¿Se convertirán las elecciones presidenciales del próximo octubre en un déjà vu de 2006? Algunos factores han cambiado, otros persisten o incluso se han fortalecido.

 

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Los venezolanos que habían madrugado el 3 de diciembre de 2006 para votar contra Hugo Chávez esperaban sobre las 11 de la noche que aún algo sucediera. Era, como en la frase de San Pablo, una “esperanza contra toda esperanza”, y no sólo porque a aquellas alturas ya el Presidente hubiera sido proclamado ganador: con la experiencia del referendo revocatorio convocado dos años antes se sabía de antemano que la confiabilidad del escrutinio resultaba más que dudosa, y el elenco de suspicacias iba desde la polémica incorporación de máquinas para el voto electrónico hasta una composición abiertamente sesgada del Consejo Nacional electoral, CNE, (los que fueron presidentes del órgano hasta poco antes del proceso de 2006 pasaron a ser, respectivamente, magistrado del Tribunal Supremo -por decisión del Congreso chavista- y Vicepresidente del Gobierno).

Pero Manuel Rosales, el veterano gobernador del Zulia escogido como candidato por la coalición opositora (la Coordinadora Democrática), había prometido resueltamente: “No nos dejaremos quitar el triunfo. Defenderemos los votos hasta con nuestra vida”. Por eso, y aun cuando había comenzado la fiesta del oficialismo tras el primer parte electoral, los adversarios de Chávez aguardaban una reacción. Poco después, desde su cuartel general instalado en un salón de bodas, Rosales aparecía frente a las cámaras. El público presente, con la misma expectación que el que sudaba frío frente a sus televisores, gritaba entusiasmado: “¡Queremos cobrar!”. Bien pronto se apagaron los ánimos. El candidato protestó tímidamente contra las cifras del CNE: “Es más pequeño el margen de diferencia”. Y luego mandó a la gente a la cama con la promesa de que “voy a seguir en la calle luchando por el pueblo de Venezuela”. Pasados unos minutos, las urbanizaciones de Caracas dormían en un silencio de pura depresión. Al día siguiente, con la incombustible frivolidad del país de las misses y las telenovelas, la gente procuraba hablar de otra cosa. En el futuro de Rosales estaba el camino del exilio, amenazado por Chávez con la cárcel por supuestos delitos de corrupción. Hasta la fecha no ha vuelto al país.

¿Se convertirán las elecciones del próximo octubre en un déjà vu de 2006? ¿Qué podría diferenciarlas? Si analizamos los recursos de la oposición, hay que reconocer progresos innegables. La Mesa de la Unidad Democrática ha resultado más eficaz que la antigua Coordinadora, y cimentó el liderazgo de Henrique Capriles mediante un encomiable proceso de apertura y de inclusión: las elecciones primarias. Puede anotarse además, dos episodios ante las urnas en los que ha hecho retroceder al chavismo: el referendo de 2007 sobre la reforma constitucional para la reelección indefinida, y las elecciones legislativas de 2010, que permitieron a los diputados opositores volver a la Asamblea.

¿Qué ha adelantado, por su parte, el oficialismo? La respuesta es sencilla: todo. El Estado y las instituciones de Venezuela están controlados de arriba abajo por el Gobierno. Sin duda, se han dado pasos en la construcción de un corporativismo totalitario, pero no es el partido, en propiedad, ni ninguna estructura comisarial de la Revolución, lo que sostiene el edificio. En su lugar, la corrupción generalizada es el verdadero cemento. Las confesiones de Eladio Aponte, un exjuez del Tribunal Supremo encumbrado por Chávez y súbitamente caído de su gracia, mostraron hasta qué punto la administración de justicia está sometida al arbitrio presidencial y puesta al servicio de una impunidad capaz de mantener bajo el paraguas revolucionario a las redes de delito que financian y sostienen “el proceso”. La de auge más alarmante, sin duda, el narcotráfico; pero también el contrabando, el secuestro, el tráfico de armas y el mercado negro de divisas bajo el control de cambio. Este último, además, ha resultado singularmente efectivo para seducir a las clases medias, estimuladas por la posibilidad de hacer negocios con dólares controlados que bajo cuerda se pagan al triple. Con eso y con la facilidad de viajar al extranjero, la picaresca cambiaria hermana a la floreciente “boliburguesía” y a los sobrevivientes de la Venezuela saudita de los ochenta, que aún pueden experimentar la ilusión del consumismo en Miami y en Europa, y que, según frase famosa, tienen “el corazón de oposición y la cartera chavista”.

Engrasado así de dinero el mecanismo revolucionario, ni siquiera ha hecho falta preocuparse demasiado por la producción petrolera, cuya caída (300 barriles diarios menos que en 2005) representa para el Estado la pérdida de unos 45.000 millones de dólares al año. Como los jueces, las Fuerzas Armadas han reconocido abiertamente su compromiso con el régimen. Más bien que realista, la del chavismo es un ejemplo de “Zynischepolitik”: política cínica, capaz de burlar cualquier razón con un argumento voluntarioso. Lo demostró ante las dos victorias señaladas: Chávez no hizo caso de la prohibición constitucional para volver a plantear el tema de la reelección indefinida y al fin la consiguió; mientras que en las legislativas, por más que sus adversarios obtuvieron más votos, una modificación tramposa de las circunscripciones electorales les dio una minoría de escaños, y de ese modo siguen avasallados en el Parlamento. Parecieran métodos copiados de Doña Bárbara, la más célebre de las novelas venezolanas. En esta obra de Rómulo Gallegos, la cacica protagonista (alegoría, en realidad, de la barbarie) amplía sus dominios ordenando a sus esbirros que desmantelen por las noches la casa que marca la frontera, de suerte que al amanecer se halle emplazada varios metros más adentro de la hacienda colindante.

Pero además, doña Bárbara se presentaba siempre de un modo enigmático, “a fin de que no decayese un momento en el ánimo de los servidores la creencia en sus facultades de bruja”. La enfermedad de Chávez, que había introducido en el juego político la inescrutable carta del destino, ha sido gestionada mediáticamente para hacer ver que es el líder quien tiene de su lado el oscuro poder de jugársela y salir triunfante. Con semejante efecto resulta favorecida su popularidad, que ha sido siempre, sin duda, una de sus mejores bazas. Pero ella, como el propio equilibrio del sistema, es un asunto sujeto a la azarosa seguridad de cualquier orden mafioso. La violencia parece haberse convertido en un azote incontenible, que diezma sobre todo a los sectores más pobres. La precariedad de vidas y propiedades produce un sentimiento de indefensión que ha de sumarse al miedo de la persecución política, especialmente sensible para los empleados públicos, duplicados en la década “bolivariana”, y para los medios de comunicación. Finalmente, si la salud de Chávez resulta más frágil de lo que se quiere hacer ver, el desbarajuste de una sucesión improvisada podría acabar con la prosperidad de muchos acomodados al calor de la Revolución, que verían peligrar su confortable estatus. Ante una implosión del régimen, por cualquiera de estas causas, ¿podrán volverse las miradas —del pueblo, de los militares, de los propios chavistas huérfanos—al proyecto regenerador de la oposición?