Una joven empuja un carrito frente a un cartel que indica un refugio en el aeropuerto de Ben Gurion Internacional, cerca de Tel Aviv. (Jack Guez/AFP/Getty Images)
Una joven empuja un carrito frente a un cartel que indica un refugio en el aeropuerto de Ben Gurion Internacional, cerca de Tel Aviv. (Jack Guez/AFP/Getty Images)

El 40% de los jóvenes está dispuesto a marcharse fuera del país, según las encuestas. Dato que contrasta con las frecuentes llamadas del primer ministro israelí a los judíos europeos a que emigren a Israel. El alto precio de la vida, la sensación de inseguridad permanente o la inexistencia de fronteras abiertas con los Estados vecinos son las principales causas de que algunos israelíes busquen establecerse en otros países.

Nadie sabe con certeza el número de israelíes que se han marchado de su país durante estos últimos años. La Oficina Central de Estadísticas de Israel no registra como emigrante a los ciudadanos que abandonan el territorio en el plazo de un año. Pero estas estancias de varios meses en el extranjero, sobre todo por parte de la generación más joven, suele convertirse en la semilla que germina en un momento posterior en forma de emigración definitiva.

Tal es el caso de los muchos israelíes –mayoritariamente askenazíes (de origen centroeuropeo)– que han decidido trasladarse a ciudades como Berlín, de estilo cosmopolita, con una variada oferta cultural y ciertas similitudes con la principal urbe israelí, Tel Aviv. No existen cifras exactas, pero las autoridades calculan que entre 10.000 y 15.000 israelíes se han marchado definitivamente a la capital alemana atraídos, además, por un menor coste de la vida en comparación con los actuales precios en Israel.

Una mudanza que genera una cierta alarma en un amplio espectro de la sociedad, la cual señala a quienes deciden emigrar como traidores para la “causa sionista”. Según recogió el diario estadounidense New York Times a finales del año pasado, Aluf Benn, conocido editor del periódico progresista israelí Haaretz, llegó a parodiar con sarcasmo el contrasentido que representa para muchos israelíes que cualquiera de sus compatriotas emigre a Alemania: “¿La gente se muda donde Hitler diseñó la solución final y lo hace felizmente?”, escribió el editor. “El Holocausto es el pilar de mayor importancia de la educación israelí. Ir a Berlín es como: ‘¿Qué no han aprendido nada?’ Es el fracaso máximo del sionismo”.

Sin embargo, una generación más joven, con un desapego mayor respecto de los ideales fundacionales del Estado (que perciben como un acontecimiento ya lejano) y a sus instituciones históricas, siente un profundo abandono. El alto precio de la vivienda, el bajo salario medio de los funcionarios o los contratos precarios de muchos jóvenes generan que miles de ellos viren hacia el pragmatismo económico: “hay que pagar las facturas a fin de mes y si no puedo hacerlo aquí, me iré a otra parte”.

En el verano de 2011 miles de ellos acudieron a las multitudinarias manifestaciones que tuvieron lugar en Israel. Entonces casi medio millón de personas salieron a la calle exigiendo más justicia social, un mayor acceso a la vivienda o mejores servicios sociales. El tiempo demostró que el movimiento de indignados israelíes constituyó un fracaso. Con él aparecieron nuevos partidos como Yesh Atid (“Hay futuro”, en castellano), que en las últimas elecciones generales de enero de 2013 enarboló la bandera del cambio, pero que terminó formando parte de una coalición de gobierno que acabó defraudando nuevamente a gran parte de sus votantes.

Estos y otros acudirán de nuevo a las urnas el próximo 17 de marzo para elegir a quienes serán sus representantes. De acuerdo a una reciente encuesta realizada por el canal del Parlamento (Knéset), el 56% de ellos ejercerá su derecho a partir de variables socioeconómicas. Curiosamente las mismas que motivaron en 2011 la movilización de los indignados.

He aquí cinco razones por las que algunos israelíes deciden hacer las maletas y emigrar a otros países:

 

El alto coste de la vida. En diciembre del año pasado, el Histadrut, el principal sindicato israelí, logró aumentar hasta los 5.000 shequels (unos 1.150 euros al cambio actual) el salario mínimo para quienes trabajan en el sector privado con la esperanza de extender este incremento a los trabajadores del sector público. Sin embargo, en el último lustro el precio de compra de una vivienda en Israel se ha incrementado en un 55% y el del alquiler en un 30%, inasumible incluso para parte de la clase media. Para las familias con las rentas más bajas la situación empeora, dedicando entre un 30% y un 45 % de todos sus gastos al pago de la casa, lo que repercute en su poder adquisitivo para adquirir bienes básicos como alimentación, educación o medicinas.

Por otro lado, decenas de miles de israelíes jóvenes están convencidos de que nunca podrán llegar a comprarse un inmueble, por mucho que trabajen. Según la Oficina Central de Estadística, el 41%  de los ciudadanos del país tiene un descubierto permanente que ronda los 2.000 euros. La mayoría achaca esta situación al elevado coste de la vida, mientras constata cómo el Gobierno encabezado por el primer ministro, Benjamín Netanyahu, dedica gran parte del presupuesto anual a la partida de defensa y a la construcción de asentamientos en la Cisjordania ocupada.

 

La sensación permanente de inseguridad. Una mayoría de israelíes vive diariamente con la impresión de que el país en el que residen puede desaparecer en cualquier momento, o sea, bajo una constante amenaza existencial. Primero, desde el exterior, por parte de sus vecinos árabes, con quienes mayoritariamente no tiene buenas relaciones (a excepción de Jordania y Egipto, Estados vecinos con quienes sí ha firmado un acuerdo de paz) y hasta enemistades manifiestas como es el caso de Irán, Siria (país con el que sigue técnicamente en guerra) o el vecino septentrional, Líbano. En el caso de Turquía las relaciones suelen ser a menudo tensas, pero los acuerdos económicos y estratégicos firmados entre ambos interesan más a sus respectivos gobiernos que algunas esporádicas enemistades casi siempre precedidas de exacerbadas declaraciones que, con el tiempo, terminan por suavizarse.

Sin embargo, la mayor amenaza para los jóvenes israelíes es percibida desde el interior, no solo desde la depauperada Franja de Gaza (bajo bloqueo terrestre, naval y aéreo desde hace casi 8 años) y la milicia islamista Hamás que la gobierna. También desde una Cisjordania en permanente estado de ebullición, a la espera de que cualquier estallido violento  pueda desencadenar una nueva intifada que lleva años sin materializarse, en gran parte por el férreo control que ejerce la Autoridad Nacional Palestina sobre cualquier amenaza desestabilizadora en el seno de su propia población (y en connivencia con Israel). Por tanto, una sensación permanente de inseguridad, externa e interna, que provoca un estrés que muchos ciudadanos no pueden tolerar.

 

Un país pequeño y polarizado. El israelí medio siente, con frecuencia, una cierta sensación de claustrofobia. Sin fronteras seguras al sur, al este y al norte (y sin un espacio aéreo abierto), se siente encerrado en un territorio demarcado, fuera del cual percibe una hostilidad y que está habitado mayoritariamente por una cultura árabe con la que, en teoría, no siente tener demasiado en común (en la práctica la influencia cultural es obvia, especialmente por la abundante población mizrajím –judíos de origen árabe– que a día de hoy reside en Israel).

En sus escasos 20.000 kilómetros cuadrados viven alrededor de 8 millones de personas. De ellos, más de 3 millones, casi la mitad de la población (un 43, 2%), según datos oficiales, viven en el área metropolitana de Tel Aviv (a sus residentes se les conoce como telavivim). Allí es frecuente escuchar la expresión de que “todo el mundo se conoce”, lo que para algunos israelíes genera igualmente una sensación de confinamiento.

A estos factores cuantitativos se les une otro cualitativo, como es el progresivo incremento de la población religiosa, los conocidos como haredim, frente a la población laica. Este fenómeno ha tenido por ejemplo lugar en muchos de los barrios de Jerusalén, provocando una corriente migratoria hacia los pueblos y asentamientos de la periferia de la capital. Un tanto agobiados por la aplicación estricta de la Ley judía o Halajá  por parte de los cada vez numerosos ultraortodoxos –que impiden por ejemplo el funcionamiento del transporte público durante el Shabat y, si pudieran, restringirían también el privado– hace que muchos laicos opten por buscar nuevos horizontes.

 

Sin contactos, sin oportunidades. En el último Índice de Percepción de la Corrupción difundido por la ONG Transparencia Internacional, referente para evaluar cómo percibe la corrupción el sector público de cada país, Israel quedó en la posición 37 (la misma que España), de un total de 175 países y territorios.

Al igual que España, el nepotismo abunda en Israel y a menudo influye decisivamente en el necesario proceso que tiene que superar cualquier joven a la hora de encontrar un empleo. La cultura de la meritocracia es percibida por la gran mayoría de la población como un imperativo, pero en la práctica, las capacidades y la eficiencia profesional pasan a un segundo plano en un Estado donde son frecuentes los escándalos de corrupción tanto en el ámbito de la política como en el de las instituciones. Dotarse de una buena educación no es garantía tampoco de conseguir un buen trabajo y la calidad del empleo a veces incluso dependerá de las relaciones que se hayan forjado durante la realización del servicio militar (obligatorio en Israel para hombres y mujeres por un período de 3 y 2 años, respectivamente), por ejemplo en el ámbito de las empresas de tecnología.

 

Años en el Ejército a cambio de poco. A los 18 años cualquier israelí debe ingresar en el Ejército. Pocos son los llamados refuseniks (palabra hebraizada de origen ruso, con la que se designa a los objetores de conciencia) y muchos los que conceptúan enrolarse en el Ejército como un deber social, bien enraizado en la identidad colectiva desde muy temprana edad. Sin embargo, algunos de quienes, convencidos,  acuden a filas, perciben que la contraprestación que el país les devuelve –por ejemplo en forma de servicios sociales– a cambio de años de “servicio a la patria”, resulta insuficiente. Y eso a pesar de los elevados impuestos que se pagan en el país.

Por otro lado, hay quien percibe que el tiempo empleado en el servicio militar resta capacidad competitiva en la futura inserción al mercado laboral si ésta se persigue en el extranjero. Por ejemplo, los jóvenes (hombres) que, una vez terminado el servicio militar, se matriculen en una carrera superior, terminarán sus estudios tres años más tarde que la media de su entorno europeo. Por consiguiente, para ellos el Ejército sí supone un inconveniente si buscan desarrollar su vida profesional por algunos años en el extranjero.