Un vendedor ofrece unos distintivos con el retrato del Presidente keniano, Uhuru Kenyatta, y el vicepresidente, William Ruto, en Nairobi, 2017. Simon Maina/AFP/Getty Images

Una década después de que la violencia asolara el país tras los comicios de diciembre de 2007, Kenia vuelve a las urnas en un escenario inestable: los líderes políticos recurren al discurso tribal para afianzar su cuota de poder, mientras la hambruna y la amenaza yihadista ensombrecen el horizonte de uno de los motores de África.

Ni de educación. Ni de sanidad. Tampoco de grandes reformas económicas. Tanto Uhuru Kenyata, líder de la alianza kikuyo-kalenjin que opta a la reelección a través de la alianza Jubilee, como al candidato opositor de la Super Alianza Nacional (NASA), el veterano Raila Odinga, han presentado los comicios como una elección entre dos dinastías políticas y una sola manera de entender Kenia en función de los intereses étnicos. Pero más allá de la cuestión tribal, la votación de agosto se decide también por cuestiones pragmáticas: el hambre y el miedo. Estas son las cinco claves de la cita electoral:

 

La inflación: la preocupación en las ciudades

Una mujer vende verduras en una calle de Nairobi. Simon Maina/AFP/Getty Images)

Con un crecimiento sostenido alrededor del 6%, el pasado mes de abril el Banco Mundial alertó de que el país se enfrentaba a una “desaceleración” económica provocada por el aumento del precio del petróleo, el débil crecimiento del crédito y, sobre todo, por la sequía que lleva casi un año afectando el país y destruyendo su producción agrícola. Como consecuencia, apunta el profesor de Economía de la Universidad de Nairobi y asesor gubernamental, Gerrishon K. Ikiara, los precios de los alimentos se incrementan y la inflación “supera ya el 11%”: el ugali, el plato por antonomasia de la comida keniana hecho a base de harina de maíz, ha multiplicado su precio un 31%. La leche y el azúcar también se han disparado un 12% y un 21% respectivamente

La crisis en la cesta de la compra, insiste Ikiara, ha sido utilizada por la oposición “para castigar” al Ejecutivo de Kenyatta. Los mítines de la coalición NASA se han llenado de proclamas cárteles y cánticos exigiendo una salida en forma de cambio de dirigentes como garantía para poder llenar las despensas. Aunque el Gobierno ha respondido con un programa de subsidios para controlar el precio de los alimentos básicos, las consecuencias de la sequía “están jugando un papel clave en estas elecciones”, asegura el comentarista político Hezron Ochiel. La etiqueta #ungarevolution se ha convertido en un símbolo de las protestas contra el proyecto de Uhuru Kenyatta.

 

La hambruna: el drama rural

Si en los supermercados de Nairobi, Mombasa o Eldoret la harina de maíz (unga) y el azúcar escasean, al norte del país, en las comunidades rurales del valle del Rift que conducen a Somalia, el ganado fallece por falta de agua y las cosechas apenas bastan para llevar comida a la mesa. “La sequía ha destruido el sustento de las familias, disparado los conflictos locales y erosionado la capacidad de las comunidades de salir adelante”, resume la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA por sus siglas en inglés) en un reciente informe.

Aunque todavía faltan por llegar las short rains (pequeñas lluvias) de noviembre, la temporada de lluvias ha dejado precipitaciones entre un 25% y un 75% por debajo de lo habitual, lo que augura una mala cosecha para el segundo sembrado del año. La previsión es que en septiembre la inseguridad alimentaria alcance ya el nivel 3 -crisis- de 5 en todo el norte del país: “Es probable que veamos una continuación, o incluso un empeoramiento significativo, de los problemas alimentarios y de agua, particularmente en las zonas áridas y semiáridas del país”, apunta el coordinador de programas de FAO en Kenia, Robert Allport.

A la falta de precipitaciones se unen también plagas como la gardma africana, lo que ahondará, en opinión de los expertos, en la crisis de precios y situará al Gobierno salido de las urnas ante su primer reto: frenar la angustia en un país donde 2,6 millones de personas, entre ellos 1,1 millones de niños, sufren inseguridad alimentaria.

 

El acceso de la tierra: los derechos ancestrales

Una mujer de etnia masái. Simón Maina/AFP/Getty Images

La aprobación de una nueva Constitución en 2010, la misma que dividió al país en 47 condados para diluir el poder en un sistema presidencialista, introdujo la posibilidad de un impeachement (destitución) y trató de apaciguar las tensiones garantizando la representación territorial con la creación de un sistema bicameral, abrió también la puerta a la anhelada reforma agraria. Sin embargo,  pese al desarrollo de varias leyes y a la histórica sentencia del Tribunal Africano de Derechos Humanos a favor del pueblo Ogiek la titularidad de la tierra en Kenia sigue en manos de los grandes latifundistas: las comunidades locales apenas poseen legalmente el 6% de los pastos, aunque sus dominios históricos cubren hasta dos tercios de toda la superficie del país.

Buena parte de estos territorios ancestrales se concentran en el condado de Laikipia, en la antigua provincia del valle del Rift, una zona habitada históricamente por los pastores masái. La llegada de los británicos a principios del siglo XX supuso el paulatino traslado de las comunidades masái y samburu a las reservas del sur del país. Tras la independencia, el pacto alcanzado por los británicos y que preveía la devolución de las tierras a los pobladores históricos en 2004, un siglo después de su cesión, cayó en saco roto: la nueva élite dirigente, los kikuyo del presidente de Jomo Kenyatta, maniobraron para entregar las propiedades a políticos, empresarios y descendientes de los colonos.

Este proceso de privatización, apoyado por préstamos del Banco Mundial para la creación de ranchos con los que aumentar la productividad de las haciendas, se sirvió de registros fraudulentos para la compra-venta de las tierras: el resultado, apunta el director ejecutivo del Environmental Defender Law Center (EDLC), Lewis Gordon, es un “conflicto” entre el “derecho consuetudinario” de un “pueblo que ha habitado” en esas tierras “durante generaciones” y un grupo “que tiene los derechos legales emitidos por el Gobierno”.

Aunque los pobladores masái han intentado recuperar sus tierras por la vía legal, el proceso permanece paralizado y los enfrentamientos entre los pastores que se adentran en las fincas de los latifundistas en busca de pastos con los que alimentar a sus rebaños se han disparado. Alrededor de medio centenar de personas han muerto a consecuencia de las disputas y decenas más, entre ellas Kuki Gallmann, autora del bestseller I Dreamed of Africa, han resultado heridas.

 

La cuestión tribal

Detrás de estas invasiones, asegura la propietaria de un rancho en Laikipia, se esconde las soflamas de algunos políticos interesados en alimentar los conflictos étnicos, especialmente la cuestión de la tierra, para garantizar sus apoyos políticos. El propio Raila Odinga apeló en una reciente entrevista al diario británico The Times a una “racionalización” en la distribución del territorio “para asegurar que haya un uso más productivo de esa tierra”. Un discurso con el que el líder opositor se granjeó el apoyo de las minorías masái y samburu sin reparar en el efecto belicoso que pueden tener en la zona.

Desde la vuelta al sistema de partidos en 1991 tras la caída de la “democracia del partido único” que guió al país desde su independencia en los 60, la política keniana se ha definido a partir de un alegato tribal con los kikuyu, la etnia más numerosa (alrededor del 22% de toda la población) y con mayor influencia del país, como eje del discurso. Amparados en una élite empresarial afín, los kikuyu se han ido adueñando de grandes extensiones de terreno y de los principales negocios del país. Según la revista Forbes, el propio Uhuru Kenyatta se encuentra entre las 30 personas más ricas de África: es dueño de un importante conglomerado mediático, de negocios turísticos, bancarios e inmobiliarios

Las acusaciones de corrupción y las disputas por las propiedades les ha enfrentado con los demás grupos étnicos del país. Aunque los kalejin (la tercera etnia en tamaño, con cerca del 14% del total) han sido sus rivales más encarnizados, como quedó patente durante los sangrientos enfrentamientos del invierno de 2008, el pacto entre sus líderes para concurrir juntos a los comicios desde 2013 ha dejado a los luo de Raila Odinga (apenas la cuarta tribu del país, con el 12%) como abanderados de la batalla étnica: en Kenia, la sociedad “vota en función de su etnia, cree que si uno de ellos está en el poder las cosas serán mejores para su comunidad”, resume el investigador en política social de la Universidad de Nairobi, Sekou Toure Otondi.

 

La guerra contra el ‘yihadismo’ en Somalia

Una superviviente a un ataque del grupo yihadista Al Shabab. Tony Karumba/AFP/Getty Images

Aunque el extremismo lleva amedrentando Kenia desde el ataque a la Embajada estadounidense en 1998, fue la participación del Ejército keniano en la guerra contra el yihadismo en Somalia lo que ha convertido al país en un objetivo declarado de Al Shabab: el 90% de los ataques terroristas en Kenia han ocurrido después de la invasión.

Desde abril de 2013, los atentados de Al Shabab ha provocado alrededor de 500 muertos en territorio keniano, con episodios tan sangrientos como el ataque en septiembre de ese año al centro comercial Westgate, ubicado en uno de los barrios más pudientes de Nairobi, en el que 61 civiles perdieron la vida y decenas resultaron heridos o el ocurrido en la universidad de Garissa en abril de 2015 que se saldó con 148 víctimas mortales. Esta misma primavera, las incursiones yihadistas en la zona fronteriza se han recrudecido, lo que ha obligado a las autoridades del país a decretar un toque de queda en la zona.

La amenaza terrorista ha mudado la percepción que la sociedad keniana tenía de su rol internacional: si en un primer momento la participación del Ejército en la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM por sus siglas en inglés) era motivo de orgullo, hoy son muchas las voces que reclaman al Ejecutivo que salga de las urnas la retirada de las tropas.

Con la guerra en Sudán del Sur y la amenaza yihadista en Somalia, la estabilidad en Kenia es clave para la región. La comunidad internacional confía en que el país haya aprendido la lección y el recuerdo del invierno sangriento de 2008, que se saldó con casi 1.300 muertos y más de 600.000 desplazados, sea suficiente para apaciguar la tensión. A diferencia de lo que ocurrió entonces, el país está ahora mejorar preparado para dirimir las disputas electorales. La Constitución redactada en 2010 garantiza la representación territorial al dividir el país en condados mientras la Independent Electoral and Boundaries Commission (IEBC) dirime cualquier acusación de fraude. Así ocurrió en 2013, cuando Kenyatta se impuso a Odinga por un estrechísimo margen que obligó a un recuento manual de los votos. Pese a que la oposición denunció que el resultado había sido “manipulado”, aceptaron resolver la disputa en los tribunales, lo que se tradujo en una transición pacífica.

Además, algunos movimientos sociales, como el Kibera Creative Arts, una de las comunidades de artistas que trabajan en la barriada de Kibera (uno de los epicentros de la violencia postelectoral), intentan convencer a los jóvenes de que la convivencia pacífica es la única salida para un futuro mejor.

Nadie en el país quiere que aquella pesadilla vuelva a repetirse. Pero todos son conscientes de que puede ocurrir. “No es un secreto que existe preocupación por un posible estallido de la violencia”, reconoció recientemente Marietje Schaake, máxima responsable de la misión de observación electoral de la Unión Europea. De que no lo haga depende el futuro de Kenia.