Los ecologistas están empezando a comprender por primera vez que, para detener el calentamiento global, vamos a tener que hacer gala de mucha más habilidad política.

 

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Los emocionantes tiempos de principios de 2009, en los que los partidarios de una acción global para abordar el cambio climático aguardaban con expectación la reunión de líderes mundiales en Copenhague a finales de ese año para alcanzar un acuerdo internacional, no son más que un recuerdo lejano. Hoy muchos de esos mismos líderes tienen centrada su atención en impulsar el crecimiento económico, y los problemas del medio ambiente han quedado relegados. Desde la perspectiva de los ecologistas, puede parecer que la política ambiental ha desaparecido de la agenda por completo.

Y tienen razón. Los mayores responsables de las emisiones de carbono han alcanzado una especie de consenso, pero no el que se esperaba en Copenhague. En Estados Unidos, el presidente Barack Obama ha tomado prestada su política energética –“todo lo anterior”—de los republicanos. Europa ha titubeado a la hora de comprometerse a reducir más las emisiones porque los Gobiernos están obsesionados por la crisis del euro. China e India han aprovechado las reuniones posteriores a Copenhague, celebradas en Durban y Cancún, para posponer las negociaciones sobre el cambio climático. Los dirigentes no están volviendo a prestar verdadera atención a la política ambiental; al menos no de forma comparable a los planes que se discutieron hace unos años.

Copenhague se recordará, con toda probabilidad, como el momento en el que los partidarios de emprender acciones perdieron la inocencia. Desde hacía más de un decenio, se habían creado expectativas de lograr un gran pacto mundial para poner un precio al carbono que forzara una reducción importante de las emisiones de gas de efecto invernadero –en especial el dióxido de carbono— durante las próximas décadas. Para comprender por qué fracasó ese pacto es necesario entender mínimamente de dónde procede el dióxido de carbono y cómo se reduce. En los 80, el científico japonés Yoichi Kaya propuso un marco muy sencillo pero sólido para entenderlo. Kaya explicó que las futuras emisiones de dióxido de carbono serían consecuencia de cuatro factores: población, actividad económica, la forma de obtención de nuestra energía y el uso que damos a esa energía.

Podemos simplificar esos cuatro factores todavía más. La población y las rentas, combinadas, no son más que el PIB, es decir, la actividad económica agregada, y la producción y el consumo de la energía son producto de las tecnologías de oferta y demanda energética. La ecuación resultante –llamada Identidad de Kaya— es:
Emisiones = PIB x Tecnología
Con esta sencilla ecuación podemos ver el obstáculo fundamental para la reducción de emisiones: en igualdad de condiciones, el aumento del PIB aumenta las emisiones. Ahora bien, si hay un compromiso ideológico en el que coinciden las naciones y los pueblos del mundo en este principio del siglo XXI, es que el crecimiento del PIB no es negociable. En estos momentos, los líderes de seis continentes distintos dedican todos sus esfuerzos a impulsar el crecimiento del PIB y, con él, el empleo y la riqueza. Las emisiones no les preocupan tanto.

Cuando uno pasa cierto tiempo en medio del debate sobre el clima, no tarda mucho en verse asaltado por quienes querrían afirmar que el crecimiento económico es innecesario o incluso perjudicial y que detenerlo es fundamental para reducir las emisiones. Son argumentos que escucho sobre todo a acomodados profesores de izquierdas en universidades pijas de los países más ricos. Por ejemplo, el destacado activista ambiental Bill McKibben es aficionado a alegar que “el crecimiento tal vez sea el hábito más importante que debemos romper”, y no es una voz aislada, ni mucho menos. Pero es evidente que ningún candidato ha ganado jamás una elección con un programa anticrecimiento. Hay que vivir en una burbuja muy cerrada para pensar que detener o invertir el crecimiento podría ser una forma práctica de reducir las emisiones.

¿Cuál es la solución, entonces? La Identidad de Kaya nos dice que, en lugar del PIB, deberíamos centrarnos en la tecnología, y en este aspecto las matemáticas son muy simples. Para estabilizar el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera sería necesario que más del 90% de la energía que consumimos procediera de fuentes sin carbono, como la nuclear, la eólica y la solar. Los políticos hablan con frecuencia de reducir las emisiones anuales en un 80% respecto a los niveles de 1990. Pero las emisiones actuales ya son más de un 45% superior a las de 1990, lo cual significa que es necesario reducir más de un 90% respecto a los niveles actuales. Dicho de otra forma, en números redondos, podríamos mantener, como máximo, el 10% de nuestro suministro energético actual, y el 90% restante debería ser sustituido por una alternativa sin carbono. En la actualidad, procede de fuentes sin carbono aproximadamente el 10% de la energía que consumimos; es decir, nos queda un largo camino.

Lo más frustrante es que este umbral del 90% para el suministro energético libre de carbono es independiente, en gran medida, de la cantidad de energía que consuma el mundo. Todas las proyecciones serias sobre el consumo de energía en el futuro prevén el aumento de la demanda energética en todo el mundo, cosa lógica si se piensa que en el mundo hay 2.000 millones de personas o más que carecen de acceso básico a la energía. La demanda está disparada en China e India y acabará por estarlo también en África. Pero, aun si dejamos volar la imaginación y pensamos en un mundo que consuma la mitad de energía que consume hoy, todavía necesitaría que más del 80% de nuestro suministro energético estuviera libre de carbono. Esto no tiene nada que ver con que sea factible o deseable mejorar la eficiencia energética; es pura matemática.

Tengamos en cuenta una cosa: si el objetivo es estabilizar el volumen de dióxido de carbono en la atmósfera a un nivel bajo antes de 2050 (para ser exactos, en 450 partes por millón o menos), el mundo necesitaría poner en marcha una central nuclear libre de carbono al día de aquí a entonces. Si hablamos de eólica y solar, las cifras son todavía más abrumadoras.

Durante varias décadas, la opinión predominante entre los especialistas en clima fue que la imposición de un precio elevado para las emisiones de carbono –bien mediante un impuesto o mediante el comercio de derechos de emisión— crearía los incentivos económicos capaces de estimular la innovación necesaria en energías verdes. Por desgracia, la experiencia de esos programas no es muy buena. Cualquier política que basa su éxito en la capacidad de ejercer presión económica sobre los consumidores (o los votantes) para provocar un cambio masivo está condenada al fracaso. La reacción de los votantes al aumento de los precios de la energía suele ser votar para destituir a cualquier político o partido que les parece que actúa en contra de sus intereses económicos. Los partidarios de encarecer el carbono no tienen una buena respuesta desde el punto de vista político.

Australia ha tratado de resolver este problema subvencionando su impuesto sobre el carbono, relativamente bajo, con una reforma general del impuesto sobre la renta; en definitiva, el Gobierno está devolviendo a los consumidores más dinero del que recauda mediante el impuesto. No obstante, la política sigue siendo tremendamente impopular, dado que el 38% de los ciudadanos creen que están peor con el impuesto y solo el 5% pensaba que estaba mejor un mes después de su implantación, y ello a pesar del amplio respaldo constante a las medidas sin especificar sobre el clima.

Pensemos también en Alemania, donde el Gobierno, después de expresar el deseo de cerrar las centrales nucleares y las de combustible fósil en su totalidad, se está volviendo más realista. Las autoridades alemanas están empezando a comprender que sus opciones actuales son más centrales de combustible fósil, que emiten gran cantidad de carbono, más centrales nucleares, o el apagón. La impotencia del Programa Europeo de Comercio de Derechos, debida al exceso de permisos de canje derivado de la crisis económica, crea incentivos para utilizar más carbón; se espera que en 2012 el consumo de carbón aumente un 13,5%. Hace poco, The Economist llegaba a la conclusión de que, para Alemania, “las emisiones de gases de efecto invernadero serán probablemente mayores de lo que habrían sido [sin el cierre de las centrales nucleares]”.

Los intentos de fijar un precio elevado para el carbono con el fin de crear incentivos para el cambio siguen teniendo firmes defensores entre los ecologistas, a pesar de que está poco demostrado que sirvan de algo. Los partidarios de esta medida suelen decir que los costes son bajos o incluso inexistentes. Su argumento habitual es un modelo económico que proyecta los costes netos durante la mayor parte de un siglo, y la afirmación de que los costes son bajos se basa en esa suma acumulada e hipotética. Estos modelos, que con frecuencia están basados en hipótesis poco fiables –como las predicciones de la magnitud y el ritmo de las futuras innovaciones tecnológicas en el campo de la energía–, no son un gran consuelo para el político que se presenta a elecciones cada dos años y cuya suerte política depende de los costes reales a corto plazo.

Las pruebas de que una tasa elevada sobre el carbono es impracticable desde el punto de vista político parecen irrefutables, basándonos en la experiencia y el sentido común. Sin embargo, para impulsar el debate, sus defensores intentan demostrar sin cesar que el cambio climático tiene altos costes tangibles, como para restablecer en la balanza un equilibrio entre costes y beneficios. No parece que haya límite a lo que están dispuestos a hacer para suscitar la alarma, por endeble que sea su base científica. Por ejemplo, aunque los científicos, incluido el Grupo Intergubernamental de Expertos en el Cambio Climático (IPCC en inglés), han observado que las sequías han disminuido de magnitud en el centro de Estados Unidos durante el pasado siglo, ahora existe una campaña para atribuir la sequía de 2012 exclusivamente a causas humanas. Thomas Homer-Dixon, un economista canadiense, se mostró satisfecho con la sequía y la devastación producida por ella: “Parece cruel, pero, en la realidad actual, la sequía de este año en Estados Unidos es una buena noticia… los temores a que esté en peligro nuestra seguridad alimentaria pueden ser nuestra mejor esperanza de contrarrestar la tan extendida negación del cambio climático y crear las presiones políticas para hacer algo”.

La ciencia y la naturaleza proporcionan datos lo suficientemente dispares como para dotar de argumentos políticos a cualquiera y garantizar un debate infinito sobre el clima. En esta polémica que, a simple vista, trata de ciencia, los dos bandos enfrentados se asignan mutuamente calificativos: “alarmistas” (los que dicen que el precio de no hacer nada será muy alto) y los “negacionistas” (los que dicen que los costes de no hacer nada serán bajos o incluso nulos). El resultado es que, hasta ahora, ninguno de los dos ha vencido en el debate ni ha obtenido un mandato político, y se ha politizado la ciencia.

La propia revista Foreign Policy ha entrado en el juego. En 2010, cuando comenté que el IPCC había cometido un error más bien tonto en su informe al incluir un gráfico que no aparecía en la literatura científica (y que estaba totalmente equivocado), FP me incluyó en una lista de presuntos “negacionistas del cambio climático”. En vez de intentar obtener los datos científicos correctos, la revista quiso que hubiera opiniones coincidentes. Por suerte, ha habido un reconocimiento general del error que había cometido el IPCC (incluso por parte del miembro del Grupo que había elaborado el gráfico equivocado), el intento de FP de desacreditarme está arrinconado en las entrañas de los debates sobre el clima en la blogosfera y solo lo reviven de vez en cuando los aficionados a los ataques personales en las interminables guerras sobre el clima.

¿Cuál es el siguiente paso? La ciencia lleva años –incluso decenios—demostrando de manera convincente que las actividades humanas tienen un impacto en el planeta. Ese impacto incluye, entre otras cosas, el dióxido de carbono. No cabe duda de que estamos poniendo en peligro el clima futuro mediante la emisión descontrolada de dióxido de carbono a la atmósfera, y ninguno de los programas puestos en marcha hasta ahora ha hecho la menor mella en el problema. Aunque las guerras del clima van a continuar, con una mezcla envenenada de datos científicos poco fiables, ataques personales y guerrilla sectaria, de esta batalla es posible todavía sacar algo bueno.

La clave para garantizar la acción sobre el cambio climático puede estar en dividir el problema en partes más manejables. Eso implica ser conscientes de que el cambio climático causado por los seres humanos no se limita solo al dióxido de carbono. Y ya hay gente que lo está haciendo. Una coalición de activistas y políticos, entre ellos numerosos científicos importantes, afirma que existen motivos prácticos para centrarse en los “forzamientos ajenos al carbono”, las muestras de influencia humana en el clima aparte de las emisiones de dióxido de carbono. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente afirma que acciones como reducir el hollín y el metano podrían “salvar casi 2,5 millones de vidas al año; evitar pérdidas de cosechas en un volumen de 32 millones de toneladas anuales y ofrecer una protección climática inmediata de medio grado Celsius de aquí a 2040”.

Varias de estas posibilidades son políticas. Por ejemplo, en Estados Unidos, el senador James Inhofe (republicano de Oklahoma), activo y llamativo opositor de casi cualquier actuación relacionada con el clima, apoya que se haga algo sobre los forzamientos ajenos al carbono, en especial los esfuerzos para disminuir la cantidad de partículas en el aire. Como explicó a The Guardian: “Supongo que Al Gore estaría en contra de los accidentes de automóvil, y yo también. Esto no tiene nada que ver con el asunto del CO2”. Lo importante es que, si Gore e Inhofe pueden encontrar una postura política en común a propósito de un aspecto fundamental, existen muchas esperanzas de progreso.

Otras influencias humanas sobre el clima, como la huella de los clorofluorocarbonos, que también afectan a la capa de ozono, ofrecen más oportunidades de avanzar al mismo tiempo que se esquivan las áreas más bloqueadas del debate. Del mismo modo, el enorme aumento de la demanda mundial de energía en las próximas décadas es un argumento convincente para desarrollar tecnologías energéticas que no tengan relación con el problema del clima.

Desde luego, no podemos ignorar el dióxido de carbono. Las emisiones de carbono seguirán siendo un problema difícil porque están muy unidas a la producción de la mayor parte de la energía en el mundo, que, a su vez, sostiene el funcionamiento de la economía mundial. Pero incluso aquí hay motivos para la esperanza. El reciente boom del gas de esquisto en Estados Unidos es un ejemplo de las virtudes de la innovación: se ha convertido en un combustible fácil de adquirir y barato gracias a las tecnologías desarrolladas durante decenios tanto por el sector público como por el privado, y ha sustituido en muchos casos al carbón en un plazo extraordinariamente breve, con la consiguiente y espectacular reducción de las emisiones de dióxido de carbono. Según la Agencia Estadounidense de Información sobre la Energía, las emisiones de dióxido de carbono en 2011 fueron inferiores a las de 1996, pese a que el PIB aumentó en más de un 40% tras la inflación.

El gas natural no es una solución duradera al problema de estabilizar los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera porque también emite mucho carbono, pero la rápida disminución de las emisiones en Estados Unidos demuestran un argumento político esencial: si se abarata la energía (más) limpia, la energía sucia queda arrinconada de inmediato. Para obtener alternativas energéticas baratas hace falta innovar, en lo tecnológico, pero también en lo institucional y lo social. La energía nuclear ofrece la promesa de una energía libre de carbono a gran escala, pero hoy es cara y polémica. La captura del carbono procedente del carbón y el gas, la energía eólica a gran escala y la energía solar ofrecen posibilidades tentadoras, pero desde el punto de vista tecnológico son inmaduras y costosas, sobre todo en comparación con el gas. El reto es inmenso, pero también lo es la dimensión del problema. La innovación -y no los debates sobre la ciencia del clima ni un mítico precio elevado para el carbono- es lo que nos permitirá progresar.

La inmensa complejidad de la cuestión climática hace que existan muchas vías de actuación en diversos aspectos. Lo que necesitamos es la sabiduría que nos permita tener un debate constructivo sobre las opciones políticas sin caer en batallas secundarias y llenas de vitriolo. La ira y la actitud destructiva que se observa en los dos bandos no van a desaparecer, por supuesto, pero el debate constructivo se centrará en metas verdaderamente posibles. Para parafrasear al gran columnista Walter Lippmann, la política no consiste en lograr que la gente piense lo mismo, sino que gente que piensa cosas distintas haga lo mismo. El problema del clima nunca se va a resolver del todo, pero podemos hacer que las cosas mejoren o empeoren.

Yo estoy a favor de que mejoren.