Una formación de calidad para los niños y jóvenes abrirá la puerta a las oportunidades en las áreas rurales del país a la vez que se desincentiva la violencia.

Un grupo de niños colombianos van camino a la escuela, departamento Valle del Cauca. Luis Robayo/AFP/Getty Images

El pasado 10 de diciembre, el Presidente colombiano Juan Manuel Santos recibió en Oslo el Premio Nobel de la Paz. Este premio es un tributo a los esfuerzos realizados en los últimos años por llegar a un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), acuerdo que permitirá poner fin a un conflicto que ha durado más de cinco décadas. La implementación de este acuerdo es una oportunidad histórica para los más de ocho millones de víctimas del conflicto y ofrece esperanzas a la próxima generación. Los niños y jóvenes de Colombia tendrán ahora una oportunidad para dejar de sufrir la violencia y volver (o entrar) a la escuela.

La mitad de los niños y jóvenes de las áreas rurales de Colombia no llega a superar el quinto grado de primaria. Cuando alcanzan los 16 años, casi un 75% está fuera del sistema educativo. Un 20% nunca ha ido a la escuela. Esto significa que jóvenes de 12, 14 o 15 años están abocados a un futuro con escasas o nulas oportunidades, que los hace más vulnerables al reclutamiento por grupos armados o a trabajar en la economía ilegal de las drogas.

Un estudio recién publicado por el Centro Noruego de Resolución de Conflictos (NOREF) y el Consejo Noruego para Refugiados (NRC), titulado El verdadero fin del conflicto armado, muestra que las más de cinco décadas de conflicto han ampliado la brecha entre áreas rurales y urbanas. La inequidad en Colombia tiene un fuerte sesgo rural. Los índices de pobreza y marginalidad, ausencia de servicios públicos y falta de acceso a una educación de calidad son excepcionales en estas regiones. Según el último censo nacional, el 45,6% de las personas residentes en ellas viven en condiciones de pobreza, cifra que sube al 63,8% si hablamos de grupos étnicos y desplazados por el conflicto. Estas cifras son muy superiores a la media nacional.

Dos factores se combinan para explicar la precariedad y falta de opciones de los niños y jóvenes de las áreas rurales. El primero, ellos han sufrido especialmente este conflicto. Hay 8 millones de víctimas inscritas en el Registro Único, de las que un tercio tiene menos de 18 años y la mitad, menos de 28. Las violaciones de los derechos humanos y el Derecho internacional humanitario en relación con la infancia y juventud son muy graves: desplazados, reclutados forzosamente, sometidos a violencia sexual, secuestrados, amenazados, desaparecidos y asesinados. El reclutamiento de menores en Colombia lo han definido, desde la ONU a la Corte Constitucional colombiana, como una práctica extendida y sistemática.

El segundo elemento que explica su situación de precariedad es la amplia gama de problemas del sistema educativo en las áreas rurales. Por un lado, las escuelas también han sido objeto de ataques y han sufrido los efectos del conflicto. Fuerzas de seguridad y grupos armados las usan como campamentos temporales e impiden la práctica educativa; los caminos para llegar a ellas están con frecuencia minados, y la escuela es en ocasiones un escenario de propaganda y reclutamiento en lugar de un entorno protector. Muchos maestros que tratan de impedirlo tienen que huir cuando son amenazados.

El sistema educativo carece, en áreas rurales, de condiciones para garantizar el acceso y la permanencia de los alumnos, y la educación de calidad: en muchos casos, los niños deben recorrer grandes distancias para llegar a la escuela; hay una grave carencia de profesores con buena formación; los uniformes y útiles escolares son muy caros para familias pobres, y los calendarios y horarios rígidos hacen que muchos dejen la escuela en época de cosecha y ya no regresen por la dificultad de ponerse al día. Las infraestructuras escolares son muy precarias y la inversión ha tendido a centrarse en las cabeceras municipales.

El esfuerzo institucional que Colombia ha realizado para mejorar la educación no ha alcanzado a estas zonas. Hay 10.000 establecimientos educativos rurales sobre un total de 14.000 en el país. Sin embargo, si la educación ha recibido en los últimos años una inversión pública anual del 4,6% del PIB, sólo un 0,5% ha alcanzado al área rural. Esto se refleja en datos y encuestas sobre rendimiento escolar: si tomamos dos niños situados en el mismo curso, uno en el área rural y el otro en la urbana, la diferencia entre ellos equivale a tres años de aprendizaje.

 

Romper el ciclo de la violencia

Unos niños colombianos juegan al fútbol en el patio de su colegio, cerca de un territorio minado, Campo Alegre, Departamento de Antioquía. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images

Estas áreas son históricamente las más afectadas por la precariedad de instituciones estatales, la presencia de actores armados y la violencia. Casi un 60% de los niños y jóvenes que forman parte de grupos armados proceden de familias pobres, con dificultades de acceso a la alimentación y que ha sido desplazadas una media de 4,5 veces por la violencia. A la vez, su educación está incluso por debajo de la media de las áreas rurales. Una vez que dejan el grupo, ocho de cada 10 reciben amenazas para volver. Éste es un círculo que se retroalimenta, ya que los niños y jóvenes que quedan fuera del sistema educativo son más vulnerables al reclutamiento.

La falta de educación, de oportunidades laborales y la condición de pobreza se han convertido en la receta perfecta para perpetuar el conflicto armado durante cinco décadas en el país. Por eso un elemento clave para poner fin a los interminables ciclos de violencia en Colombia será ofrecer oportunidades educativas. Como afirma un profesional de la educación entrevistado para el informe, “lo que Colombia no invierta en educación, tendrá que gastarlo en antisubversión”.

Es preciso recordar que el riesgo de continuación de la violencia continúa, pese al acuerdo de paz con las FARC. Hay amenazas y otros grupos armados que continúan activos, como el ELN y el EPL. La desmovilización de los paramilitares de la AUC en 2005 dio origen a una nueva generación de grupos violentos, herederos –si no totalmente de la ideología– de territorios, rutas y segmentos estratégicos del negocio del narcotráfico. A la vez persisten estructuras socioeconómicas y políticas de soporte del paramilitarismo que, especialmente en las zonas rurales, nunca se desmantelaron, y han surgido nuevos grupos armados locales. Todos ellos siguen representando amenazas para la población civil, como lo demuestran las cifras de asesinatos de líderes sociales.

En estas condiciones, para muchos niños, adolescentes y jóvenes, la vinculación a un grupo armado sigue siendo un riesgo y, a la vez, una de las pocas opciones de supervivencia.

 

La educación como motor de paz

Niños indígenas en clase, pueblo Las Guacas, en el departamento de Valle del Cauca. Luis Robayo/AFP/Getty Images)

En los últimos años, la educación se ha incluido en muchos acuerdos para poner fin a conflictos armados. Entre 1989 y 2005 se firmaron en el mundo 144 acuerdos de paz totales o parciales; de los totales, un 70% contenía medidas relativas a la educación. Sin embargo, la incorporación a un acuerdo no garantiza lo más importante: que exista voluntad política y una estrategia para usar la educación como motor de construcción de la paz. De hecho, en muchos casos, el enfoque usado para construir la paz ha sido el denominado “security first” (seguridad primero), que asume una secuencia conflicto–seguridad–desarrollo, y deja a la educación como un elemento relacionado con el desarrollo que puede abordarse más tarde.

Diversos estudios han mostrado, sin embargo, que el acceso a una educación de calidad contribuye a la estabilización y la construcción de la paz por su capacidad de ofrecer dividendos rápidos y tangibles a las poblaciones afectadas (en forma de servicios que mejoran tras los acuerdos y como consecuencia de estos), mejorar la legitimidad de las instituciones y crear oportunidades para la transformación social.

Colombia tiene ante sí una inmensa tarea para implementar los acuerdos y construir la paz, pero también tiene las herramientas y una gran oportunidad. El Acuerdo General para la Terminación del Conflicto incluye, en su primer apartado sobre el nuevo campo colombiano y la reforma rural integral, medidas para el fortalecimiento y la mejora de la educación rural. El acuerdo también prevé el restablecimiento de los derechos de los niños y jóvenes afectados por el conflicto (especialmente, pero no sólo, por el reclutamiento por actores armados).

Más allá de un imperativo ético y de justicia y en términos muy pragmáticos, la mejora y extensión de los servicios educativos puede ser clave para la estabilización de las áreas más afectadas por el conflicto en el corto plazo. Esto le permitiría al Estado colombiano ofrecer un rápido dividendo de paz con potencial de generar cambios reales. Una educación de calidad promueve las oportunidades económicas y sociales y, al hacerlo, disminuye la motivación y eleva el atractivo de involucrarse en la violencia. La educación es clave para construir una paz sostenible.