El gigante asiático compra tierras en el extranjero, pero está por detrás de EE UU y Oriente Medio en la colonización agraria.

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Empresas chinas trabajando en Ghana. Chris Stein/AFP/Getty Images

Una sorprendente noticia recorrió el mes pasado las webs de los medios de comunicación de todo el planeta. China, se dijo entonces, había alquilado por un periodo de 50 años tres millones de hectáreas de tierra de cultivo y pasto en Ucrania, el equivalente al 5% de la superficie del país eslavo. De la noche a la mañana, el granero de Europa se había transformado en el granero de China, suministrando abundante munición a aquellos que denuncian el neocolonialismo del país asiático. Todo encajaba: la escasez de recursos y la creciente ambición de China. ¿El problema? Que la noticia era falsa.

El socio ucraniano en la operación, KSG Agro, se apresuró a refutar la información con un comunicado de prensa colgado en su web. “KSG Agro no tiene ninguna intención ni ningún derecho a vender tierra a extranjeros, incluidos los chinos”, decía la nota, que limitaba el alcance del acuerdo cuatripartito –participan, además de la firma ucraniana, el Xinjiang Production and Construction Corps, la China National Corporation for Overseas Economic Cooperation y la China Ukraine International Engineering Cooperation Association Limited- a un mero memorando de entendimiento. La cooperación comenzará, según esta nota, en 2014 con un paso modesto: la irrigación de 3.000 hectáreas. No daba más detalles.

¿Está China, aún así, colonizando las tierras de cultivo del mundo? Sí y no. Los grandes conglomerados agrícolas del país asiático están expandiéndose en el exterior con fuerza. Pero no son los únicos ni los más osados. Las empresas estadounidenses y las de Oriente Medio llevan la delantera. No existen datos oficiales en la esfera global sobre las tierras compradas o alquiladas a extranjeros. La mejor aproximación, según los expertos consultados, la ofrece una joven organización llamada Land Matrix, que recopila con la ayuda de voluntarios alrededor del mundo datos de registros oficiales y noticias publicadas en prensa.

Hasta ahora, según los cómputos de la asociación, China se encuentra tan solo en el séptimo puesto entre los compradores, con 1,3 millones de hectáreas adquiridas o alquiladas en otros países. Por delante se sitúan Estados Unidos (7,1 millones), Malasia (3,4), Emiratos Árabes Unidos (2,8), Reino Unido (2), Singapur (1,8) y Arabia Saudí (1,5), por este orden.

El alza de los precios –especialmente desde 2008- ha transformado la agricultura en un negocio cada vez más atractivo para los inversores internacionales. De acuerdo al índice de precios de los alimentos creado por la FAO –el organismo de Naciones Unidas especializado en agricultura- la misma cesta de comida cuesta hoy el doble que hace 10 años.

“Las adquisiciones de tierras a gran escala por parte de extranjeros no son un fenómeno nuevo, pero en tiempos recientes se ha observado un incremento sustancial, con cifras récord en 2009”, explica Jesper Karlsson, investigador de la división de Comercio y Mercados de la FAO. Detrás de este fenómeno, además del alza de los precios, existen a ojos de Karlsson otras causas: los subsidios a los biocombustibles en los países de la OCDE, la puesta en marcha de los mercados de carbono, la crisis financiera internacional –provocó que los inversores trataran de diversificar su portafolio- y la puesta en marcha de nuevos incentivos en los países en desarrollo, como la liberalización del mercado de tierras y el precio asequible de los alquileres.

La inmensa mayoría de estas inversiones se concentran en las naciones en desarrollo de África, América Latina y el Sureste Asiático. El destino preferente es el África Subsahariana, que agrupa siete de los 10 países que han vendido más tierras, según los datos de Land Matrix. El Banco Mundial estima que los terrenos cultivables del África Subsahariana apenas llegan al 30% de su productividad potencial.

Este es el patrón general. La particularidad de China es que es un país con ingentes recursos financieros y una verdadera necesidad de terreno. Desde tiempo inmemorial, la civilización china se ha enfrentado al dilema de la escasez, traducido en un dicho popular que reza “ren duo di shao”: mucha gente y poca tierra. El país asiático debe alimentar a un 20% de la población del mundo con tan solo un 8% de la tierra arable. Además, tiene uno de los ratios de terreno útil por persona más bajos del mundo: 0,08 hectáreas per cápita. España, por ejemplo, dispone de más del triple: 0,27 hectáreas.

El espectacular desarrollo del gigante asiático en las últimas tres décadas, además, ha agravado este desequilibrio. La urbanización y la industrialización han devorado ingentes cantidades de suelo donde antes cultivaban los campesinos. En los últimos 15 años se han perdido cerca de 10 millones de hectáreas, una superficie equivalente a la de Andalucía. El Gobierno estima que en la actualidad quedan 121,7 millones de hectáreas disponibles para el cultivo, muy cerca de la línea roja marcada por las autoridades a fin de mantener la autosuficiencia alimentaria: 120 millones.

El aumento del poder adquisitivo ha provocado también una transformación de los hábitos de consumo y un crecimiento de la demanda. Los chinos comen cada vez más carne y productos lácteos, alimentos menos eficientes que los cereales desde el punto de vista ecológico.

Todo esto ha provocado que China se sume al tren del alquiler –la mayoría de los países no permiten la compra- de tierras en el extranjero. Como casi todos los inversores internacionales, ha realizado grandes operaciones en África: Zimbabwe, Sudán, Uganda, Nigeria, Sierra Leona, Angola, etc. Sin embargo, las naciones vecinas de Camboya y Laos han sido las que han copado la gran mayoría de los contratos con empresas chinas.

“La causa de estas operaciones es que la tierra en China es cada vez más cara”, razona Dang Guoying, investigador de la Academia China de las Ciencias Sociales. “Son acciones comerciales, de hombres de negocios, la mayoría provenientes de empresas privadas”, afirma. “Las políticas del Gobierno, hasta ahora, no han sido especialmente incentivadoras, pero obviamente el Ejecutivo tampoco se opone”, concluye.

China no tiene una legislación concreta que regule este tipo de operaciones. El Plan Nacional de Seguridad Alimentaria a Largo Plazo 2008-2020 hace referencia a reforzar la cooperación internacional en materia de comida y combustibles. Uno de los objetivos de Pekín es “incentivar que las empresas nacionales vayan al exterior”, según el documento. El año pasado, el vicedirector de la Comisión Nacional para la Reforma y el Desarrollo, Zhang Xiaoqiang, negó que el país tuviera ningún plan para hacerse con tierras en el exterior, matizando que el Plan Nacional se refiere a incentivar la cooperación con firmas extranjeras.

En cualquier caso, al Gobierno de Pekín no le hace falta ninguna legislación para promover un comportamiento u otro. Le basta con dar órdenes a las firmas públicas que funcionan en el sector y al sistema financiero estatal para que respalde las operaciones.

Para los defensores de la compra de tierras, el capital foráneo puede aportar la tecnología, las infraestructuras y el acceso a los mercados a zonas rurales que de otra forma estarían completamente aisladas, aumentando la productividad y los ingresos de las poblaciones locales. Para los detractores, en cambio, el alquiler de tierras a gran escala priva a las comunidades locales de su medio tradicional de subsistencia, en operaciones sin transparencia que rara vez son consultadas democráticamente, lo que pone en riesgo su seguridad alimentaria. “La calidad de la gobernanza pública es clave para el resultado de la inversión”, previene Karlsson.

La tierra sigue siendo un tema sensible. Hay cientos de millones de personas que viven directamente de la labranza. Y otros cientos de millones que continúan pasando hambre a principios del siglo XXI. Hoy en día, una de cada ocho personas en el mundo –842 millones de seres humanos– no consume regularmente las suficientes calorías para mantener una vida activa, según datos de la FAO. En el caso de China, además, se mezcla esta polémica con el miedo y los lugares habituales comunes con que se ve al país asiático desde Occidente.

 

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