Una versión ampliada de los cuatro jinetes del Apocalipsis financiero.

 

AFP/Getty Images

 

Las consecuencias económicas son, por lo general, las menos temidas en cualquier escalada militar y, muy especialmente, cuando las disputas enfrentan a grandes potencias con enormes arsenales nucleares en la recámara. El pánico se centra en la destrucción del territorio, la siega de miles de vidas humanas o las infinitas columnas de refugiados, heridos o desplazados que terminan con sus huesos en campos desbordados por el hacinamiento.

Sin embargo, cuando los estallidos de violencia son localizados, la guerra no parece una amenaza real. Al venir de un período que ha triturado millones de puestos de trabajo mientras esquilmaba el gasto público en sanidad o educación en Occidente, las posibles consecuencias económicas se convierten en las que más aterran a la población y a unos líderes políticos que ya vislumbran la enésima amenaza a su popularidad. ¿Pero cuál puede ser ese impacto financiero que casi todos temen?

La quiebra de Ucrania. Como en todos los terremotos de alta o baja intensidad, la mayor devastación se produce en el epicentro. Ucrania corre un serio riesgo de suspender pagos y, según el informe que publicó recientemente Standard & Poor’s, la única manera de que no ocurra este año es que Moscú envíe a Kiev los 11.000 millones de euros prometidos o que lo hagan en su lugar otras potencias o instituciones extranjeras. Muchos analistas matizaron las conclusiones de este informe poniendo sobre la mesa o bien la férrea voluntad de Vladímir Putin a la hora de ayudar a su amigo Víktor Yanukovych, o bien el hecho de que el país poseía reservas suficientes en divisas para resistir durante los próximos dos meses.

Los acontecimientos, que se han precipitado desde que la agencia de calificación publicó su análisis el pasado 21 de febrero, han refutado los dos argumentos y la calma que pretendían transmitir, ya que los capitales extranjeros están acelerando su fuga de Ucrania, los ahorradores retiran todo el efectivo que pueden de sus bancos, el Kremlin ha suspendido su programa de rescate y Putin, lejos de ayudar, ha anunciado que quiere vaciar aún más las arcas de su vecino subiéndole el precio del gas que necesita. Estados Unidos, la Unión Europea y el FMI deberían acordar ya un plan de apoyo financiero para que los fondos llegasen a tiempo de impedir la quiebra soberana que podría producirse en abril.

Guerra del gas, adiós al maíz. Otro efecto económico de envergadura de este conflicto sería, precisamente, el incremento del precio del gas natural que pagan los países europeos y que emplean no sólo para calentar los hogares, sino también para la producción industrial de la que dependen millones de puestos de trabajo y la competitividad de un buen número de exportaciones. Esto podría ocurrir debido a la interrupción o drástica reducción del flujo que transporta el gasoducto Naftogaz, que proviene de Rusia y atraviesa Ucrania, Eslovaquia y República Checa hasta desembocar en Alemania (Waidhaus) e Italia (Tarvisio). Aunque Naftogaz lleva en su vientre el 50% del suministro que recibe Europa de Rusia, los países comunitarios esperan mitigar el impacto de un posible cierre del grifo con la ayuda de otras dos infraestructuras similares (Yamal-Europa y Nordstream) y de unas reservas de emergencia equivalentes a 38 días de suministro de Naftogaz, según los cálculos de los analistas de Deutsche Bank.

La escalada de los combustibles fósiles no sería la única que perforaría los bolsillos comunitarios e incluso internacionales. Ucrania exporta el 19% de la oferta total de maíz del mundo, un cereal que se siembra por estas fechas y que sus agricultores envían a los mercados mundiales mediante los puertos de Odessa, Illichevsk y Yuzhne, a orillas del mismo Mar Negro que baña las costas de Crimea pero a más de 300 kilómetros de distancia.

Desplome y contagio. Una consecuencia financiera de calado sería la caída de Rusia en la recesión este mismo año y su onda expansiva sobre los emergentes europeos que dependen en buena medida de su economía (esencialmente, Lituania, Estonia y Letonia). Los expertos consultados por Bloomberg el pasado 31 de enero estimaron las probabilidades de esa recesión en un 33%  y sus cálculos no tuvieron en cuenta la crisis de Crimea, sino la fragilidad de la recuperación mundial, el desplome de la inversión doméstica (sobre todo en el sector inmobiliario y energético), las trabas existentes a la creación y expansión de las empresas privadas y el freno que supone una demanda interna realmente débil. Los problemas de Rusia afectarían no sólo a los emergentes europeos, sino también a sus acreedores (los bancos italianos y franceses les han prestado en total 300.000 millones de euros) e incluso a Alemania, que sufriría doblemente por el encarecimiento de sus exportaciones a lomos de la subida del precio del gas y por la reducción de casi el 3,5% de sus ventas totales en el extranjero que destina al mercado ruso.

Peligro para los emergentes. Si Rusia entra en barrena, es fácil imaginar un agravamiento en la llamada crisis de los emergentes que ya no afectaría sólo a la rama europea de esta disparatada y diversa familia de países, sino que cobraría unas dimensiones globales en las que, casi con seguridad, la primera víctima sería Turquía, un Estado turbulento por sí mismo, con una moneda vapuleada por la desconfianza de los inversores extranjeros en los últimos dos meses y que vende casi el 4% de lo que exporta a su enorme vecino del norte. Las autoridades de Turquía, al igual que las de Rusia, India o Suráfrica, han tenido que elevar los tipos de interés para frenar la fuga de capitales y el desplome de sus divisas. Todos ellos, además de Indonesia y Brasil, si su situación continúa agravándose, podrían estar condenados a elegir entre fortalecer sus monedas y multiplicar las probabilidades de una recesión, o no hacerlo y arriesgarse a un colapso financiero provocado por la sangría de capitales que hacen cola en sus aduanas para abandonar el país. Este escenario sería otra posible consecuencia de algo que parece tan distante y lejano como el conflicto de Crimea o la legitimidad del Gobierno en Kiev.

Pura y dura incertidumbre. El quinto impacto económico es casi imposible de calcular, porque tiene que ver con la incertidumbre política y las graves dudas que han empezado a inundar los mercados. ¿Cuánto podemos perder por la pasividad de un G-8 que, seguramente, va a cancelar su próxima reunión justo en el momento en el que el brote de la recuperación mundial parece tan tierno? ¿Qué clase de trabas pondrá Rusia al comercio como respuesta a unas eventuales sanciones por parte de Europa y Estados Unidos o a la simple humillación de tener que recular ante la comunidad internacional? ¿Respirará Vladímir Putin por la herida elevando el coste en vidas humanas de la tragedia de Siria, postergando cualquier solución y desestabilizando así una región que se tambalea? ¿Dificultará el Kremlin el acuerdo que concierne al programa nuclear iraní y se traducirá esto en más amenazas de Israel y nuevos máximos del barril de petróleo?

Todas estas posibles consecuencias financieras, una versión ampliada de los cuatro jinetes del Apocalipsis, ni se producirán automáticamente ni resultan inevitables. Sortearlas requerirá, eso sí, de un nivel de estadismo, habilidad diplomática y generosidad al que los líderes occidentales y rusos no nos tienen en absoluto acostumbrados. Disponen aquí y ahora de una oportunidad para redimirse.

 

Artículos relacionados