He aquí un balance del Acuerdo de Paz colombiano. ¿Qué logros se han alcanzado? ¿Qué incumplimientos, retrasos y reticencias perduran? ¿Qué podemos esperar a partir de ahora?

El 24 de noviembre se cumplieron cinco años de la firma del Acuerdo de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC-EP). Desde entonces, y siendo éste un buen momento para hacer balance, una afirmación justa sería la de concebir la paz colombiana, no tanto como fallida y sí más como incumplida. Una paz que, a diferencia de lo que sucediera con su predecesor, ha encontrado en el actual gobierno de Iván Duque (2018-2022) un saboteador de manual. Un enemigo que, a base de incumplimientos, retrasos y resistencias, ha desdibujado un proceso de implementación que aspira a conformar una paz estable y duradera para Colombia.

Lo cierto es que, según el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, el Acuerdo con las FARC-EP tiene todo para ser concebido como el más ambicioso y completo de los últimos 34 suscritos, y con los que se han llegado a desmovilizar medio centenar de estructuras armadas. A tal efecto, satisface dos reivindicaciones tradicionales de la guerrilla, como es la reforma rural y su participación política ante un esquema de mejoras y reformas institucionales. Asimismo, ofrece un amplio esquema de apoyos y subsidios para la reincorporación plena de los combatientes, toda vez que fija un excelente protocolo para la consumación de la entrega de armas. De igual forma, y como otro reclamo del Estado, se identifican mecanismos para la intervención sobre el problema irresoluto de las drogas ilícitas e incorpora todo un componente de víctimas, en el que destaca la creación de una Comisión de la Verdad, un marco de Jurisdicción Especial para la Paz y una Unidad de Búsqueda para las personas desaparecidas por el conflicto. Finalmente, satisface un punto de acompañamiento para la verificación de la implementación.

Los años 2017 y 2018 debían ser los primeros pasos en la construcción de paz, de manera que la prioridad para la agenda gubernamental debía ser la materialización de la dejación de armas y el cese al fuego definitivo, además del desarrollo del componente normativo e institucional necesario en favor de la posterior implementación. Expresado de otro modo, y ya con Iván Duque como presidente, desde 2019 el Acuerdo debía asumir su dimensión más puramente transformadora, removiendo las condiciones estructurales, simbólicas y culturales que soportaron durante cinco décadas la violencia.

A pesar de lo anterior, si se observa el último informe de seguimiento realizado por el mencionado Kroc Institute for Peace Studies, es posible observar cómo, durante todo 2020 el nivel de avance, como igual sucedió en 2019, apenas fue del 2%, siendo el cumplimiento íntegro de apenas el 28%. Por ejemplo, y específicamente relacionado con el primer punto del Acuerdo, relativo a la Reforma Rural Integral, continúan sin resolverse los retrasos en la conformación de un Fondo Nacional de Tierras que permita redistribuir la tenencia de estas de una manera más justa y productiva, de la misma manera que cualquier atisbo de fortalecimiento de la democracia local, por el momento, apenas se reduce a una declaración de intenciones. Tanto es así que, según el informe publicado en mayo de 2021, hasta la fecha solo se había completado íntegramente un 4% del total de las 104 disposiciones contempladas en el Acuerdo.

Otro de los aspectos con importantes dificultades en cuanto a su implementación es el que guarda relación con el punto cuarto, centrado en el problema de las drogas ilegales. A tal efecto, el Programa Nacional Integral para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito ha experimentado importantes retrasos en su puesta en marcha, además de carecer de espacios de interlocución efectivos con la sociedad civil. Y a pesar de que la superficie cocalera se ha conseguido reducir por debajo de las 150.000 hectáreas, los niveles de producción de cocaína han aumentado considerablemente en estos tres años, y la geografía de la violencia continúa siendo la misma que antes de la firma del Acuerdo. Así, el 90% de la producción cocalera se concentra en apenas en nueve departamentos del país –especialmente del noreste, del sur y del suroeste–, siendo los mismos escenarios en donde, hasta el momento, se han concentrado el 90% de los más de 300 homicidios violentos contra excombatientes, y el 75% de los más de 1.400 homicidios violentos contra líderes sociales, según informan Indepaz y Naciones Unidas.

En contraste, mayor suerte, aunque no mucho mejor, corren el punto segundo (participación política), tercero (fin del conflicto) y quinto (víctimas). Al respecto, en lo relativo al punto segundo, sobre participación política y social, de un total de 94 disposiciones previstas, para el informe oficial de mayo de 2021 apenas se habían satisfecho plenamente un 12% de las mismas, lo que evidencia que muy poco se ha avanzado en la aspiración de gozar de una democracia más incluyente y efectiva. De hecho, destacan las notables resistencias gubernamentales a impulsar las reformas políticas y de representación democrática que preveía el Acuerdo y que, en muchos casos, han motivado posiciones de oposición al Ejecutivo de parte del Consejo de Estado y de la Corte Constitucional.

Un miembro del Sexto Frente de las FARC coloca su arma en un perchero en un campo de desmovilización en los últimos días antes de que sean devueltas al gobierno. (Kaveh Kazemi/Getty Images)

Aparentemente, el punto que más ha avanzado ha sido el tercero, relacionado con el fin del conflicto. Especialmente, porque integra todo el componente de desmovilización, entrega de armas y reincorporación a la vida civil. De un total de 140 disposiciones, el 49% están completadas, un 19% se encuentra en fase intermedia, un 19% en inicial y solo un 14% queda por comenzar. Empero, mientras que el componente relativo al cese de las hostilidades y la entrega de armas está satisfecho en un 97%, igualmente se ha avanzado ampliamente en el proceso de reincorporación a la vida civil y política (59%). Todo lo contrario, los mayores retrasos reposan en las garantías de la seguridad de los excombatientes (17%) y la acción integral contra el desminado, íntegramente en proceso de ejecución. A tal efecto, la falta de garantías a la seguridad y las demoras procedimentales lastran un proceso de reincorporación que incorpora una altísima vocación agraria que contrasta con una realidad cuestionable: en noviembre de 2021 la mayoría de los exguerrilleros sigue trabajando sobre predios arrendados y los proyectos productivos en favor de la población guerrillera aún no ha satisfecho a la mitad de los excombatientes desmovilizados.

Quedaría por analizar la situación de la implementación del último de los puntos del Acuerdo, relativo a las víctimas. El Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición ha experimentado una férrea oposición del actual Gobierno. Desde el inicio hubo una especial demora en la aprobación de la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz, pues, aunque el 8 de febrero de 2019 el Congreso había cumplido con el trámite de remisión al presidente para su sanción, dos días después, éste presentaba objeciones a la norma. Así, y aunque no prosperaron, se demoró su entrada en vigor hasta el 6 de junio de 2019, quedando acompañada de una reducción en su financiación que llega al 30%, y que nuevamente exhibe al actual Ejecutivo de Duque como un actor que dificulta más que posibilita una correcta implementación.

Los otrora enclaves más afectados por el conflicto, antes de la firma con las FARC-EP, lo continúan siendo hoy en día gracias a viejas lógicas irresolutas en las que interactúan nuevos (disidencias de las FARC-EP) y no tan nuevos actores armados (Clan del Golfo, ELN, Los Pelusos). Esto se debe a que la ocupación del espacio por parte del Estado, una vez que las FARC-EP debían de desmovilizarse, nunca llegó a consumarse. Así, el Estado colombiano, un Estado con más territorio que soberanía y capacidades institucionales, acabó dando cuenta de cómo dicho vacío de poder terminaba cooptado por actores armados. Lo anterior, abriendo un nuevo escenario de violencia(s) redefinida(s), en donde el tablero del conflicto queda sometido a una continua transformación, fuertemente afectada por las cambiantes coyunturas locales del momento.

Es cierto que el mito del Acuerdo de Paz superaba la realidad sobre la que debía implementarse. También es verdad que todo proceso de construcción de paz es, si cabe, mucho más complejo que el plasmar en una firma el fin de las hostilidades. Sin embargo, y a pesar de las circunstancias, y tal y como informa en su informe de octubre la Agencia para la Reincorporación y la Normalización, de 14.020 exguerrilleros identificados por el Acuerdo de Paz, excluyendo los asesinados y desaparecidos por la violencia, más del 90% se mantiene en el proceso de reincorporación plena a la vida civil. Un compromiso, valga las circunstancias, que no es ni mucho menos extensible al actual Gobierno.

Sea como fuere, y visto el marco de disputa electoral para las próximas elecciones de 2022, ahora mismo todo invita a que, ya sea desde el Pacto Histórico Nacional, o desde la Coalición de la Esperanza –las dos grandes formaciones partidistas con mayores opciones de ganar las elecciones–, el próximo gobierno estará en disposición de recuperar una agenda en la que el Acuerdo de Paz –y por qué no, una eventual negociación con el ELN– ocupe un lugar central que nunca debiera haber perdido. Todo porque, recordemos, el estar ante una paz incumplida ni mucho menos es sinónimo de una paz fallida.