Trabajadores del sector del acero se reunen
Trabajadores del sector del acero se reúnen en las puertas de la compañía Guofeng, en Tangshan, en la provincia de Hebei, abril 2016. Greg Baker/AFP/Getty Images

La reforma de los conglomerados estatales es inaplazable, pero al mismo tiempo podría aumentar el riesgo de inestabilidad social en el gigante asiático.

“Queremos sobrevivir, queremos comer”, dice en pinceladas negras sobre tela blanca uno de los enormes carteles que llevan los obreros mientras marchan por las calles de la ciudad de Shuangyashan, una comunidad minera de 1,5 millones de personas al noreste de China. Una multitud de manifestantes, 1.000, según algunos cálculos, sostienen que su empleador, la empresa estatal Longmay, no les ha pagado sus salarios por varios meses.

El 12 de marzo imágenes y vídeos de las protestas se difundieron rápidamente por redes sociales chinas, que si bien sigilosamente vigiladas por la censura, no son libres de rendijas reveladoras: centenares de obreros tomando vías ferroviarias para cortar el tránsito de trenes hacia Pekín, escuadrones de policías antimotines enfrentados a filas de manifestantes en la calle, individuos violentamente detenidos por agentes de policía, varias docenas de vehículos patrulleros con sirenas a todo volumen desplegadas en una plaza central, más carteles con demandas como “devuelvan nuestro dinero” avanzando por las calles, en fin, evidencia gráfica de inestabilidad social mientras que las altas cúpulas del Partido Comunista Chino (PCC) llevan a cabo su doble reunión, la sesión parlamentaria anual, en el Gran Palacio del Pueblo en Pekín.

Allí, durante las primeras semanas de marzo, el Congreso Nacional del Pueblo y la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino ponen en escena un espectáculo legislativo de unidad y estabilidad con unos 3.000 representantes de todo el país ante la prensa nacional y mundial, en donde nuevas legislaciones son aprobadas con índices de apoyo superiores al 90% de los votos.

En una de las incontables conferencias de prensa que acompañan la doble reunión se halla el detonante de las protestas en Shuangyashan. El 6 de marzo la delegación de la provincia de Heilongjiang, donde tiene su base la minera Longmay, recibe a la prensa. El líder de la delegación, el gobernador Lu Hao, responde a las no siempre fáciles preguntas de los periodistas chinos. Lu, el más joven miembro del Politburó y figura ascendente en las filas del Partido, proclama audazmente que “hasta el momento no se ha retrasado ningún pago ni recortado ningún beneficio a ninguno de los 80.000 empleados de la mina Shuangyashan”. La noticia se propaga, los mineros toman las calles.

China experimenta una enorme sobrecapacidad industrial, agravada por la caída de la demanda y los precios, particularmente del acero y el carbón en los últimos años. Por meses se habló de la reforma de las empresas estatales, especulándose con recortes de hasta 5 millones de empleos estatales y el fin de préstamos a canilla libre para mantener a flote este sector insolvente.

A nivel nacional la demanda de carbón disminuyó un 3,7% con respecto a 2014, cuando ya había registrado una merma de 2,9% con respecto al año anterior, según estadísticas del Gobierno chino. Más aún, datos publicados en marzo de 2016 revelan una caída del 6% en producción de carbón termal y acero entre enero y marzo de este año, mientras que se registró una caída del 10% para el carbón metalúrgico, utilizado en la producción de acero.

Longmay, con unos 250.000 empleados, es una de las más afectadas: tan sólo en el primer trimestre de 2014 registró pérdidas de 1,64 mil millones de yuanes (222 millones de euros) y experimentó entre enero y agosto de 2015 otro salto de 1.000 millones de yuanes en pérdidas -en 2013 perdió 2,28 mil millones de yuanes (300 millones de euros). En septiembre de 2015 Longmay anunció que despedía 100.000 empleados en tres meses.

La tendencia es clara: una exhaustiva reforma de los conglomerados estatales es inaplazable, pero con la amenaza de más protestas como las de Shuangyashan, la operación requiere al mismo tiempo de extrema cautela y gran determinación.

En febrero, el ministro de Empleo y Seguridad Social, Yin Weimin, manifestó que hacía falta despedir a 1,8 millones de empleados, 1,3 millones del sector carbón y 500.000 del sector acero.

El 16 de marzo, al cierre de las reuniones en Pekín y después de aprobar el próximo plan quinquenal de desarrollo, el primer ministro Li Keqiang lanzó una llamada a la calma en su informe anual. Li reconoció que para llevar a cabo la reconversión industrial “hemos elegido el acero y el carbón como prioridad, pero evitaremos despidos masivos”, enfatizando que se protegerán los intereses de los empleados con un fondo especial de 100.000 millones de yuanes (14.000 millones de euros) para compensaciones y subsidios. Li no precisó detalle alguno sobre el calendario para la reconversión ni la creación del fondo. Esta postura contrasta con el “hachazo implacable” del que hablaba en diciembre pasado.

La “reforma por el flanco de la oferta”, nomenclatura del plan en el léxico oficial, contempla no solamente recortar la producción a escala nacional sino también la reducción de capacidad mediante la fusión de estatales no solventes en conglomerados mayores y más eficientes. En el caso de empresas como Longmay, despojarlas al mismo tiempo de intereses no primordiales para su supervivencia como el cuidado médico y la educación.

Estas empresas fueron el pilar de la industrialización y de la economía planificada de la “Nueva China” desde su fundación en 1949 y hasta hoy siguen siendo el eje central de las localidades en las que se encuentran. Mantienen una mano de obra desproporcionada con respecto a su producción, administran escuelas, guarderías y hospitales con fondos propios, perpetuando un modelo industrial anticuado que se perdió la primera oleada de reformas al sector público en los 90.

En el noreste, la predominancia de este tipo de empresa estatal se combina con una marcada escasez de privadas, lo que dificulta aun más una reforma si se tiene en cuenta el interés de gobiernos locales por mantenerlas a flote, ya que no solo son la base de la economía local sino también el factor estabilizador social más importante.

Las economías de las tres provincias del noreste, Heilongjiang, Liaoning y Jilin, se caracterizan por esta fuerte dependencia, también causa matriz de su debilidad. Según estadísticas oficiales (cuestionadas frecuentemente), dentro del marco de crecimiento ralentizado de 6,8% de 2015, las provincias del noreste ocuparon las últimas posiciones a nivel nacional, con Liaoning en último lugar con solo 2,7%. La contribución al producto nacional fue de 4,2% para Liaoning, 2,2% para Heilongjiang y 2,1% para Jilin.

Según un análisis reciente del China Daily (28 marzo), un periódico perteneciente a la propaganda estatal, los empresarios en estas provincias se preocupan más por las opiniones de líderes políticos que de las fluctuaciones en los mercados, “porque sacan ganancias de subsidios de gobiernos provinciales y no de incrementos a la productividad”.

Así, la sustitución con servicios y consumo en provincias tradicionalmente dependientes de una fuerte empresa estatal obstinada con la industria pesada resulta extremamente difícil. Desde 2004 Pekín intenta rejuvenecer las economías del noreste, pero su adicción a un modelo anticuado (conocido popularmente como “economía zombie”) agrava su renuencia a la reforma y las pone en desacuerdo con Pekín.

En contraste, focos industriales desarrollados después de las reformas en los 90 como los de Guangdong y Jiangsu, motores del crecimiento de dos dígitos de las últimas décadas, no dependen del subsidio gubernamental y están mucho mejor preparados para enfrentar el desafío de la ralentización económica, las mayoritarias empresas privadas (y extranjeras) están muy familiarizadas con las reglas de la economía de mercado, además, los trabajadores migratorios en sus fábricas pertenecen a una clase social completamente distinta a la casta de los privilegiados empleados estatales.

El 13 de marzo, a pocos días de su calamitosa intervención, el gobernador de Heilongjiang, Lu Hao, se disculpa en otra conferencia de prensa: “Me equivoqué, hay moratoria de pago”, y agrega “hay que rectificar el error, y resolver el problema”. La rápida reacción de la promisoria figura política, y el pago de las deudas con los trabajadores estatales enfurecidos, aplacó la protesta en Shuangyashan.

El mantenimiento de la estabilidad es de importancia vital para legitimar la autoridad del Partido, que tras la represión del movimiento estudiantil de 1989 ofrece beneficios económicos a cambio de derechos políticos. Por décadas, el criterio tácito para evaluar a funcionarios públicos pone especial énfasis en el mantenimiento de la estabilidad social, y recientemente el Comité Central del Partido emitió un documento que por primera vez advierte explícitamente a funcionarios “en todos los niveles” sobre las consecuencias de no aplacar disturbios públicos: perderán sus puestos.

Datos de China Labour Bulletin, una ONG de derechos laborales en Hong Kong, muestran un aumento de 200% en el número de huelgas laborales y protestas en todo el país entre julio pasado y enero de 2016. Teniendo en cuenta que en Heilongjiang las empresas estatales representan un 60% de la economía, lo ocurrido en Shuangyashan es tan solo la punta del iceberg si Pekín lleva adelante una verdadera reconversión industrial a nivel nacional.