Aunque frágil, hay motivos para el optimismo, la conocida como capital mundial del asesinato está en vías de recuperación.

Jesus Alcazar/AFP/Getty Images
Jesus Alcazar/AFP/Getty Images

Hace tan solo cuatro años, Ciudad Juárez era asediada por miembros de bandas criminales y saboteada por policías corruptos. A pesar del despliegue de miles de soldados y policías federales, la espiral de asesinatos y secuestros estaba sin control. Hoy, Juárez está en vías de recuperación: la inversión pública en programas sociales y reformas institucionales, así como un modelo de participación ciudadana sin precedentes, han contribuido a alejar del abismo a la ciudad que llegó a ser conocida como la “capital mundial del asesinato”. Aún persisten gravísimos problemas. Sigue siendo una indómita ciudad fronteriza con enormes desigualdades, en la que los traficantes y otros criminales no tienen dificultad para encontrar reclutas entre la población mayoritariamente joven, que no cuenta con buenos empleos ni educación.

Para sostener los avances logrados, los ciudadanos y los responsables de formular políticas públicas en la esfera local deben evaluar los logros y obstáculos, reactivar su alianza, fortalecer las instituciones locales y abordar las desigualdades sociales.

Si bien Juárez sigue siendo frágil, hay motivos para un moderado optimismo: los líderes de la sociedad civil –incluidas las asociaciones empresariales y profesionales, organizaciones sin ánimo de lucro y académicos– demandan explicaciones al Gobierno ante cualquier aumento del delito, reuniéndose periódicamente con funcionarios municipales, estatales y federales en la Mesa de Seguridad y Justicia, un singular organismo independiente integrado por ciudadanos y autoridades. En principio, los tres niveles administrativos siguen comprometidos con abordar las causas de la violencia mediante programas sociales dirigidos a las comunidades pobres, que han sido las principales víctimas de los asesinatos.

En 2010-2011, el Gobierno del presidente Felipe Calderón invirtió más de 380 millones de dólares bajo la iniciativa Todos Somos Juárez (TSJ), con la finalidad de financiar programas sociales diseñados para hacer que las comunidades, especialmente los jóvenes, fueran más resistentes al crimen violento. Gran parte de los fondos se destinaron a ampliar programas existentes para los pobres en áreas urbanas, y a construir o renovar centros comunitarios, escuelas y hospitales. Pero el impacto de estas iniciativas nunca fue evaluado, desperdiciándose una oportunidad para crear programas innovadores y sostenibles, que sean a su vez materia de examen y evaluación externos.

Cuando asumió el cargo en diciembre de 2012, el presidente Enrique Peña Nieto prometió que su estrategia de seguridad se centraría en la prevención del delito y la violencia, adoptando y adaptando algunas de las estrategias iniciadas por su predecesor. Una de sus primeras acciones fue ordenar a nueve Secretarías que unieran sus fuerzas en un programa nacional. Sus objetivos son ambiciosos: promover la participación ciudadana y una cultura de paz y respeto por la ley; abordar los factores de riesgo que hacen a los niños, adolescentes, mujeres y otros grupos vulnerables a la violencia; crear y reclamar espacios públicos para promover la coexistencia pacífica y fortalecer la capacidad institucional en las esferas federal, estatal y municipal.

El Programa Nacional para la Prevención de la Violencia y la Delincuencia (PRO­NA­PRED) canaliza fondos hacia áreas de alto riesgo que sirven además de laboratorios para el cambio social, incluidos tres dentro de Ciudad Juárez. Este enfoque de “acupuntura sociourbana” es prometedor. Los funcionarios afirman que las tasas de criminalidad ya se han reducido en muchas de las áreas abordadas, y prometen que en adelante los avances se medirán mediante estudios detallados. Pero en Juárez el esfuerzo se ha visto plagado de demoras y polémicas. La falta de transparencia en la selección y monitoreo de proyectos ha dado lugar a acusaciones de mala gestión y favoritismo político.

Las autoridades locales se enorgullecen, con razón, de los avances logrados en la reducción de los homicidios y otros delitos de alto impacto como el secuestro, pero aún hace falta más para evitar que Juárez sea víctima de un rebrote de la violencia. El modelo de participación ciudadana plasmado en la Mesa de Seguridad y Justicia debería ampliarse a los barrios a fin de empoderar a las comunidades y poblaciones más pobres para monitorear los proyectos de prevención de la violencia y trabajar con las fuerzas de seguridad para combatir el crimen. La policía local debe jugar un papel más importante. Las autoridades municipales, estatales y federales deberían permitir un mayor escrutinio de sus esfuerzos y elaborar estrategias a largo plazo que tengan continuidad más allá de las próximas elecciones.

Los logros de Juárez y del estado de Chihuahua ofrecen esperanzas para otras ciudades y regiones mexicanas que aún sufren de violencia endémica, incluido el asesinato, perpetrado a menudo con la complicidad de las autoridades locales. El eje de la acción federal se ha trasladado al noreste, donde el estado de Tamaulipas encabeza la lista de secuestros en el país, y al suroeste, donde el estado de Guerrero y la ciudad de Acapulco ostentan las tasas de homicidio per cápita más altas. Las autoridades nacionales han desplegado soldados y policías en estas regiones, a la vez que han prometido financiar programas sociales, al igual que hicieron en Chihuahua hace unos años.

Pero no han sido capaces de contener la crisis de confianza en el Gobierno a todos los niveles: municipal, estatal y federal. El secuestro y aparente asesinato de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa por parte de una banda criminal con el supuesto apoyo de policías corruptos, desencadenó protestas violentas en Guerrero y marchas masivas en la Ciudad de México. Tal vez la lección más importante de Juárez sea que el delito debe ser abordado mediante el esfuerzo conjunto de las autoridades y los ciudadanos. Las soluciones opacas, desde arriba, que no respondan a las inquietudes de las comunidades locales –escuchando sus ideas y solicitando su apoyo – probablemente no logren producir avances sostenibles contra la plaga del delito violento.