición, Cervantes ideará el libro de libros que es el
Quijote, por el que hará transitar y quedar en entredicho la mayor parte
de las convenciones y de los hábitos literarios de la época.

Lejos de tratarse de una mera opción estética, de una simple
preferencia entre técnicas narrativas a disposición del escritor,
la ruptura y transgresión de los géneros conllevaba entonces,
y tal vez siga conllevando ahora, una crucial consecuencia ideológica,
y es que permitía reflejar en la obra literaria la naturaleza abigarrada
y multiforme de la realidad, contraponiéndola a la abstracta estilización
exigida por los moldes novelísticos consagrados por la tradición
o el gusto público. Don Quijote es, en efecto, un caballero andante,
pero, a diferencia del arquetipo, no sólo debe atender a las altas misiones
exigidas por su vocación, sino también a necesidades básicas
como comer cuando aprieta el hambre, dormir bajo techo al llegar la noche,
arrostrar las rudezas derivadas del impago de facturas o, incluso, alejarse
del hedor que desprende su escudero tras el episodio de los batanes, cuando
el miedo le jugó a su vientre una mala pasada.

Siempre coherente con este propósito de mostrar el contraste entre
la realidad y su reseca idealización literaria, con esta voluntad de
contrapunto, Cervantes hará desfilar por las páginas del Quijote una interminable galería de personajes que, al cabo, acabarán
alumbrando la atmósfera de problemática verdad que destila la
novela. Cautivos y esclavos que, al ser manumitidos por lo avanzado de su edad,
resultan encadenados a una privación mayor y sin remedio; doncellas
que no entienden por qué han de sufrir fama de crueles o altivas por
no corresponder al amor de quienes ellas no aman; gitanas que son honradas
y discretas o, en fin, familias de moriscos en las que unos miembros son cristianos
sinceros y otros, en cambio, mantienen el apego a su antigua religión.

PARODIA DEL FANATISMO
Penetrar en la prodigiosa modernidad de la mirada cervantina exige tener presente
que, como ahora, estaban fraguando en su tiempo unas ideas, unas prescripciones
que, por un lado, conducían a un enfrentamiento inexorable con el
turco y, por el otro, a la consolidación de sociedades inquisitoriales,
en las que el diferente era convertido en extranjero. Y también como
ahora, esta deriva, que provocaba inestabilidad entre imperios y que asfixiaba
la libertad de los individuos atrapados en ellos, procedía de un insensato
sobrentendido, como era el de creer que las decisiones de gobierno no debían
estar guiadas por la defensa de intereses concretos, entre los que el respeto
a la vida humana habría de ser el primero y más indiscutible,
sino por la necesidad de afirmar la superioridad de la propia causa.

Con instrumentos conceptuales
como la raza, la clase o la civilización se lleva a cabo una estilización
de la realidad que reduce la imagen del mundo y de los seres humanos
a un esquema o caricatura

En su altar era preciso sacrificarlo todo, y a ese horizonte apunta el escalofriante
lamento de Felipe II ante la propagación de las ideas reformistas, cuando
se dice dispuesto a aceptar la destrucción de sus reinos "antes
que ser señor de herejes". Desde luego, cabría interpretar
los episodios del Quijote según la clave nacionalista que utilizaron
los autores españoles del tercer centenario y creer que Cervantes carece
de intención precisa cuando hace que el morisco Ricote elogie la libertad
de conciencia con la que se vive en otros países de Europa. Pero cabe
además la interpretación opuesta, en especial cuando se observa
que Cervantes no fue autor de una única obra, sino de un poderoso universo
literario en el que elabora y reelabora la totalidad de su experiencia, incluido
el cautiverio en Argel, para descifrar el mundo en que vivió.

Desde esta perspectiva, la alusión de Ricote a la libertad de conciencia,
al igual que otras múltiples insinuaciones a lo largo de la novela,
vienen a subrayar el convencimiento, a la vez erasmista y cervantino, de que
cualquier alternativa en la que, como había hecho Felipe II, el poder
contemple la destrucción en uno de sus extremos no es, en realidad,
una alternativa, sino una afirmación indirecta de la superioridad de
la propia causa. Una causa que, por lo demás, puede revestir los ropajes
más variados, y no sólo el de las controversias teológicas
que ensangrentaron Europa y el Mediterráneo durante los siglos XVI y
XVII, con motivo de las guerras de religión y del simultáneo
conflicto contra el turco.

La naturaleza fanática de la fe que Don Quijote profesaba en el ideal
de la caballería andante, parodia o trasunto de otras creencias más
mortíferas de su tiempo, no es así distinta de la que mantuvieron
los colonizadores en las virtudes de la ciencia como expresión de una
civilización superior, en cuyo nombre se sacrificó a miles de
africanos.

Ni tampoco era diferente de la fe que enarbolaban quienes imaginaron que una
raza o una clase podían encarnar, por su misma condición, por
su simple existencia, los ideales de emancipación y de progreso, promoviendo
en consecuencia el exterminio de sus propios compatriotas.

En realidad, tampoco se trataba de una fe alejada de la que hoy exige considerar
Occidente y sus valores como un don irrepetible que la historia ha concedido
a algunos pueblos, colocándolos por encima de los demás. La pretensión
de propagar ese don sin reparar en sacrificios ni sufrimientos, de transformarlo
en un fin de tal naturaleza que nunca podrá resultar mancillado por
los medios, lo irá convirtiendo en lo que ya habría empezado
a ser: un ídolo sediento de sangre que, al cabo, obligará a repetir,
puesto convenientemente al día, el escalofriante lamento de Felipe II.

Abordado el Quijote desde esta clave, la conclusión se impone por sí misma:
quizá se deba a Cervantes uno de los más bellos y concluyentes
alegatos contra ese género de construcciones ideológicas que
imaginan haber hallado el primer motor del comportamiento humano y de la historia,
el argumento definitivo que explicaría la totalidad del pasado o que
determinaría hasta los mínimos detalles del porvenir. Si la lectura
nacionalista auspiciada por el tercer centenario dejó en la penumbra
la aproximación de Cervantes al islam, la del cuarto no debería
alentar una interpretación que, sin ser nacionalista, provoque sin embargo
una tiniebla tanto o más impenetrable, en la que se puedan escuchar,
como ya se han escuchado, apresuradas afirmaciones acerca del valor de la lectura
y de que el simple hecho de leer un libro, cualquier libro, hace más
libres a los hombres.

¿También Mein Kampf o el Manifiesto
comunista
? ¿También
esos trabajos que, tras el final de la guerra fría, retomaron la más
fatídica cantinela de los anteriores, que era la de augurar un futuro
de inevitable conflicto, limitándose, acto seguido, a suministrar los
instrumentos conceptuales -ahora ya no la raza, ya no la clase, pero
sí la civilización- para que se desencadene? En cada uno
de estos libros, en cada una de estas obras de género, se lleva a cabo
una estilización de la realidad que reduce la imagen del mundo y de
los seres humanos a un esquema o caricatura, que dice más de los autores
que de la materia que pretenden reflejar.

Cervantes, por su parte, propone en el Quijote el trayecto inverso, concentrando
la atención sobre la naturaleza abigarrada y multiforme de cuanto ofrecen
los sentidos y recordando, con sabia socarronería, que cada caracterización
del mundo o de los seres humanos es exactamente eso, una caracterización,
a la que cabe oponer infinitas alternativas. Alternativas, sin duda, como las
que sugieren contemplar el problema morisco desde la libertad de conciencia.

Pero también como las que inspiran la conducta de un hidalgo enloquecido
de La Mancha, obstinado en ver implacables enemigos en unos molinos de viento.
Esto es, en unos objetos tan ajenos a su delirio como siempre lo estuvieron
respecto de otros delirios no menos notables, tantos y tantos individuos a
los que se ha venido tomando por integrantes de razas inferiores, de clases
superadas por la historia o, según sostendría Samuel Huntington -autor
de una saga de tanto éxito como la de Belianises, Felixmartes y Olivantes-,
de civilizaciones inexorablemente condenadas a chocar.

¿Algo más?
Para quienes están a punto de embarcarse
de nuevo o por primera vez en la lectura de El ingenioso
hidalgo Don Quijote de La Mancha
, es esencial la reciente edición dirigida por el académico
Francisco Rico: Don Quijote de La Mancha,
Edición del IV
Centenario
(Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua
Española, Alfaguara, Madrid, 2004), que pretende ser la definitiva
y ha supuesto 10 años de trabajo.Son innumerables los estudios críticos sobre el Quijote. Entre
los más interesantes destacamos los de Américo Castro,
Martín Riquer y Daniel Eisenberg. De Américo Castro recomendamos
El pensamiento de Cervantes y otros estudios cervantinos (obra reunida),
editado por José Miranda (Trotta, Madrid, 2002). De Martín
Riquer, Aproximación al ‘Quijote’ (Teide, Barcelona,
1993), y de Daniel Eisenberg, Cervantes y Don Quijote (Montesinos, Barcelona,
1993), disponible online en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/02449452090811053754491/index.htm).
Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno (última edición:
Alianza, Madrid, 2004), Idearium español, de Ángel Ganivet
(última edición: Diputación de Granada, 2003) y
Don Quijote, don Juan y la Celestina, de Maeztu (última edición:
Visor Libros, Madrid, 2004). Para más información, consulte
la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).José María Ridao, licenciado en Filología Árabe
y Derecho, diplomático, ensayista y novelista, ha publicado recientemente
La paz sin excusa: sobre la legitimación
de la violencia
(Tusquets
Editores, Barcelona, 2004), en el que analiza los discursos de la violencia
y la construcción del enemigo y la frontera. En Weimar
entre nosotros
(Círculo de Lectores/Galaxia
Gutenberg, Barcelona, 2004) reflexiona sobre la cacareada incompatibilidad
de los valores de Occidente y el islam, entre la democracia y determinadas
culturas, frente a la tesis que Samuel Huntington expone en El
choque de civilizaciones y la reconfiguración
del Orden Mundial
(Paidós, Barcelona, 1997). En
la misma línea,
el politólogo estadounidense publicó años después ¿Quién
somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense
(Paidós,
Barcelona, 2004). Consulte también el artículo ‘El
reto hispano a EE UU’, de Huntington, en FP
EDICIÓN ESPAÑOLA
(abril/mayo, 2004).

El Quijote no sólo fue, hace 400 años, un libro
innovador desde el punto
de vista literario, sino que Cervantes también se adelantó a
su época en su defensa de la tolerancia y la multiculturalidad. Frente
a lecturas tradicionalistas, la obra del genio de las letras renace como el
mejor antídoto contra el choque de
civilizaciones de Samuel Huntington.
José María
Ridao

La celebración del tercer centenario del Quijote, en 1905, consagró una
lectura nacionalista de la obra que contribuiría a dejar en la penumbra,
entre otros múltiples aspectos, la aproximación de Cervantes
al islam. Aunque la tendencia más constante entre los escritores españoles
que, como Unamuno o Maeztu, respaldaron aquella conmemoración fue la
de menospreciar al autor de la novela frente a sus propias criaturas (la de
declararse quijotistas antes que cervantistas), no resulta raro encontrar en
sus trabajos alguna referencia encomiástica a la participación
de Cervantes en la batalla de Lepanto (1571) y al hecho de haber perdido la
mano izquierda en el curso del combate contra los turcos.

Junto a estos someros datos biográficos, citados de pasada y casi siempre
para avalar la condición de España como baluarte de la cristiandad,
alguna mención a su cautiverio de cinco años en Argel (en aquel
momento parte del Imperio Otomano), apresado por corsarios berberiscos, cerraría
el breve capítulo dedicado al autor en la fecha en la que se cumplían
300 años de la aparición, no propiamente de la más universal
de sus obras, sino tan sólo de su primera parte.

Investigaciones y estudios posteriores, en particular los emprendidos por
Américo Castro con la publicación de El
pensamiento de Cervantes
,
en 1925, vinieron a poner de manifiesto que la relación del autor del
Quijote con el islam y la consecuente reflexión sobre el problema religioso,
dentro y fuera de España, constituían un material sustantivo
de su creación artística. Castro, en efecto, destacó la
filiación erasmista de Cervantes, presente tanto en el fondo como en
la ejecución formal de la novela. Al igual que el autor del Elogio
de la locura
, Cervantes se refiere con ironía a los ritos eclesiásticos
que han llegado a ocupar el lugar de la fe a la hora de juzgar la religiosidad,
y no duda en realizar permanentes guiños al lector sobre la materia.

Reconstruyendo el contexto histórico en el que apareció el El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
, y evocando la impresión
que determinados episodios y la manera de tratarlos suscitarían en el ánimo
de quienes -contemporáneos de Cervantes- se reunían
para escuchar las extravagantes aventuras de un hidalgo enloquecido y su escudero,
resulta difícil imaginar que pudiera pasar desapercibida la audacia
con la que el autor bordea el precipicio al enumerar lo que Don Quijote come
en los días santos de los tres credos conocidos en la Península.
O la carga de irreverente ironía de la que hace muestra al comparar
un cambio de albarda entre dos mulos con la mutatio caparum, rito en el que
los sacerdotes mudaban sus hábitos talares durante la celebración
de la misa. O la implícita mención a la compra y venta de genealogías,
del estatuto de limpieza de sangre, que incluye una significativa observación
acerca de un personaje accidental, del que se dice que era "cristiano
viejo muy antiguo". O tantas otras frases y comentarios que, como al
descuido, siembran la totalidad del texto.

UNA REALIDAD COMPLEJA
Por lo que se refiere a la ejecución de la novela, una interpretación
banal de las posiciones de Américo Castro, quien se exiliaría
en Estados Unidos tras la Guerra Civil española, ha llevado a creer
que la influencia formal de Erasmo de Rotterdam se dejaría notar, sobre
todo, en el hecho de que Cervantes hiciera perder el juicio a su protagonista,
como si pretendiese colocarlo en la estela del Elogio. La impunidad del loco
frente al poder es una estrategia documentada desde los tiempos clásicos,
de la que se vale el teólogo y de la que se valdrá también
Cervantes.

Pero la novedad formal que aporta el humanista neerlandés, y que retomará el
novelista, y con él toda una saga de escritores europeos, es la reivindicación
de la estética del sileno, esto es, una suerte de estuche que representaba
una figurilla monstruosa y en cuyo interior se disimulaba un objeto de valor.
Frente a las obras ideadas según los taxativos requerimientos de un
género preciso, ya fuese la novela de caballería, la morisca
o la pastoril, la imitación del arte del sileno permitía optar
por un texto proteico, ajeno a cualquier norma de composición. Erasmo
publicará una colección de fábulas morales, los Silenos
de Alcibíades
, que obedecen a este propósito de transgresión
de las pautas de género consagradas. Inspirándose en su estética,
François Rabelais concebirá, por su parte, ese prodigio de libertad
narrativa que es Gargantúa y Pantagruel. Y siempre como parte de la
misma tradición, Cervantes ideará el libro de libros que es el
Quijote, por el que hará transitar y quedar en entredicho la mayor parte
de las convenciones y de los hábitos literarios de la época.

Lejos de tratarse de una mera opción estética, de una simple
preferencia entre técnicas narrativas a disposición del escritor,
la ruptura y transgresión de los géneros conllevaba entonces,
y tal vez siga conllevando ahora, una crucial consecuencia ideológica,
y es que permitía reflejar en la obra literaria la naturaleza abigarrada
y multiforme de la realidad, contraponiéndola a la abstracta estilización
exigida por los moldes novelísticos consagrados por la tradición
o el gusto público. Don Quijote es, en efecto, un caballero andante,
pero, a diferencia del arquetipo, no sólo debe atender a las altas misiones
exigidas por su vocación, sino también a necesidades básicas
como comer cuando aprieta el hambre, dormir bajo techo al llegar la noche,
arrostrar las rudezas derivadas del impago de facturas o, incluso, alejarse
del hedor que desprende su escudero tras el episodio de los batanes, cuando
el miedo le jugó a su vientre una mala pasada.

Siempre coherente con este propósito de mostrar el contraste entre
la realidad y su reseca idealización literaria, con esta voluntad de
contrapunto, Cervantes hará desfilar por las páginas del Quijote una interminable galería de personajes que, al cabo, acabarán
alumbrando la atmósfera de problemática verdad que destila la
novela. Cautivos y esclavos que, al ser manumitidos por lo avanzado de su edad,
resultan encadenados a una privación mayor y sin remedio; doncellas
que no entienden por qué han de sufrir fama de crueles o altivas por
no corresponder al amor de quienes ellas no aman; gitanas que son honradas
y discretas o, en fin, familias de moriscos en las que unos miembros son cristianos
sinceros y otros, en cambio, mantienen el apego a su antigua religión.

PARODIA DEL FANATISMO
Penetrar en la prodigiosa modernidad de la mirada cervantina exige tener presente
que, como ahora, estaban fraguando en su tiempo unas ideas, unas prescripciones
que, por un lado, conducían a un enfrentamiento inexorable con el
turco y, por el otro, a la consolidación de sociedades inquisitoriales,
en las que el diferente era convertido en extranjero. Y también como
ahora, esta deriva, que provocaba inestabilidad entre imperios y que asfixiaba
la libertad de los individuos atrapados en ellos, procedía de un insensato
sobrentendido, como era el de creer que las decisiones de gobierno no debían
estar guiadas por la defensa de intereses concretos, entre los que el respeto
a la vida humana habría de ser el primero y más indiscutible,
sino por la necesidad de afirmar la superioridad de la propia causa.

Con instrumentos conceptuales
como la raza, la clase o la civilización se lleva a cabo una estilización
de la realidad que reduce la imagen del mundo y de los seres humanos
a un esquema o caricatura

En su altar era preciso sacrificarlo todo, y a ese horizonte apunta el escalofriante
lamento de Felipe II ante la propagación de las ideas reformistas, cuando
se dice dispuesto a aceptar la destrucción de sus reinos "antes
que ser señor de herejes". Desde luego, cabría interpretar
los episodios del Quijote según la clave nacionalista que utilizaron
los autores españoles del tercer centenario y creer que Cervantes carece
de intención precisa cuando hace que el morisco Ricote elogie la libertad
de conciencia con la que se vive en otros países de Europa. Pero cabe
además la interpretación opuesta, en especial cuando se observa
que Cervantes no fue autor de una única obra, sino de un poderoso universo
literario en el que elabora y reelabora la totalidad de su experiencia, incluido
el cautiverio en Argel, para descifrar el mundo en que vivió.

Desde esta perspectiva, la alusión de Ricote a la libertad de conciencia,
al igual que otras múltiples insinuaciones a lo largo de la novela,
vienen a subrayar el convencimiento, a la vez erasmista y cervantino, de que
cualquier alternativa en la que, como había hecho Felipe II, el poder
contemple la destrucción en uno de sus extremos no es, en realidad,
una alternativa, sino una afirmación indirecta de la superioridad de
la propia causa. Una causa que, por lo demás, puede revestir los ropajes
más variados, y no sólo el de las controversias teológicas
que ensangrentaron Europa y el Mediterráneo durante los siglos XVI y
XVII, con motivo de las guerras de religión y del simultáneo
conflicto contra el turco.

La naturaleza fanática de la fe que Don Quijote profesaba en el ideal
de la caballería andante, parodia o trasunto de otras creencias más
mortíferas de su tiempo, no es así distinta de la que mantuvieron
los colonizadores en las virtudes de la ciencia como expresión de una
civilización superior, en cuyo nombre se sacrificó a miles de
africanos.

Ni tampoco era diferente de la fe que enarbolaban quienes imaginaron que una
raza o una clase podían encarnar, por su misma condición, por
su simple existencia, los ideales de emancipación y de progreso, promoviendo
en consecuencia el exterminio de sus propios compatriotas.

En realidad, tampoco se trataba de una fe alejada de la que hoy exige considerar
Occidente y sus valores como un don irrepetible que la historia ha concedido
a algunos pueblos, colocándolos por encima de los demás. La pretensión
de propagar ese don sin reparar en sacrificios ni sufrimientos, de transformarlo
en un fin de tal naturaleza que nunca podrá resultar mancillado por
los medios, lo irá convirtiendo en lo que ya habría empezado
a ser: un ídolo sediento de sangre que, al cabo, obligará a repetir,
puesto convenientemente al día, el escalofriante lamento de Felipe II.

Abordado el Quijote desde esta clave, la conclusión se impone por sí misma:
quizá se deba a Cervantes uno de los más bellos y concluyentes
alegatos contra ese género de construcciones ideológicas que
imaginan haber hallado el primer motor del comportamiento humano y de la historia,
el argumento definitivo que explicaría la totalidad del pasado o que
determinaría hasta los mínimos detalles del porvenir. Si la lectura
nacionalista auspiciada por el tercer centenario dejó en la penumbra
la aproximación de Cervantes al islam, la del cuarto no debería
alentar una interpretación que, sin ser nacionalista, provoque sin embargo
una tiniebla tanto o más impenetrable, en la que se puedan escuchar,
como ya se han escuchado, apresuradas afirmaciones acerca del valor de la lectura
y de que el simple hecho de leer un libro, cualquier libro, hace más
libres a los hombres.

¿También Mein Kampf o el Manifiesto
comunista
? ¿También
esos trabajos que, tras el final de la guerra fría, retomaron la más
fatídica cantinela de los anteriores, que era la de augurar un futuro
de inevitable conflicto, limitándose, acto seguido, a suministrar los
instrumentos conceptuales -ahora ya no la raza, ya no la clase, pero
sí la civilización- para que se desencadene? En cada uno
de estos libros, en cada una de estas obras de género, se lleva a cabo
una estilización de la realidad que reduce la imagen del mundo y de
los seres humanos a un esquema o caricatura, que dice más de los autores
que de la materia que pretenden reflejar.

Cervantes, por su parte, propone en el Quijote el trayecto inverso, concentrando
la atención sobre la naturaleza abigarrada y multiforme de cuanto ofrecen
los sentidos y recordando, con sabia socarronería, que cada caracterización
del mundo o de los seres humanos es exactamente eso, una caracterización,
a la que cabe oponer infinitas alternativas. Alternativas, sin duda, como las
que sugieren contemplar el problema morisco desde la libertad de conciencia.

Pero también como las que inspiran la conducta de un hidalgo enloquecido
de La Mancha, obstinado en ver implacables enemigos en unos molinos de viento.
Esto es, en unos objetos tan ajenos a su delirio como siempre lo estuvieron
respecto de otros delirios no menos notables, tantos y tantos individuos a
los que se ha venido tomando por integrantes de razas inferiores, de clases
superadas por la historia o, según sostendría Samuel Huntington -autor
de una saga de tanto éxito como la de Belianises, Felixmartes y Olivantes-,
de civilizaciones inexorablemente condenadas a chocar.

¿Algo más?
Para quienes están a punto de embarcarse
de nuevo o por primera vez en la lectura de El ingenioso
hidalgo Don Quijote de La Mancha
, es esencial la reciente edición dirigida por el académico
Francisco Rico: Don Quijote de La Mancha,
Edición del IV
Centenario
(Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua
Española, Alfaguara, Madrid, 2004), que pretende ser la definitiva
y ha supuesto 10 años de trabajo.Son innumerables los estudios críticos sobre el Quijote. Entre
los más interesantes destacamos los de Américo Castro,
Martín Riquer y Daniel Eisenberg. De Américo Castro recomendamos
El pensamiento de Cervantes y otros estudios cervantinos (obra reunida),
editado por José Miranda (Trotta, Madrid, 2002). De Martín
Riquer, Aproximación al ‘Quijote’ (Teide, Barcelona,
1993), y de Daniel Eisenberg, Cervantes y Don Quijote (Montesinos, Barcelona,
1993), disponible online en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/02449452090811053754491/index.htm).
Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno (última edición:
Alianza, Madrid, 2004), Idearium español, de Ángel Ganivet
(última edición: Diputación de Granada, 2003) y
Don Quijote, don Juan y la Celestina, de Maeztu (última edición:
Visor Libros, Madrid, 2004). Para más información, consulte
la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com).José María Ridao, licenciado en Filología Árabe
y Derecho, diplomático, ensayista y novelista, ha publicado recientemente
La paz sin excusa: sobre la legitimación
de la violencia
(Tusquets
Editores, Barcelona, 2004), en el que analiza los discursos de la violencia
y la construcción del enemigo y la frontera. En Weimar
entre nosotros
(Círculo de Lectores/Galaxia
Gutenberg, Barcelona, 2004) reflexiona sobre la cacareada incompatibilidad
de los valores de Occidente y el islam, entre la democracia y determinadas
culturas, frente a la tesis que Samuel Huntington expone en El
choque de civilizaciones y la reconfiguración
del Orden Mundial
(Paidós, Barcelona, 1997). En
la misma línea,
el politólogo estadounidense publicó años después ¿Quién
somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense
(Paidós,
Barcelona, 2004). Consulte también el artículo ‘El
reto hispano a EE UU’, de Huntington, en FP
EDICIÓN ESPAÑOLA
(abril/mayo, 2004).


Jose María Ridao, diplomático y escritor, es embajador de España
ante la Unesco. Su último libro es La paz sin excusa: sobre la legitimación
de la violencia (2004).