Desde hace tres décadas, América Latina vive su periodo más largo en democracia. Pese a ello, la reciente obsesión de sus presidentes por perpetuarse en el poder, aupados en elecciones libres, no sólo está debilitando las instituciones, sino que amenaza con desatar el caos en la región.

 

Pese a que la democracia parecía consolidada, América Latina vive en los últimos tiempos un inquietante retorno al pasado. El último ejemplo ha sido el golpe de Estado en Honduras, pero una crisis similar habría podido estallar en cualquier otro lugar del continente que, salvo excepciones, tiene un panorama más complicado que el del pequeño país centroamericano (Venezuela, Colombia, Argentina, Bolivia, Ecuador, Guatemala o Paraguay, sin ir más lejos). Presidentes, a izquierda y derecha del espectro político, que cambian las reglas del juego político e institucional a su favor en medio del partido, buscando eternizarse en el poder y alterando el sistema de pesos y contrapesos que rige el equilibrio entre poderes. Gobiernos que, por vías legales o ilegales, recortan derechos, restringen libertades o persiguen a los opositores. Terreno fértil para el enfrentamiento.

No hay duda. América Latina está entrando en un proceso de ebullición y las causas son evidentes: los arreglos políticos e institucionales, que en los 80 habían permitido la transición a la democracia y en los 90 habían sostenido la “paz social”, están comenzando a dar señales de fragilidad y de agotamiento. Los movimientos populares que, entre 2001 y 2009, sacaron del poder a más de media docena de presidentes, en realidad no eran otra cosa que manifestaciones esporádicas de un gran conflicto que estaba gestándose.

Esa década de prosperidad económica no ha sido suficiente para producir un Estado de bienestar que desactive las tensiones. El hecho de que uno de cada cuatro jóvenes esté fuera del sistema educativo y del mercado laboral, que el 40% de los trabajadores carezca de cobertura sanitaria y de seguridad social, que más de 51 millones de personas sufran desnutrición o que haya más de 16 millones de desempleados muestra que la brecha social se agranda. Y el futuro, con las cifras en la mano, no es nada halagüeño.

 

DESPOTISMO DEMOCRÁTICO

En regímenes políticos con instituciones tan débiles como los latinoamericanos, la apuesta por la democracia ha sido muy costosa y se ha convertido en una especie de absolutismo, en el que el sistema democrático se invoca como la única forma de gobierno que puede ser concebida y aceptada por todos, pero sólo en las formas, no en el contenido. En efecto, cada vez se extiende más la convicción de que la legitimidad proviene del hecho simple, concreto y verificable de que ha habido elecciones libres. Es el único requisito. No importa que el elegido haya recurrido a mecanismos extrainstitucionales para mantenerse en el poder, que haya cambiado la Constitución para eliminar los obstáculos que le impedían presentarse como candidato o que haya cerrado los espacios de debate público, persiguiendo o encarcelando a sus opositores.

La multiplicidad de reformas políticas y electorales, que han proliferado en las dos últimas décadas, han servido para consolidar las formas democráticas. Los cambios para favorecer la reelección presidencial inmediata, fortalecer los sistemas electorales y ampliar los espacios de participación ciudadana han concentrado la atención de los responsables de las reformas. Las medidas que promueven la salvaguarda o la ampliación de los derechos, la protección del orden jurídico o el ejercicio de las libertades civiles son una mera invocación que termina, muchas veces, en letra muerta.
Por este camino, América Latina ha llegado a una democracia electoral. Es decir, un régimen que se sustenta en la existencia de la convocatoria a las urnas, pero no en la custodia de sus instituciones o en el desarrollo de contenidos democráticos. Se gobierna contra la ley y se legisla en beneficio propio. Los que llegan al poder imponen su sello particular. No es la inercia institucional la que define, ni el ordenamiento jurídico el que limita, sino el talante de quien detenta el poder. Todo se ordena según los requerimientos del gobernante de turno, y los problemas se acumulan para el siguiente. Elegir es tan importante que todo puede cambiar o permanecer incierto, menos las fechas de las elecciones. Las grandes batallas políticas e institucionales se concentran en eso.

 

Los nuevos césares: a la izda., el presidente colombiano, Álvaro Uribe. A la dcha., el venezolano Hugo Chávez y su homólogo boliviano, Evo Morales.

 

 

TRANSICIONES REVERSIBLES

La democracia electoral está tan arraigada que el único momento en el que el Estado defiende y promueve el ejercicio de la ciudadanía es durante los comicios, los únicos pactos que se cumplen son los electorales, las únicas garantías políticas que se pelean son las electorales, el clientelismo es el único medio que asegura algún grado de atención y protección social a los ciudadanos, y la defensa de lo público no se hace para preservar un valor que sostenga el ordenamiento institucional, sino para asegurar las cuotas de poder.

Sin embargo, en los 80, América Latina estuvo inmersa en un proceso de retorno a la democracia. Con más o menos diferencias, en los distintos países se emprendió un conjunto de reformas con el propósito de instaurar regímenes presidencialistas pluralistas. Las acciones se centraban en el establecimiento de facultades, instancias de coordinación y control entre el poder ejecutivo y el legislativo, en la definición del papel de los partidos políticos y de los mecanismos para acceder al poder y ejercer las facultades y las instancias de coordinación y de control propio y cruzado entre los poderes. Posteriormente, las reformas del Ejecutivo concentrarían la atención de los gobernantes de manera muy rápida. La necesidad de encontrar una mayor eficiencia y legitimidad se convertiría en el gran reto de la modernización. La fusión de ministerios, la supresión de entidades públicas, el cierre de oficinas y la reducción de plantas de personal, en un amplio marco de desregulación y de mayor participación ciudadana (en la gestión y en el control de los asuntos públicos), se promovieron como alternativa para reducir el gasto y hacer más eficiente la administración.

En regímenes con instituciones tan débiles como los latinoamericanos, la apuesta por la democracia ha sido costosa y se ha convertido en absolutismo

Sin embargo, lejos de promover la eficiencia, las reformas redujeron seriamente la capacidad ejecutiva del Gobierno. El propósito de abrir el Estado a la participación ciudadana, propiciar una acción más transparente y hacerlo más resolutivo no sólo fue disolviéndose en los choques entre un presidente que presionaba por conseguir resultados y una administración pública sin capacidad de respuesta. También convirtió en norma el comportamiento gubernamental de buscar resultados que, cuando no eludían la legalidad, desbordaban los canales institucionales establecidos.

Pero la perturbación nunca fue coyuntural. El desorden institucional producido por las reformas en el Ejecutivo y la profundidad de los cambios en el modo de gobernar, desatados por dirigentes cada vez más poderosos, lejos de fortalecer el poder presidencial comenzaron a debilitarlo. Los controles que imponían los poderes legislativo y judicial a los proyectos de musculación del Ejecutivo se convirtieron en una piedra en el zapato de los dirigentes. La batalla no tardó en desatarse. La respuesta fueron los intentos por parte del Gobierno de controlar a los otros dos poderes. Una sucesión de reformas que buscaban centralizar las decisiones y la distribución de los recursos, que se proponían recortar los ámbitos de debate público o propiciar ejercicios de corte plebiscitario que no siempre se atenían a la legalidad de los procesos gubernamentales, ni mucho menos a las reglas del juego político e institucional establecido.

 

POPULISMOS RENTABLES

Democracia en las calles: simpatizantes del depuesto presidente hondureño, Manuel Zelaya, se manifiestan en Tegucigalpa en julio.

Lo que había sido concebido en sus inicios como un presidencialismo pluralista, en el que gobierna quien gana y pasa a la oposición el que pierde, degeneró de manera abrupta en un presidencialismo de mayorías en el que quien gana se lleva todo (incluidos los organismos de control). El ganador de los comicios impone las condiciones en que va a dirigir el país, determina quién debe asumir las responsabilidades de gobierno y define los grados de pluralidad y de dispersión con los que se ejercería el poder político. Se transforma en poder único y referente de la unidad del Estado.

La irrupción de los liderazgos mesiánicos (Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, Álvaro Uribe en Colombia, por citar algunos ejemplos) ha acelerado la consolidación de los presidencialismos de mayorías en la región. Amparados por el enorme poder que concentran, los distintos presidentes han asumido un control directo sobre los recursos públicos que, sin cortapisas legales, distribuyen a su antojo. Lo mismo ocurre con las inversiones estatales que reparten como mejor les conviene. En su objetivo de eliminar los obstáculos a lo que llaman la “solución de los problemas de la gente”, la tarea de someter al legislativo y reducir la influencia del judicial se desplaza del terreno institucional al político. Apoyados en una evidente popularidad, los gobernantes recurren a sus bases para acabar con los obstáculos institucionales, y el creciente apoyo social a este tipo de mandatarios se convierte en un acicate para legisladores y jueces. La tarea de limitar los poderes tiene una expresión democrática que se registra en los sondeos de opinión.

Si a la gran popularidad de estos autócratas de nuevo cuño, que les reporta cuantiosos beneficios electorales y políticos, se le suma la desaparición de los partidos como fuerzas mediadoras, surge una perversión del sistema que se traduce en la participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos. Foros como el programa Aló, presidente, de Hugo Chávez, o los Consejos Comunales de Gobierno, de Álvaro Uribe, en los que semanalmente “rinde cuentas al pueblo y escucha sus demandas”, comienzan a emerger como los paradigmas de la acción gubernamental. Como ha dicho su homólogo guatemalteco, Álvaro Colom, que ha visitado en numerosas ocasiones Colombia para tomar nota e importar la experiencia a su país, se trata de un “nuevo modelo de democracia”.

El nuevo populismo y sus caudillos extienden sus tentáculos por toda la región y van acuñando definiciones alternativas, según convenga, para no llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, Uribe habla del “Estado de opinión”, que, para él, es el mejor sustituto del Estado de Derecho. Un modelo en el que cada medida debe ser consultada con los ciudadanos y donde, si hay un problema público que llega a la agenda del Gobierno, es porque así lo piden los gobernados.

Cada acto de gobierno se convierte en un ejercicio plebiscitario, que valida y renueva el poder del gobernante en cuestión. Fallan todos los controles que caracterizan a un gobierno democrático, que se transforman en un obstáculo, eliminado por los propios ciudadanos.

 

DEMOCRACIAS DELEGATIVAS

El populismo ha sepultado la función intermediaria de los partidos políticos en América Latina. Ya no pueden ni tienen cómo representar y canalizar los intereses políticos de la ciudadanía. Investido ahora como el único capaz de entender, representar y sintetizar las demandas de los ciudadanos, el presidente se siente autorizado para mandar como crea conveniente, y los límites al ejercicio de su poder sólo están marcados por la realidad política existente y por el término constitucional de su mandato.

El nuevo populismo y sus caudillos extienden sus tentáculos por toda la región y acuñan definiciones alternativas para no llamar a las cosas por su nombre

De esta manera, América Latina ha hecho el tránsito silencioso, pero efectivo, a lo que el politólogo argentino Guillermo O’Donnell ha llamado las “democracias delegativas”. Es decir, aquellos regímenes en los que el simple hecho de haber ganado unas elecciones confiere al ganador no sólo todo el poder de gobernar, sino el poder de gobernar como él quiera. Y como se considera a sí mismo la encarnación de la nación y la síntesis del interés público, el único límite de su poder está en la fecha en la que termina su mandato. En este clima, el presidente argumenta que su tarea de salvar al país le exige cada vez mayor sacrificio. En resumen, concentrar poder en torno suyo. No valen límites legales ni controles constitucionales. Los opositores deben ser señalados y condenados por ser enemigos de la causa. La fecha de posesión del siguiente mandatario es la que marca la frontera en el ejercicio del poder. Por eso, buscan extenderla lo más posible. Y como no todos están dispuestos a que los que gobiernan se eternicen en sus cargos, el enfrentamiento está a la vuelta de la esquina. El populismo ha encontrado terreno fértil para germinar, acelerando todavía más la quiebra de las instituciones.

Se trata de esa democracia delegativa que, con el argumento de combatir la corrupción de los partidos  o de la clase política, se apoltrona en Venezuela, Argentina o Colombia, y que en nombre de la recuperación de la dignidad de los pueblos indígenas ahora se arropa en Ecuador y Bolivia. No importa si sus gobernantes cambian las reglas del juego. Lo que tienen que hacer, por encima de todo, es mantenerse en la silla, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Aun a costa de polarizar la sociedad, porque lo que menos importa es el proyecto de un futuro común. Sólo cuenta el líder, cuya tarea es conducir a la nación uniendo todos sus fragmentos en una gesta heroica que dura mientras permanezca en el poder, porque no hay quien pueda reemplazarlo.