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El país debe hacer frente a muchos desafíos, pero ¿será Chile capaz de construir un Estado más sólido y maduro, con una democracia participativa y una sociedad más cohesionada?

“Chile despertó”, se escucha tras el estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019. Ante la sorpresa de muchos, aquel largo y estrecho país, al fin del continente americano, ejemplo recurrente de estabilidad, crecimiento económico y apertura al mundo, mostró una cara nueva. La de millones de ciudadanos volcados en las calles reclamando un país más justo y equitativo, menos desigual, menos abusivo y más inclusivo. En resumen, más digno.

Lo que partió, aquel viernes de primavera en el hemisferio sur, con una evasión masiva de estudiantes secundarios en protesta por el aumento del precio del pasaje de metro (30 pesos, 0,35 céntimos de euro), cual olla a presión que estalla, rápidamente se inflamó. También llegó la violencia. Estaciones de metro incendiadas, negocios saqueados, lugares vandalizados. Si bien esta violencia se ha visto concentrada en determinados espacios en muchas ciudades, su impacto ha sido evidente. Impacto económico inmediato, declaración de estado de emergencia, toque de queda, militares en las calles, más de 30 muertos, centenares de lesionados por balines y violaciones de los derechos humanos. Cuatro informes de organizaciones internacionales (gubernamentales y no gubernamentales) han constatado dichas violaciones. Amnistía Internacional, Human Right Watch, Comisión Interamericana de Derecho Humanos y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. También el Instituto de Derechos Humanos de Chile, dentro de su labor, ha emitido informes sobre las violaciones a los derechos humanos de estos cuatro meses.

La clase política en general (gobierno, oposición, partidos políticos) se encontraron a contrapié ante la crisis. También la sociedad civil, incluyendo académicos, gremios, sindicatos, medios. A todos nos impactó lo que sucedía y comenzamos a reflexionar sobre el por qué de este fuerte estallido. Diez días antes el presidente, Sebastián Piñera, había señalado que Chile era un “verdadero oasis con una democracia estable”. El 21 de octubre, sin embargo, el mismo mandatario declaraba “la guerra a un enemigo poderoso”. “No se vio venir”, se dijo. ¿Por qué aquel país latinoamericano, de buenos resultados macro y ejemplo de estabilidad y transición democrática a ojos del mundo estalla furioso un viernes de primavera?

Durante las últimas décadas, Chile ha destacado en el contexto latinoamericano por sus avances en materias sociales, crecimiento económico, índice de transparencia, estabilidad política, gobernabilidad, entre otros aspectos. En el último Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), “Chile se encuentra en el grupo de países de Desarrollo Humano ‘muy alto’, con un IDH de 0,847, lo que lo ubica en el lugar 42 a nivel global, manteniéndose en la misma posición que en 2017 y subiendo dos puestos desde 2013. Los avances han sido sostenidos desde 1990, cuando el índice llegaba a 0,703”. Mantuvo el liderazgo de América Latina, seguido por Argentina, Uruguay y Brasil. Los primeros lugares en este ranking lo ocupan Noruega, Suiza, Irlanda, Alemania y Hong Kong. Entre los últimos aparecen Níger, África Central, Chad y Sudán del Sur.

Sin embargo, tal y como este informe y otros lo han venido advirtiendo desde hace tiempo, más allá de promedios o datos macroeconómicos, se ha ido incubando, en el fondo, en la sociedad chilena un malestar creciente. Este descontento no se limita sólo a la desigualdad de ingresos en que si bien sigue siendo alta en Chile, ha ido disminuyendo lentamente. Desigualdad de trato, acceso a la educación, a la salud y no discriminación, son factores que explican por qué un día bastó un detonante (subida del precio del pasaje de metro) para que el “oasis” pareciera transformarse en un “infierno”.

Como en muchos lugares del mundo actualmente, no se podía prever ni el día ni la hora ni el activador de la explosión social. Sin embargo, la “olla chilena” estaba ya indicando signos de acumulación de factores que estaban haciendo aumentar la presión: grandes protestas en 2006 (estudiantes secundarios), 2011 (estudiantes universitarios), 2018 (sistema de pensiones), 2019 (mujeres) sumado a informes que venían reflejando el descontento social por la desigualdad de ingresos, trato, educación y salud, entre los temas más importantes. Por otro lado, desde que se implementó la inscripción automática y el sufragio voluntario en Chile, la participación ciudadana en las distintas elecciones fue disminuyendo con el tiempo, llegando a niveles preocupantes de abstencionismo, lo que venía también dando señales de la desconexión gradual, pero constante, de la población con sus procesos electorales. En la elección presidencial de 2017 solo un 46,6% sufragó en primera vuelta y un 48,98% en segunda. En las elecciones municipales de 2016 el dato es más trágico aún: solo un 34,86% concurrió a las urnas para emitir su voto.

También preocupante es la desconfianza creciente de la ciudadanía con sus instituciones. Esta pérdida de confianza alcanza al presidente de la República, al Gobierno, oposición, partidos políticos, Congreso Nacional, Tribunales de Justicia, Ministerio Público, municipalidades, gremios, sindicatos, federaciones de estudiantes, medios de comunicación, Fuerzas Armadas, Carabineros, Iglesia católica, iglesias evangélicas y empresas privadas.

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Carabinieron hacen una barrera frente a las protestas en Santiago de Chile. (Sebastián Vivallo Oñate/Agencia Makro/Getty Images)

En el Estudio Nacional de Opinión Pública de diciembre 2019 del Centro de Estudios Públicos (CEP), se puso en evidencia cómo la desconfianza de la ciudadanía se acrecentó tras el estallido social. El Gobierno aparece con un 5% de confianza, el Congreso Nacional con un 3% y los partidos políticos con un 2%. La Iglesia católica, que en tiempos difícil como el período de la dictadura de Pinochet había sido un importante mediador entre el poder y la sociedad civil, hoy aparece en la encuesta del CEP con un 14% de confianza, cayendo del 31% con el que contaba en 2017. Los graves casos de abusos sexuales y pedofilia que han sacudido las bases mismas de la Iglesia han impactado fuertemente en un país que por tradición se ha declarado mayoritariamente católico. Por otra parte, todos los medios de comunicación han perdido también confianza: radios, televisión y diarios, siendo los primeros los que cuentan con mayor credibilidad ante la ciudadanía (29%). Importante es señalar que en este estudio las redes sociales aparecen por primera vez con un 28% de confianza. Al mismo tiempo, las redes sociales (WhatsApp, Facebook, Twitter o Instagram) aparecen como el medio por el cual más información recibieron las personas en el período del estallido.

Otro dato importante de este estudio es el relacionado con la identificación o simpatía por posiciones políticas. Un 72% indica no sentirse identificado ni con la derecha, centro- derecha, centro, izquierda o centro-izquierda. A esto se suma que casi 15.000 personas se han desafiliado de los partidos políticos desde que estallaron las protestas, lo que viene a profundizar más aún la desconexión con éstos y su rol de mediadores en una democracia representativa.

Por su parte, tampoco la confianza de los chilenos es mucho mayor tratándose de los sindicatos. Estos han caído de un 19% a un 18% desde 2017. Cabe destacar que las grandes movilizaciones en las calles, especialmente en las primeras semanas, no enarbolan banderas ni de partidos políticos ni de sindicatos. No nacieron del llamado de éstos y las demandas planteadas son muchas, disímiles y hasta contradictorias entre ellas (por ejemplo, lucha contra el cambio climático y rebaja del impuesto a los combustibles o eliminación del TAG, sistema de cobro de pórticos de autopistas concesionadas). Los sindicatos sólo aparecieron organizados en la Mesa de Unidad Social tras varias semanas de marchas y protestas, tratando de identificar el movimiento con sus tradicionales reclamos y reivindicaciones.

Quienes también se han visto fuertemente impactados son las Fuerzas Armadas, Carabineros y, en menor grado, Policía de Investigaciones. La mayor crítica ha recaído en Carabineros, quienes tradicionalmente han contado con la confianza de la población liderando por años las encuestas de opinión. En el estudio del CEP, Carabineros cae de un 57% de confianza en 2015 a un 17% en 2019. Con graves acusaciones de violaciones a los derechos humanos, formalizaciones ante tribunales y algunos casos dados de baja, la institución afronta críticas severas y se han intensificado las voces que llaman no a una reforma sino a una refundación total, tarea que ha quedado pendiente en estos años de transición democrática.

Si a la desconfianza en las instituciones, baja participación electoral, malestar social creciente le sumamos una ralentización del crecimiento económico, en especial por la caída del precio de las materias primas (cobre, principal ingreso de Chile), nos podría llevar a suponer que en Chile están todas las condiciones para que líderes populistas –de derecha o izquierda-, antidemocráticos o “iliberales”, pudieran capitalizar el descontento social. Sin embargo, esto (aún) no ha ocurrido. Por una parte, el estudio del CEP revela que ante la afirmación “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”, un 64% está de acuerdo, subiendo 12 puntos del estudio de 2017. Pero un 47% piensa que ésta está funcionando mal o muy mal, 21 puntos más que el año anterior. La crítica no va a la forma de gobierno –democracia- sino a cómo ésta afronta la solución a los temas que importan a la gente. El informe del PNUD 2019 también apunta a este aspecto. A los chilenos no les basta con ir cada cierto tiempo a votar a sus representantes, esperan también poder participar más activamente en la toma de muchas de las decisiones públicas avanzando más a una democracia participativa que meramente representativa. Por otra parte, líderes políticos que podría calificar de populistas, aparecen en esta encuesta fuertemente castigados en opinión positiva, no logrando obtener réditos políticos en estos cuatro meses.

Chile está viviendo un momento de gran incertidumbre. Este 2020 aparece como un año decisivo para su futuro. Se ha iniciado un proceso constituyente para dotarse de una nueva Constitución que siente las bases definitivas de un país postransición. Con un referéndum de entrada el 26 de abril se preguntará si se aprueba o no la idea de una nueva Carta Magna. Al mismo tiempo, se proponen dos alternativas para redactarla: una Convención Constitucional 100% elegida por la ciudadanía o una Convención Mixta, con 50% de miembros elegidos por la ciudadanía y 50% representantes del actual Congreso Nacional. De ganar esta opción, uno de estos dos órganos tendrá un período de 9 meses para redactar el texto fundamental, el que podrá prorrogarse por 3 meses. Finalmente, el proyecto acordado por la Constituyente, deberá ser refrendado por la ciudadanía en un plebiscito de salida para que entre en vigor. Este procedimiento despierta encendidos debates jurídicos pero más allá de lo normativo, plantea enormes desafíos políticos en lo inmediato.

El control del orden público, el avance de la llamada “agenda social” independientemente del ritmo de la Constituyente, el reencantamiento de los partidos políticos por parte de la ciudadanía, la autocrítica y reflexión profunda del funcionamiento de las instituciones chilenas, entre otros importantes temas, son claves para la etapa que viene. No es cierto que a la ciudadanía no le importe la política. Al contrario. En estos meses se ha observado un proceso interesante de repolitización a través de los cabildos, encuentros, debates y reflexiones de todo tipo sobre el Chile actual y el que queremos. Si sorteamos con éxito los obstáculos que enfrentamos, podremos construir un país más sólido y maduro, con una democracia participativa y una sociedad más cohesionada. Es el momento de escribir una nueva página de nuestra historia y el 2020 será muy importante para el destino del país.