El  país asiático emprende una programa a gran escala de ingeniería social y urbana sin parangón.

Una mujer pasea por las calles de la ciudad de Zhengzhou, China. AFP/Getty Images

Wudianshi es una de las reliquias arquitectónicas de la cultura de Minnan, en el sur de China. Los tejados apuntan de forma oblicua al cielo, para no ofender a los espíritus, y los elegantes patios interiores aprovechan la luz y las temperaturas templadas de la provincia de Fujian. Se trata de un complejo poblado hoy en día por casas de té, salas de concierto de música folclórica y antiguas residencias de comerciantes transformadas en museos. El gobierno local de Jinjiang todavía está en proceso de remozar la zona, que apenas ocupa un kilómetro cuadrado. A su alrededor, hasta donde alcanza la vista, se levanta un frío paisaje de hormigón y asfalto, una ciudad de 1,5 millones de habitantes construida a toda prisa sobre las ruinas de una herencia cultural de siglos, una urbe indistinguible de los otros cientos que componen el país asiático.

Jinjiang es un buen ejemplo del tipo de destrucción urbana que el primer ministro chino, Li Keqiang, ha apelado recientemente a frenar. Debemos "proteger los monumentos histórico-culturales, los paisajes naturales, y evitar que todas las ciudades tengan la misma fisonomía", aseguró Li en su informe de Gobierno ante la Asamblea Nacional Popular. Pero Jinjiang, el mayor clúster mundial del zapato deportivo -produce el 20% de las zapatillas del planeta- es también un ejemplo de las centenares de ciudades de tamaño medio, desconocidas por completo fuera de China, que están marcando el ritmo de la urbanización y el crecimiento económico en el gigante asiático.

El Gobierno de Pekín pretende desviar la migración proveniente de las zonas rurales, que se ha concentrado desde hace dos décadas en los tres polos de Cantón, Shanghai y Pekín, hacia este tipo de urbes medianas y pequeñas, que también son las que exhiben en estos momentos un crecimiento económico más veloz. De acuerdo al Plan de Urbanización para el Periodo 2014-2020, publicado recientemente por el Ejecutivo, en 2010 China contaba con 140 ciudades con una población superior al millón de habitantes. El documento aboga por aumentar la población y el desarrollo económico de estas áreas y restringir, en cambio, el crecimiento de las megaurbes como Pekín, que considera saturadas.

Esta opción estratégica es de vital importancia para el futuro de China y del mundo. Desde 1978, unos 560 millones de campesinos han abandonado sus aperos de labranza en busca de una oportunidad en las mastodónticas junglas de cemento del país. De acuerdo a las previsiones del Gobierno, otros 100 millones lo harán de aquí a 2020, año en el que la población urbana alcanzará el 60% del total -en la actualidad es el 53,7%-. El desafío, en términos de emisiones de gases de efecto invernadero, necesidades energéticas y gestión de residuos, es gigantesco.

"Desde el punto de vista de las emisiones de CO2, cuanto más grande es una ciudad, más eficiente es", asegura Geoffrey West, un físico teórico que se dedica a investigar el desarrollo urbano en el Instituto Santa Fe (Estados Unidos). "Esto es lo conocemos como economías de escala: cuando doblas el tamaño de una urbe, rebajas el consumo per cápita alrededor de un 15%", explica el académico. Otros expertos apuntan en la misma dirección. "Las grandes ciudades exhiben un consumo de energía per cápita más bajo, por las economías de escala en el transporte y la facilidad para tratar los residuos", afirma Kam Wing Chan, de la Universidad de Washington. "Creo que promover el crecimiento de las pequeñas y medianas ciudades puede ser contraproducente e irrealista", defiende Chan.

Las suspicacias no son exclusivas de los académicos extranjeros. En las universidades del país asiático hay numerosos analistas que dudan del camino emprendido por la dirigencia. Yi Peng, por ejemplo, el director del centro de estudios Pangu, especializado en desarrollo urbano, cree que será muy difícil que las ciudades de segundo y tercer nivel consigan una masa crítica de empresas e instituciones suficiente para convertirse en el nuevo imán de que atraiga a los jóvenes del campo.

La motivación de los dirigentes chinos proviene del irregular desarrollo del país en los últimos 35 años. La creación de empleo y riqueza se ha concentrado desproporcionadamente en las provincias de la costa, que son las zonas con mejores infraestructuras y servicios públicos. Los tres grandes polos del desarrollo (el corredor entre Tianjin y Pekín, el delta del Yangtzé -alrededor de Shanghai- y el delta del Rio de la Perla -alrededor de Guangzhou-) comprenden tan solo el 2,8% de la superficie del país, pero concentran el 18% de la población y producen el 36% del PIB.

Desde el pasado mandato de Hu Jintao y Wen Jiabao, China ha invertido ingentes cantidades de dinero en el desarrollo de las provincias del interior, una tendencia que se mantiene en la actualidad bajo la dirección de Xi Jinping y Li Keqiang. Uno de los proyectos estrella consiste en habilitar el río Yangtzé como corredor comercial por donde naveguen grandes cargueros. El objetivo es crear un cinturón industrial que discurra paralelo al río, penetre hasta Chongqing en el centro del país y contribuya a solventar uno de los principales obstáculos que ralentizaron el crecimiento de las zonas interiores de China: la falta de puertos accesibles donde embarcar las mercancías hacia los mercados de Europa y Estados Unidos.

El Plan de Urbanización 2014-2020 establece también otro objetivo que puede parecer contradictorio con el primero: aumentar la densidad de población de las zonas urbanas. Los municipios chinos se financian principalmente con la expropiación de tierras de cultivo y su venta posterior para edificar zonas residenciales e industriales. Esto ha provocado una explosión de nuevos desarrollos que no siempre son necesarios ni eficientes. En Zhengzhou, por ejemplo, la capital de la provincia de Henan, en lugar de ampliar o remodelar la antigua ciudad, ha surgido de la nada una zona urbana completamente nueva a las afueras, donde poco a poco están trasladándose los edificios gubernamentales y, posteriormente, los ciudadanos. Es un desperdicio en términos de transporte, utilización de materiales y energía.

El objetivo de los líderes chinos es frenar este tipo de proyectos faraónicos que no son razonables desde el punto de vista medioambiental, sobre todo teniendo en cuenta la escasez de tierra cultivable que padece el país y el enorme tamaño de la población, que obliga a economizar recursos naturales. El problema es que todavía no se ha producido una reforma del sistema de financiación de los gobiernos locales, por lo que los mismos incentivos perversos que han provocado el fenómeno siguen en pie.

El Gobierno de Pekín está operando un programa a gran escala de ingeniería social y urbana sin parangón con ningún proceso anterior que haya conocido la humanidad. En Europa y Estados Unidos, la urbanización fue un proceso más lento, a veces caótico, sin una planificación centralizada al estilo chino. Desde el punto de vista económico y medioambiental, el planeta se juega su futuro en la ciudades del país asiático. "La forma en que China desarrolle sus centros urbanos tiene unas implicaciones globales inmensas", asegura un reciente informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

 

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