¿Legalización, sustitución o criminalización?

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Hace al menos diez mil años que los pueblos indígenas de la región andina consumen hoja de coca. Es sabido que mascar coca previene el mal de altura y quita el hambre. Pero la coca es mucho más: es una planta sagrada para muchos pueblos aborígenes, como los Nasa o los Misak en Colombia. Lo es por sus propiedades nutritivas y curativas, por su resistencia a las plagas y porque representa para muchos pueblos un símbolo de su conexión con la deidad Pachamama, utilizado en rituales y celebraciones religiosas.

No es de extrañar, entonces, que para los pueblos indígenas colombianos sea tan difícil entender que en el país esté prohibido el cultivo de la hoja de coca. La medida hacía parte de una política antidrogas restrictiva y prohibicionista muy al gusto de Washington. Cada vez más voces cuestionan esa prohibición, apelando al uso ancestral de la coca y al hecho incuestionable de que se necesitan grandes cantidades de la planta, y un complejo proceso químico, para producir cocaína. El problema no es la coca, sino la cocaína, pero la política actual contra las drogas confunde ambos términos. Obvia así una tradición ancestral, y el hecho de que existen más de 200 productos derivados de la hoja de coca, entre ellos remedios, bebidas, galletas, panes y salsas.

La defensa de la siembra y los usos tradicionales de la hoja de coca se ha convertido en una fuente de afirmación cultural y resistencia para los pueblos indígenas en Colombia. El Consejero Mayor de la  Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), Luis Fernando Arias, lo explica así: “La destrucción indiscriminada de las plantas a nombre de la lucha contra el terrorismo o de la supuesta perversidad de sus principios activos vegetales es una afrenta a la naturaleza y a nuestra identidad milenaria”. Arias recuerda además que “la transformación química de la hoja de coca en laboratorios mimetizados en las selvas, y su posterior comercialización de Norteamérica o Europa, en nada se corresponde con las prácticas ancestrales” de los pueblos indígenas.

Mientras las comunidades indígenas demandan la descriminalización de la hoja de coca, los campesinos a lo largo y ancho del país exigen una revisión de las políticas prohibicionistas para que el Estado, en lugar de apelar a la prohibición y la erradicación forzosa, ofrezca a los campesinos alternativas reales para ganarse la vida sin optar necesariamente por los llamados cultivos ilícitos. Exigen oportunidades para los productores microfundistas que quieran sustituir los cultivos de coca por otros de pan coger, como llaman en Colombia a los cultivos para el autoconsumo de subsistencia.

 

El efecto del libre comercio

Desde la apertura económica en los 90, los campesinos han venido sufriendo las oscilaciones en el precio de productos como el café, el cacao, el arroz o el maíz; pocos años después, vastas regiones del país, y sobre todo las más vulnerables, estaban cubiertas de cultivos de coca para subsistencia en los microfundios campesinos, que abandonaban los cultivos de pan coger para apostarle al único cultivo que parecía sacarles de la miseria.

La situación, que ya era complicada, se les ha complicado a los pequeños campesinos desde la firma de tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos y la Unión Europea, cuyos alimentos fuertemente subsidiados se venden en Colombia por debajo del coste de producción. A los TLC se suman otras leyes que benefician a las grandes empresas, dedicadas a monocultivos de exportación, en detrimento de los pequeños productores: así, la norma que prohíbe la producción y comercialización de panela artesanal -un derivado de la caña de azúcar muy consumido en Colombia- o la Resolución 970, que controla la producción y uso de las semillas. El riesgo para la soberanía alimentaria es evidente.

El cálculo es sencillo, y nos lo cuentan los campesinos del Cauca: para cultivar 125 kilos de maíz, una familia necesita invertir 60.000 pesos colombianos (23,5 euros), y terminará vendiendo el producto por menos de ese precio. En cambio, cultivar 12 kilos de coca le suponen una inversión de 20.000 pesos, el cultivo le da menos trabajo y obtiene 50.000 por la venta. Por eso, para muchos campesinos, la coca es el único cultivo viable.

La visión del Gobierno y de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) contradice estos cálculos. Según las autoridades, gracias a los programas de Desarrollo alternativo está registrándose un balance cada vez mayor entre los incentivos para sembrar coca y para actividades lícitas. Según el Ministerio del Interior colombiano, las 60.000 familias campesinas involucradas en el cultivo de coca y producción de pasta ingresan unos 1,2 dólares por día (menos de un euro), lo que los ubica por debajo de la línea de la pobreza.

 

La coca en la economía

Sea como fuere, lo cierto es que la economía de Colombia no puede entenderse sin la coca. Esta planta es una fuente de ingresos vital para unas 180.000 familias en Colombia. Según el último informe de esta UNODC, alrededor de 48.800 hectáreas de siembra de coca se reparten en 23 de los 32 departamentos del país, aunque muy concentrados en regiones como Nariño, Cauca y Caquetá. El dato de la UNODC es optimista: en 2012 se registra una disminución del 25% en los plantíos de coca en Colombia. Tanto la UNODC como el Gobierno colombiano atribuyen este dato a las políticas implementadas por las autoridades, basadas en dos pilares: la erradicación manual y las fumigaciones.

En el Cauca, una región al suroccidente del país donde el conflicto armado es especialmente sangriento y las resistencias indígenas han resurgido con fuerza en los últimos años, la percepción de los campesinos no se corresponde con las cifras: afirman que la coca sigue expandiéndose, y creen que lo hará mientras no existan alternativas para el desarrollo local.

Desde el Gobierno argumentan que, de hecho, uno de los motivos por los que se ha conseguido reducir ostensiblemente los cultivos ilícitos es por la puesta enmarca de estrategias de “desarrollo alternativo” que, según las estadísticas oficiales, han permitido “asegurar millones de hectáreas libres de coca en zonas altamente vulnerables a su siembra”. Gracias a estos programas, sostienen las autoridades, se han formado 620 organizaciones campesinas que siembran productos alternativos a los cultivos ilícitos.

Además de los vínculos con el narcotráfico, el Gobierno ofrece una razón de peso para justificar la erradicación de los cultivos: las consecuencias medioambientales de la extensión de la hoja de coca. En los últimos años, la UNODC y el Ministerio del Interior han identificado una tendencia a los cultivos de coca más pequeños y menos concentrados, dispersos, lo que ha conllevado un aumento de la tala y la deforestación, puesto que el 35% de los nuevos cultivos -según cifras de 2010- se ha instalado en zonas de bosque. Este proceso se ha dado de forma intensa en la región del Pacífico colombiano, lo que es una amenaza contra la gran biodiversidad de esa región.

 

Éxitos y fracasos de la política antinarcóticos

Desde los 70, el Estado colombiano responde al poder del narcotráfico con una política de prohibición que, desde 2000, a través del Plan Colombia, recibe el financiamiento directo de Estados Unidos. La finalidad es erradicar los cultivos de hoja de coca a través de fumigaciones con glifosato desde el aire y, en los últimos años, también de erradicación manual. Para el Cabildo Indígena del Macizo Colombiano (CIMA), que reúne a organizaciones indígenas y campesinas de una de las regiones con mayor presencia de cultivos de hoja de coca, se trata de una política de “represión y  criminalización” de los pequeños productores que, además, ha evidenciado su fracaso.

Según la Oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito (UNODC), entre 2001 y 2007 fueron fumigadas 158.000 hectáreas de selva virgen en Colombia. Estas fumigaciones aéreas con glifosato han causado enormes pérdidas a los campesinos, que pierden los cultivos lícitos que se encuentran en la zona, y se exponen a la toxicidad del glifosato.

Desde la implementación del Plan Colombia hasta 2011, las políticas de erradicación forzosa constituyeron un gasto de 7.300 millones de dólares; apenas entre 2000 y 2005, se gastaron 1.200 millones de dólares en fumigaciones. En esos cinco años, el Estado colombiano invirtió apenas 213 millones de dólares en programas de desarrollo local y sustitución de cultivos.

 

Efectos de las fumigaciones

Los delegados de  la organización estadounidense Witness for Peace (Acción Permanente por la Paz) sostienen que “escucharon de varias comunidades que no reciben ningún aviso previo a las fumigaciones” y “hay reportes de enfermedades respiratorias, diarrea, abortos y problemas de visión”. En 2007, el ponente especial en el derecho a la salud de la ONU afirmó: “Hay evidencia creíble y confiable de que las fumigaciones aéreas de glifosato en la frontera entre Colombia y Ecuador perjudican a la salud física de la gente” y a su “salud mental”, por no hablar de las devastadoras consecuencias para el ganado. Sin embargo, las fumigaciones continúan, en algunas regiones, hasta diez veces en un mismo año. Lo más paradójico es que, según cuentan los campesinos afectados, “el glifosato acaba con todo, menos con la coca”.

Por otra parte, las organizaciones indígenas y campesinas definen la llamada “erradicación forzosa” como “un enfrentamiento directo entre las autoridades militarizadas y la sociedad civil”, y relatan episodios de violencia, inclusive asaltos sexuales. En un informe de enero de 2013, Witness for Peace sostiene que la política antinarcótica estadounidense en Colombia “ha causado despojamiento y violaciones de derechos humanos, ha incrementado el tráfico de armas y ha aumentado la violencia”.

Witness for Peace ha denunciado la “doble moral” de las políticas de erradicación forzosa dirigidas contra la población más vulnerable, al tiempo que se conocen cada vez más evidencias de los lazos entre paramilitares y guerrilleros, con la complicidad de una parte de las fuerzas estatales, para que el negocio del narcotráfico siga su lucrativo rumbo. También la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, en sus siglas en inglés), en su reciente informe Hora de escuchar, cuestiona las políticas antinarcóticos defendidas por EE UU y reclama, entre otras medidas, el fin inmediato de las políticas de fumigación y erradicación forzosa de los cultivos. Mientras tanto, para miles de familias colombianas, la hoja de coca sigue siendo, lo quieran o no, su única fuente de ingreso.

 

La coca en el PIB

“La coca salvó a Colombia de una revolución social”, afirma el escritor y periodista Alfredo Molano, conocedor como pocos de la Colombia rural. Se refiere al hecho de que, sin el recurso a la hoja de coca, miles de familias campesinas se hubieran visto abocadas al hambre, y con ello, al estallido violento de una revolución, en un país donde la miseria del campesinado contrasta con la abundancia de los terratenientes. Colombia es uno de los Estados más latifundistas del planeta, con un índice Gini de propiedad de la tierra de 0,86 (donde 1 es la desigualdad absoluta).

Las cifras bailan, pero dan fe del peso de la coca en la economía colombiana. Un estudio de la Universidad de los Andes de 2011 cifraba en un 2,3% del PIB el peso de la coca y el narcotráfico en la economía colombiana; de un total de 7.694 millones de dólares, 5.400 millones correspondían a las ganancias de los narcos. Ciñéndose a los cultivos ilícitos, las cifras de la ONU hablan de un 0,3% del PIB, frente a un 0,8% hace una década. La UNODC detalla además que, si bien las ganancias han descendido, el precio de mercado ha aumentado un 10%.

De algo no hay duda: la hoja de coca sigue siendo fundamental para la economía de miles de familias campesinas que, pese a las políticas de desarrollo implementadas por el Gobierno, siguen sintiendo el abandono estatal. Sólo así se entiende el masivo apoyo al paro agrario del pasado agosto, del que salió, el pasado 28 de agosto, un acuerdo según el cual el Estado se compromete a proporcionar a los campesinos seis meses de alimentos, subvenciones y ayuda tecnológica para ayudarles a sustituir la hoja de coca por cultivos de pan coger. Queda por ver si, a largo plazo, esta iniciativa puede tener éxito, si no se acompaña de medidas encaminadas a resolver los problemas estructurales del campo colombiano.

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