La paz se compra festín tras festín.

 

Existen muchas maneras de celebrar una victoria militar: saquear una ciudad, depurar a los adversarios, o ponerse un mono de aviador y pavonearse en un portaaviones. En agosto de 2006, yo estaba en Líbano, donde había puentes, carreteras y barrios enteros que habían quedado reducidos a escombros en la guerra entre Israel y la milicia chií de Hezbolá, respaldada por Irán. Justo después del alto el fuego, recibí un correo electrónico de un amigo de Teherán: el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, había celebrado la “victoria divina” sobre Israel invitando a sus súbditos a un kebab a la parrila, según él, el más grande del mundo. El “kebab de la victoria” consistió en 6,5 metros de carne, una jugosa celebración y una exhibición de política cruda y sensual.

Solemos hablar de comida en términos benévolos, considerándola el adhesivo social que nos mantiene unidos. Sin embargo, en manos inapropiadas, puede ser un arma. Un trozo de carne puede significar: “Soy tu dueño”. El pan crea obligaciones. La generosidad crea dependencia. Los romanos no fueron los primeros gobernantes que utilizaron el panem et circenses para prolongar su poder, ni tampoco lo últimos. Los dictadores actuales de Oriente Medio son especialmente aficionados a practicar el arte de utilizar la comida para conservar el poder, como demuestran el uso interesado y corrupto que hizo Sadam Husein del programa de petróleo por alimentos de Naciones Unidas y los subsidios alimentarios que durante años mantuvieron en su cargo al egipcio Hosni Mubarak, hasta que dejaron de hacerlo. El poder de los alimentos para comprar lealtades tiene sus límites, pero en la larga tradición de imperialismo alimentario en Oriente Medio, esos límites se han alcanzado en muy contadas, y muy breves, ocasiones.

 









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La barbacoa de celebración de Ahmadineyad formaba parte de una tradición que se remonta a siglos atrás, una antigua fiesta llamada simat. Esta era un banquete público de masas ofrecido por un rey, un sultán o un califa: no sólo comida, sino propaganda, un recordatorio comestible de quién mantenía los estómagos llenos. La primera comida de ese tipo que se conoce fue el banquete de Asurnasipal II, un rey asirio cuyo imperio abarcaba Irak, el Levante y zonas de Turquía, Egipto e Irán. Alrededor del 869 a.C., construyó un nuevo palacio en las orillas del Tigris, en lo que hoy es Nimrud, Irak, y decidió celebrar una inmensa fiesta de inauguración.

Asurnasipal era un maestro de la propaganda alimentaria. En cada territorio que conquistaba, recolectaba semillas, como el legendario héroe de los pioneros estadounidenses Johnny Appleseed. Nos dejó una tableta de arcilla en la que enumera sus logros, tanto militares como agrícolas: “Proporcioné irrigación a las llanuras del Tigris; planté huertos frutales en las afueras [de la ciudad]”. Y menciona cada uno de los árboles que se había llevado “de los países por los ...