Sebastián Piñera celebra su victoria en Santiago de Chile, 17 de diciembre de 2017. Claudio Reyes/AFP/Getty Images

El Sebastián Piñera que ganó estas elecciones es muy diferente de quien gobernó Chile entre 2010 y 2014. ¿Qué puede esperarse del nuevo presidente? ¿Y de la oposición?

Hace 30 días atrás el triunfo de Sebastián Piñera se daba por hecho. Tenía a su favor un campo adversario fragmentado en varias candidaturas, un gobierno con baja popularidad y la credibilidad que le otorgaba el hecho de haber sido presidente en un período de alto crecimiento económico. Los astros, en suma, no podían estar más alineados. Lo cual era validado por las encuestas, que unánimemente lo daban por amplio ganador.

Pero al final las cosas no fueron así de simples. Los resultados de la primera vuelta, que se realizó el 19 de noviembre, fueron un balde de agua fría para sus pretensiones. Obtuvo poco más del 36%, en circunstancias que su proyección era bordear el 40% de las preferencias. La mayor sorpresa vino por el lado de Beatriz Sánchez, candidata de la coalición de izquierda Frente Amplio, que obtuvo una quinta parte de los votos, apenas a dos puntos del candidato oficialista Alejandro Guillier, quien al final pasó al balotaje.

Con tales resultados las casi cuatro semanas que ha durado la campaña de segunda vuelta fueron frenéticas. Los dos candidatos en liza, Piñera y Guillier, buscaron por todas la vías imaginables obtener los votos que necesitaban para alcanzar las papeletas que les faltaban para salir triunfadores. Ambos rearmaron sus ofertas programáticas y sus elencos para atraer nuevos votantes. Destacó el caso de Piñera, quien asumió banderas que hasta hace poco eran anatemas para la derecha, como la gratuidad para la educación superior y la reforma del sistema de pensiones. Guillier, por su parte, hizo suyas algunas de las banderas del Frente Amplio, como la condonación de los créditos de estudio con aval del Estado para los sectores de menores ingresos, pero siempre cuidando no provocar el rechazo de sus votantes de centro.

Para Piñera, en todo caso, la faena era mucho más fácil que para Guillier, quien tenía que superar una diferencia sustancial y agrupar a votantes muy diversos. Al final se dio la lógica y se confirmó una tradición: que el candidato que gana la primera vuelta logra la victoria también la segunda. Y para que no quedaran dudas los electores dieron a Piñera un respaldo contundente. Ganó en casi todas las regiones del país, en zonas pudientes y vulnerables, y con una participación electoral que superó la alcanzada en la primera ronda.

El rotundo triunfo de Piñera se agrega a los buenos resultados alcanzados por el centro-derecha en las elecciones parlamentarias del pasado 19 de noviembre y en las municipales de octubre del año pasado. Esto revela que el deseo de los chilenos por asegurar el crecimiento económico supera su deseo de cambiar a la clase dirigente. De hecho ésta fue la promesa primordial del presidente electo: retomar el ímpetu económico que se ha perdido en los últimos años y crear nuevos empleos. Guillier se situó en una cancha diferente, apelando a la inclusión, a los derechos sociales, a la construcción de un país menos ganador pero más amable, y reivindicando el hecho de no ser parte de la vieja clase dirigente. Los electores, en su gran mayoría, optaron por el otro camino, a pesar que quien lo encabezaba —Piñera— es un miembro conspicuo de un núcleo dominante que declara detestar.

Hay que decir, sin embargo, que el Piñera que ganó esta elección es muy diferente de quien gobernó Chile entre 2010 y 2014 y, también, del que ganara la primera vuelta hace un mes. Es un nuevo Piñera, más de centro, más flexible, más autocrítico, más unitario, más pragmático. Aprendió la lección. Su discurso antirreformas y anti-Bachelet de la primera vuelta le llevó a un triunfo estrecho que tuvo sabor a derrota, y el discurso prorreformas, prometiendo continuar con muchos de los cambios impulsados por Bachelet, le permitió una victoria por paliza.

El giro dio a los electores la tranquilidad de que el presidente electo no llegaría a La Moneda a poner de nuevo todo patas para arriba, a empezar desde cero. Después de cuatro años intensos bajo Bachelet, los chilenos aspiran a tener más estabilidad, seguridad y certidumbre. El nuevo Piñera renunció a revertir las reformas de Bachelet, lo que contribuyó a dar certezas y facilitó una victoria que ha sorprendido por su contundencia. Es probable que esto le permitió, incluso, arrastrar a muchos votantes de centro-izquierda, que vieron en él un continuador más fiel de la vieja Concertación que el propio Guillier, demasiado escorado hacia la izquierda en un último intento de seducir a los votantes de Beatriz Sánchez. Son los milagros que producen las elecciones y la competencia democrática, en buena hora.

Estas elecciones dan inicio a una nueva etapa política en Chile. Es probable que las grandes coaliciones que caracterizaron a la democracia chilena desde el plebiscito de 1988 no vuelvan a existir. Entramos a un sistema político más pluralista, donde va a haber más actores que van a proteger su identidad y a buscar acuerdos solamente sobre proyectos específicos. Se van a crear coaliciones puntuales, de tipo más contractual que de naturaleza ideológica, un poco como sucede en los regímenes parlamentarios.

En el campo del centro-izquierda es muy difícil que se vuelva a crear una casa común como fue la Concertación y la Nueva Mayoría. Lo más probable es que se produzca una dispersión. Lo que viene, con certeza, es un tortuoso proceso de reorganización programática y orgánica de las fuerzas de centro-izquierda, cuyo desenlace nadie puede anticipar. Esto significa que la oposición al gobierno de Piñera no será monolítica sino plural, con muchos matices. Dicho de otro modo, no habrá una oposición sino varias: una de corte radical, encabezada por el Frente Amplio, una moderada abierta a acuerdos puntuales, y, no sería raro, una de corte constructivo dispuesta a entendimientos programáticos un poco más amplios.

El desafío que se le abre ahora a Sebastián Piñera es gobernar con el mismo talante que expresó en la segunda vuelta. Esto implica buscar acuerdos con un Parlamento donde carece de mayoría, pero que tiene —como decíamos— la variedad suficiente para ensayar acuerdos puntuales en proyectos específicos sobre los que hay coincidencias. Alejandro Guillier, al conceder su derrota, fue claro en su compromiso de promover una oposición constructiva.

Es probable que la mayor dificultad del nuevo gobierno será, al igual que en el mandato anterior de Piñera, lo que pase en la calle, esto es, la oposición social. Pero no se trata de una fatalidad. El grado de beligerancia de las movilizaciones sociales dependerá del programa que siga el nuevo Ejecutivo y de su capacidad de alcanzar acuerdos con las fuerzas de oposición. Si el presidente electo mantiene las orientaciones de su campaña de segunda vuelta, es altamente probable que consiga sortear este escollo.

Un desafío del Gobierno será su proyección más allá de los cuatro años del mandato presidencial. Esto abrirá —o mejor dicho, ya abrió— una dura competencia en las filas del centro-derecha entre corrientes conservadoras, liberales y populares. Todo indica que en la próxima elección (2021) va a haber una pluralidad de candidatos en el campo oficialista, como también en el ámbito de la oposición. Y se va a dar un fenómeno que se anticipó ahora, pero de modo mucho más formal e institucional, como es una negociación post primera vuelta. En este sentido se puede afirmar que la institución de las primarias caducó. Éstas suponían grandes coaliciones, pero en la medida en que no existan la verdadera primaria será la primera vuelta, en la que van a ir muchos candidatos, y luego los dos candidatos ganadores van a tener que construir coaliciones ad hoc convocando a los derrotados de su propio campo y si es posible —como parece haberlo hecho quien ganó esta vez— del campo adversario.

Si el 19 de noviembre los electores chilenos dieron la sorpresa siendo mezquinos con Piñera, el 17 de diciembre volvieron a sorprender siendo generosos. Su triunfo es amplio e inobjetable. Y es su mérito; un premio a su persistencia, pero también a su apertura, a su flexibilidad y a su espíritu unitario. Queda ahora por ver si Piñera se atreve a innovar en la formación de su gobierno, incorporando a figuras jóvenes, a independientes, a líderes de la sociedad civil, respondiendo de este modo al ánimo de renovación que se desprende del largo proceso electoral que terminó el pasado domingo.