Miembros de las FARC en un campamento en la región de Magdalena Medio, en el departamento de Antioquía. Luis Acosta/AFP/Getty Images
Miembros de las FARC en un campamento en la región de Magdalena Medio, en el departamento de Antioquía, Colombia. Luis Acosta/AFP/Getty Images

Después del histórico acuerdo, no son pocos los desafíos que tienen por delante las FARC para desmovilizarse después de 52 años de historia. ¿Se abre un horizonte para la esperanza?

El 23 de junio se recordará como un día histórico para Colombia. Más de medio siglo después, la mayor y más antigua guerrilla del continente se dispone a abandonar las armas y reintegrarse en la sociedad colombiana. Las perspectivas animan al optimismo: nunca antes se había alcanzado un acuerdo con el nivel de detalle que se logró en La Habana tras cuatro años de negociaciones. Pero los retos que quedan por delante no son pocos: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) deberán demostrar si están a la altura del desafío y las instituciones del Estado, así como la sociedad en su conjunto, tendrán que acompañar a la guerrilla en este proceso.

El principal desafío es casi una obviedad: después de 52 años de lucha armada, escondidos en los confines de la geografía del país de las tres cordilleras, muchos guerrilleros no conocen otra vida ni saben hacer otra cosa. Los expertos, desde hace unos años, advierten además que las motivaciones ideológicas -esto es, la lucha campesina por la tierra que está en el origen de la creación de las FARC en 1964- se han diluido y han dejado paso a motivaciones menos confesables, desde la económica que se deriva del control de una parte del entramado del narcotráfico, a la coerción, pues en los territorios más expuestos a la violencia ha sido frecuente la captación de niños que han sido guerrilleros a la fuerza.

Del otro lado, los guerrilleros se enfrentan con escepticismo a la buena voluntad del Estado colombiano. No ayudan los precedentes históricos: tras la movilización de una parte de las FARC y otros grupos insurgentes en 1985, los guerrilleros desmovilizados crearon la Unión Patriótica como propuesta política; al menos 3 mil de sus miembros fueron exterminados por fuerzas paramilitares. Y está por ver, también, cuál será el grado de madurez de la sociedad colombiana para albergar en su seno a los antiguos guerrilleros. En estas condiciones, ¿estarán los guerrilleros dispuestos a bajar del monte porque sus jefes se lo ordenen?

Las dos partes que negociaron en La Habana eran conscientes de la magnitud de este desafío; de ahí que la desmovilización efectiva haya sido diseñada al milímetro y cuente con la supervisión de Naciones Unidas. Si todo sale tal como ha sido pactado, la guerrilla habrá abandonado las armas en seis meses.

Ese diseño prevé la creación de 23 zonas de ubicación y ocho campamentos para la desmovilización y concentración de los guerrilleros. En los campamentos se concentrarán los actores armados y no podrá entrar la población civil; la insurgencia podrá circular además por las zonas veredales transitorias, de unos 9 kilómetros cuadrados, que supervisarán 300 funcionarios internacionales, civiles o militares, pero no armados. Los guerrilleros que resulten beneficiados con la excarcelación de sus delitos, como resultado de una amnistía, podrán ir a "sitios de estadía" que estarán previstos en estas zonas.

Uno de los aspectos más espinosos en este sentido es qué ocurrirá con los menores de edad que han sido reclutados por las FARC. La sociedad colombiana debe prepararse para recibir un número todavía incierto de adolescentes entre 15 y 18 años, cuya plena inserción social, con posibilidades de un futuro mejor, debe ser prioritaria.

Garantías de participación

Las FARC tendrán 45 días para desplegarse en las zonas de ubicación; la transición hasta la definitiva entrega de las armas y el fin de las zonas de ubicación será de seis meses. A partir de ese momento, los ex guerrilleros serán ciudadanos colombianos con pleno derecho a la participación política a través de cauces legales.

El Estado deberá garantizar la viabilidad de esa participación política, lo que incluye necesariamente el combate a los grupos paramilitares. En los últimos meses, de hecho, el Gobierno de Juan Manuel Santos ha realizado una ofensiva contra el fenómeno paramilitar, en respuesta al paro armado decreatado a fines de marzo por una de estas bandas, el clan Úsuga. Trataba así de demostrar a la Jefatura Mayor de las FARC que existe voluntad política en la Casa de Nariño por frenar los intentos de los paramilitares por controlar los territorios en los que hasta ahora estaba presente la guerrilla, y por reducir a estas bandas criminales que suponen una amenaza para la integridad física no sólo de los guerrilleros que se desmovilicen, sino también de los activistas de izquierdas, militantes de propuestas como Marcha Patriótica, o los líderes comunitarios indígenas, afrodescendientes y campesinos. Según el último informe del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), sólo el año pasado 105 líderes sociales, militantes de partidos políticos y sindicalistas, fueron asesinados en Colombia. Además, según datos de la ONU, se registraron 151 amenazas de muerte y 885 ataques. En los cuatros primeros meses de este año, la cifra de muertes asciende a 27. 

El desafío simbólico

Entre los retos que se despliegan en un orden temporal de más largo alcance, para las FARC pero también para la sociedad colombiana en su conjunto, está la superación de la división social ante el riesgo de polarización que suponen este tipo de procesos, como recuerda Ricardo Arias Trujillo, profesor de Historia en la Universida de Los Andes. Frente a los retos relacionados con la reparación y la conciliación, el trabajo de memoria adquiere una importancia central, y con ello vuelven, señala Arias Trujillo, preguntas esenciales: “¿Vale la pena recordar, si lo que se quiere es mirar hacia el mañana? ¿Qué es lo que se debe rememorar? La memoria no registra, sino que construye”, y entonces, “¿cómo llegar a una memoria que cobije a los diferentes sectores de la sociedad?” La lucha simbólica es siempre parte importante de la lucha política.

Sostiene el sociólogo Alexander Castro que, tal vez, el mayor reto para el país es erradicar las divisiones que han dejado décadas de guerra, y que se manifiestan en dos visiones del conflicto: la urbana y la rural. “Quienes realmente han sido azontados por el conflicto son los campesinos. Desde la ciudad el conflicto se mira de otra manera”. ¿Cómo hacer, entonces, que la ciudad entienda que una paz duradera sólo es posible si se resuelve el origen del conflicto, la compleja situación de desigualdad en un país aquejado de una ancestral injusticia social que hasta ahora las élites han sido poco proclives a corregir?

Para las FARC y los sectores de la izquierda del espectro político, la disputa por los sentidos será decisiva, y comenzará por la campaña por el sí en el plebiscito por el que los colombianos deben ratificar el acuerdo de paz, a través de un mecanismo que concretará la Corte Constitucional.

El primer enemigo a batir en esa batalla simbólica es el uribismo. Los seguidores del ex presidente Álvaro Uribe Vélez ya han iniciado su propia campaña contra el proceso de paz, bajo el lema de “No más”. El uribismo pide cárcel para los autores de delitos de lesa humanidad y narcotráfico, exige la entrega de las armas por parte de la insurgencia, cuestiona la elegibilidad futura de quienes han estado en la guerrilla y rechaza que se incorporen a la Constitución los acuerdos de la mesa por medio de la figura de acuerdos especiales humanitarios, contemplados en los protocolos a los tratados de Ginebra. El uribismo ejerce un influjo poderoso en Colombia, pero no le será fácil forzar el no en un plebiscito. La sociedad colombiana anhela la paz.

Las FARC, en fin, enfrentan importantes desafíos que abarcan un largo horizonte temporal. Ni para los guerrilleros ni para la sociedad colombiana será fácil pasar página después de medio siglo de conflicto armado; pero tienen espejos donde mirarse: en Guatemala, donde la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) se reinsertó en la vida política del país; o en El Salvador, donde el El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) llegó al poder desde las urnas. La consolidación de la paz requerirá grandes dosis de madurez, paciencia y tolerancia. Sería, además, un error de bulto pensar que el conflicto social en Colombia se reduce al conflicto militar entre las FARC y las Fuerzas Armadas. Pero, pese a todo, el acuerdo de paz anunciado el 23 de junio abre un horizonte de esperanza para concebir una Colombia donde la paz se construya desde los territorios y se entienda no como ausencia de guerra, sino como de justicia social.