Hay que superar la idea de que los otros no tienen nada que decir sobre Occidente.

Cualquiera que lea y observe los medios de comunicación europeos y estadounidenses desde el 11-S pensará que los musulmanes han desatado una yihad contra Occidente y que furiosas turbas esperan a las puertas de la cultura occidental para aniquilarla. Esta cruzada y la de Europa y Estados Unidos contra el islam tienen ahora una audiencia de miles de millones de espectadores en todo el mundo. Al analizar la situación desde esta perspectiva, la teoría del choque de civilizaciones de Samuel Huntington podría convertirse en una profecía acertada. Dicho esto, el problema principal no es sólo que los musulmanes sean representados como gente violenta cuyas creencias y comportamientos son incompatibles con el mundo laico moderno. El meollo de la cuestión no es si los musulmanes tienen o no razón en casos como la polémica sobre las caricaturas danesas de Mahoma, o Los versos satánicos, de Salman Rushdie, sino si hay una forma de escapar del choque entre quienes piden libertad de expresión en Occidente y otros que exigen respeto por la religión en el ámbito islámico.

Nos guste o no, vivimos en un planeta global, en el que las tensiones pueden inflamarse de forma instantánea mediante la transmisión de información de un contexto cultural a otro. Esta nueva situación complica aún más la búsqueda de un equilibrio entre democracia y diversidad cultural. El eje central de este debate es tan simple como difícil. ¿Qué es más importante para el avance de la democracia: asegurar la libertad de expresión para todos los ciudadanos dentro de los límites marcados por la ley o proteger los intereses colectivos de las tradiciones culturales o religiosas? Es un hecho que no todos los musulmanes son enemigos de la libertad de expresión, igual que no todos los habitantes del mundo laico moderno desprecian la diversidad cultural y carecen de respeto por las tradiciones religiosas.
¿Libertad de expresión o blasfemia?

En realidad, el verdadero problema comienza cuando las dos partes empiezan a creer que es imposible llegar a un equilibrio entre ambas y que el enfrentamiento es inevitable. Pero no estamos experimentando un choque de civilizaciones tanto como un choque de intolerancias. La intransigencia es, sobre todo, la incapacidad o la falta de voluntad de soportar lo diferente. Este sentimiento hacia quienes son distintos de nosotros está, evidentemente, extendido en las sociedades modernas. No se trata sólo de intolerancia moral o política. Desde el 11-S ha habido un número creciente de ataques raciales contra musulmanes, contra sijs o contra cualquier persona proveniente de Oriente Medio o de origen asiático. Además, los comentarios desconsiderados hacia el islam y sus seguidores por parte de políticos y de medios de comunicación han ayudado a avivar las llamas del odio y el miedo entre las distintas comunidades de creyentes de todo el mundo.

Pero la intolerancia contra los musulmanes va de la mano de la demonización de Occidente por parte de los fundamentalistas islámicos. La prioridad parece ser la misma en ambos bandos: promover un conflicto generalizado entre el mundo islámico y Occidente. Pero ¿quién tiene la mayor responsabilidad de detener este choque de intolerancias cometido en nombre del islam y de la civilización occidental? La respuesta es, claramente, los musulmanes y los no musulmanes que están en contra de las descripciones superficiales y apocalípticas de un mundo dividido. Cualquier solución debe luchar contra el nacionalismo enloquecido, el odio tribal y la intransigencia étnica y religiosa, así como alentar a las fuerzas que se oponen a adherirse a los valores de la moderación y el respeto.

Es hora de darnos cuenta de que nos hallamos en medio de un gran cambio. La democratización de la intolerancia se ha convertido en la regla del comportamiento social. Paradójicamente, la idea de comprensión que predican todas las religiones y culturas se convierte en fanatismo dentro de los confines de la política particularista. Es verdad que ciertos gobiernos musulmanes no vacilarían en recurrir a la violencia para controlar la vida social y política de la población. Pero también es cierto que, para mucha gente en Occidente, el islam representa una amenaza generalizada y las medidas duras contra la inmigración y la multiculturalidad son necesarias para protegerse de este peligro. La crisis actual indica hasta qué punto las etiquetas de "Occidente" (West) y "el resto" (rest) son irracionales. Hay que ir más allá de esta oposición binaria predeterminada que parece sugerir que "el resto del mundo" no tiene nada que decir sobre Occidente. Si la civilización occidental empieza a actuar como los talibanes, olvidando el hecho de que contiene una diversidad de puntos de vista y de culturas, estará destinada a traicionar su propia raíz liberal y sus objetivos democráticos. Sin embargo, existe la posibilidad de coexistir en un mundo cada vez más intolerante. Podemos empezar desde la premisa de que la dignidad humana es demasiado grande como para ser capturada en una sola cultura. En otras palabras, cada cultura alimenta y desarrolla alguna dimensión de la dignidad humana y el progreso siempre vendrá del diálogo entre ellas. De manera que si Occidente está pidiendo al islam que erradique sus intolerancias, tiene el deber de hacer lo mismo. Los musulmanes necesitan que Occidente encuentre un equilibrio entre la democracia y la responsabilidad, y que aprenda del sentido de la comunidad del islam.

Mahatma Gandhi, una figura relevante para nuestra época, luchó contra la intolerancia toda su vida. Cada una de sus acciones era en pos de la armonía entre culturas e individuos. Gandhi definió mejor que nunca este diálogo de civilizaciones y del intercambio de ideas cuando dijo: "No quiero que mi casa esté tapiada por todos lados y mis ventanas condenadas. Quiero que las culturas de todas las tierras entren en mi casa con el viento, con tanta libertad como sea posible". Menudo reto son estas palabras para nosotros. Si el mundo busca una forma de salir del choque de intolerancias, la mejor manera es defender la propia libertad de expresión sin faltar al respeto a las opiniones de otras personas.