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Chinos encienden inciensos celebrando el nuevo año según el calendario lunar. en Hong Kong. Philippe López/AFP/Getty Images

Un vistazo a las distintas fes que se profesan en el gigante asiático y la compleja relación de la burocracia china con la religiosidad de su pueblo.

La visita del monje Changchun al campamento de Genghis Khan, por esos días asentado en el Hindú Kush, es un ejemplo divino de poder blando. Aquello sucedió en el siglo XIII. El conquistador mongol, quien ya dominaba el centro y noreste de la hoy China continental, estaba interesado en la fórmula para alcanzar la inmortalidad, que se decía, los taoístas poseían.

Changchun lideraba para entonces una secta que entre múltiples nombres fue conocida como la “congregación del loto dorado” –origen de la escuela o rama taoísta Quanzhen–, cuyos fundamentos eran las tres doctrinas filosóficas que han dominado la espiritualidad de los chinos por dos milenios: confucianismo, taoísmo y budismo, aunque Changchun, siguiendo a su antecesor, Wang Zhe, apodado “Wang el loco”, la aderezaba con un ascetismo radical y exótico.

Es historia que Changhun fue honesto con Genghis Khan y le dijo que no conocía el secreto de la inmortalidad, aunque le recomendó dormir solo, así fuera por temporadas, pues el buen descanso por las noches alarga la vida.

Genghis Khan murió en 1227, a los 65 años; pero eso fue debido a su incontrolable ánimo bélico –hay versiones de que pereció tras ser herido en batalla, en Yinchuan, 1.000 kilómetros al oeste de Pekín–; o quizá porque le resultaba difícil dormir solo, pues era muy afecto a su harem. Changchun falleció ese mismo año en el templo, entonces era monasterio, llamado hoy de la Nube Blanca, que aún puede visitarse en la moderna Pekín, donde, por influencia de su amigo el conquistador mongol, fungió como abad.

Tres años duró el periplo de Changchun, desde su nativa región de Shandong, en la costa este de China, a las montañas del Hindú Kush, y de vuelta a Pekín. Se cree que la entrevista del monje y el fundador del imperio mongol se produjo al noroeste de Kabul. La aventura se narra en Los viajes de un alquimista, obra escrita por su discípulo y acompañante Li Chi Chang, quien habría de sucederlo como abad del monasterio de la Nube Blanca, hoy sede de la asociación taoísta oficial.

Ganar influencia sobre Genghis Khan, sus hijos y soldados a principios del siglo XIII –la reunión entre el monje y el conquistador comenzó en octubre de 1222– fue clave para la propagación del taoísmo: dentro de China sumó de inmediato más adeptos (Chanchung y sus acompañantes fueron recibidos como celebridades cuando volvieron a Pekín en 1224) y por la agresiva campaña de conquista territorial que los mongoles continuaron los siguientes 50 años, sus símbolos y prácticas, sobre todo las concernientes a la preservación de la salud, a través del ejercicio, meditación y el uso de medicina tradicional, se extendieron al centro y sur de Asia y a Europa del este.

Cuestión de fe: las cifras

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Una mujer china católica comulga en la provincia de Hebei. Kevin Frayer/Getty Images

El gobierno de la República Popular de China publicó el 3 de abril de 2018 un informe sobre “políticas y prácticas relativas a la protección de las creencias religiosas”; la ocasión anterior que el gabinete chino presentó un documento dedicado al tema fue hace 15 años.

En el documento se menciona que hay unos 40.000 clérigos taoístas en China. Cuatro años antes, el Departamento Nacional de Asuntos Religiosos –que este 2018 fue integrado al Frente Unido, uno de los brazos más poderosos del Partido Comunista de China: entre otras labores se encarga de la propaganda dentro y fuera del país– mencionaba la existencia de 9.000 templos. El número de practicantes de la religión es impreciso. Pero el Panel de Estudios sobre la Familia de China, dependiente de la Universidad de Pekín, calculó mediante una encuesta realizada en 2014 que los seguidores del taoísmo sumarían unos 11 millones en el gigante asiático.

De creer esta cifra –pero es difícil fiarse de cualquier indicador en China, y para esto razones abundan, solo téngase presente que el anterior jefe del buró de estadísticas fue condenado a cadena perpetua en 2017 acusado de gravísima corrupción– resultaría que la religión nativa de China tendría menos seguidores incluso que el cristianismo, que sumaba casi 70 millones de feligreses en 2012, según el Pew Research Center. De esos cristianos serían protestantes 38 millones, según el Gobierno; o 30 millones, según la Universidad de Pekín; o 50 o 60 millones, según el Pew Research Center.

En agosto de 2014, un simposio de expertos y académicos convocado por el Movimiento Patriótico de las Tres Autonomías de Protestantes de China –el celestial nombre elegido por los maoístas para uno de los órganos que regulan el protestantismo en el país; el otro es el Consejo Cristiano de China– estimó que el número de protestantes se ubica entre 23 o 40 millones.

Católicos habría unos 12 millones, según estimaciones del cardenal Joseph Zen, exarzobispo de Hong Kong; o seis millones, según el Gobierno chino; o nueve millones, como publicó el Pew Research Center en 2012.

Y habría que considerar, además, que hay en China cristianos ortodoxos y no sería extraño que alguien, en las provincias de Mongolia interior o Xinjiang, insistiera en denominarse nestoriano.

China reconoce cinco religiones convencionales y para cada una creó, tras la fundación del “nuevo país” por los comunistas en 1949, una asociación que las regula. Además de taoísmo, protestantismo y cristianismo se acepta al budismo y al islam.

Budistas había, a principios de esta década, unos 244 millones en China, según estimaciones del Pew Research Center. De éstos, 17,3 millones habrían formalizado su adherencia mediante ritual, según una encuesta sobre prácticas espirituales publicada en 2007, coordinada por el Centro sobre religión y sociedad china de la universidad de Purdue, Indiana, Estados Unidos.

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Musulmanes chinos rezan en una mezquita de Pekín. Nicolás Aafouri/AFP/Getty Images

Musulmanes habría unos 23 millones, cifra que se deriva del número de individuos pertenecientes a las 10 etnias que son creyentes del islam en China; uigures y huis son la mayoría de éstos, ambos grupos suman poco más de 20 millones de individuos.

Sin embargo, la práctica espiritual con más fieles en China no tiene doctrina ni iglesia, entendida ésta como institución reguladora del culto y feligresía con referentes comunes; tampoco siquiera un linaje de dioses. Una estimación, publicada en 2012 en la Revista de estudios científicos sobre religión, fundada en la investigación de los académicos Fenggang Yang y Anning Hu, sostiene que estas creencias tendrían unos 578 millones de adherentes. Tampoco tienen nombre específico. Se les denomina básicamente como “religiones populares”.

Estas religiones populares de China se manifiestan, por ejemplo, en la elaborada celebración del año nuevo lunar: 28 días, en promedio, repletos de ceremonias caseras, renovación de altares, visitas a templos y familia, así como la elaboración y consumo de banquetes donde se incluyen platillos que simbolizan la longevidad, la buena fortuna y la moral; los funerales: animados con música, rezos, ceremonias espiritistas, danzas, comida, quema de papeles mágicos y dinero celestial –en años recientes hasta bailarinas eróticas, pues se cree que un velatorio concurrido es propicio para la ultratumba, pero esto ha sido prohibido por el Estado–; y la consulta a adivinadores, a fin de descifrar sueños, encontrar una pareja sentimental, resolver un entuerto con un espíritu, obtener un nombre afortunado para el hijo, preguntar sobre futuros empleos…

En la introducción al libro Religiones de China en la práctica, editado por la Universidad de Princeton, Stephen F. Teiser menciona que el término “religión popular” hace referencia a ritos y creencias compartidas por la casi totalidad de los chinos, sin importar su posición socioeconómica, nivel de educación o afiliación a cualquiera de las “tres enseñanzas” –confucianismo, taoísmo y budismo–. Es una categoría tan amplia, agrega, que por ello muchos académicos evitan emplearla, prefiriendo unidades conceptuales como religión familiar, ritos mortuorios, festivales de temporada, adivinación, curandería y mitología.

Un compendio extraordinario de cifras sobre religiosidad en China, fechado en 2016, fue preparado por Katharina Wenzel Teuber para el Centro China. Allí, para dar idea de la influencia y lo común que son estas religiones populares, se menciona el caso de la demolición de templos iniciada en 2013 por el gobierno de la provincia de Zhejiang –en su capital, Hangzhou, es donde se celebró la reunión del G20 en 2016–. La destrucción se hizo célebre por los templos cristianos derribados y las cruces removidas. Pero si para 2014 habían sido destruidos 340.000 metros cuadrados de espacios religiosos tildados como “ilegales” por no tener permiso de construcción, de éstos solo el 2,3% estaban ligados al protestantismo; el resto eran capillas y templos de religiones populares.

La búsqueda de lo invisible

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Una mujer china toca una escultura con la forma de un conejo en búsqueda de buena suerte. Frederic J. Brown/AFP/Getty Images

Desde el siglo II, cuando sucedió la rebelión de los turbantes amarillos, un clan de curanderos y magos taoístas de la provincia de Shandong –la misma donde nacería 900 años después el monje Changchun–, hasta el cierre total de templos y la prohibición de los cultos durante la Revolución Cultural hace 50 años, la erupción de protestas de 2009 en el Tíbet y los campos de “reeducación” política para musulmanes en Xinjiang en la actualidad, la relación de la burocracia china con la religiosidad del pueblo ha sido tortuosa.

Para el Partido Comunista de China la historia es otra. En su flamante informe sobre creencias religiosas dice: “Conflictos religiosos y confrontación rara vez se han visto en China desde la introducción del budismo, islam, catolicismo y protestantismo en los pasados 2.000 años. El Estado y la sociedad han mantenido una mente abierta hacia las creencias religiosas y los cultos populares”.

Para zanjar por ahora este asunto conviene recurrir a Ian Johnson, un ganador del Pulitzer, visitante asiduo del templo Miaofeng en las montañas al oeste de Pekín, y quien publicó en 2017, un libro ameno y bien documentado, Las almas de China. El retorno de la religión después de Mao, donde sostiene que millones de chinos buscan hoy en la religión y la fe respuestas que no hallan en el mundo secular en el que viven.

Esta necesidad por lo intangible no es sutil ni soterrada como pudiera imaginarse. Sucede en las calles de las ciudades y pueblos en todo el país. Ocurre cuando alguien consulta a un mago taoísta en una banqueta de Datong; en las fogatas en culto a los ancestros, en cualquier esquina de la cosmopolita Shanghai, durante el mes de los espíritus hambrientos, al final del verano, o en Qingming, un festival que coincide con la Pascua cristiana, cuando se limpian las tumbas; al girarse las ruedas de oración en las antiguas provincias del Tíbet, distantes a miles de kilómetros de los Himalayas; en las oraciones de los uigures frente a la embajada de Arabia Saudí en Pekín; al pagar a un intermediario con los cielos para que escudriñe el caparazón de una tortuga, en Pinyao, y enuncie lo que el futuro depara. En Chengdu, en la penumbra de una oficina, no es raro encontrar a quien comulgue frente a la pantalla de su ordenador, incluso con una hostia en la mano. Atisbos a la religiosidad china abundan; de los que se puede decir, como Li Shang-yi, un poeta del siglo IX, protegido de la dinastía Tang: “estas imágenes tienen un significado esperando ser encontrado”.

El monje Chanchung murió a los 79 años, no obstante, quizá sí poseía una fórmula para vivir eternamente. La receta es famosa entre taoístas, por simple. La compartió el sinólogo Henri Maspero, quien fue luego citado por Mircea Eliade en Historia de las creencias y las ideas religiosas. Para quien se interese: “Si se logra contener el aliento durante el tiempo correspondiente a 1.000 respiraciones, se obtiene la inmortalidad”.