(*Y Chéjov y Dostoyevski.) Razones para (re)leer a los grandes clásicos de la literatura rusa.

“Si Gogol tiene una lección aprovechable para los opositores rusos actuales, es que deben tratar de cambiar, no al hombre que ocupa el poder, sino el propio sistema”.

Ucrania y ‘El jardín de los cerezos’ de Anton Chéjov

“Uno de los problemas fundamentales de Ucrania es que los pensadores que sueñan con una nueva vida maravillosa –un destino dentro de Europa– no saben cómo hacerla realidad”.

“Iván Karamazov encaja muy bien con los jóvenes reformistas de la Georgia actual: intenso, arrogante y filosófico”.

 

Hace 20 años nacieron de los escombros de la Unión Soviética 15 nuevos Estados, esquirlas irregulares de un monolito roto. Un solo relato se convirtió en 15. Y casi todos los observadores de la historia soviética se esfuerzan desde entonces para mantenerse a la altura. ¿Cómo se cuentan todas esas historias?

En retrospectiva, es evidente que los comentaristas occidentales no supieron predecir o explicar lo que ha ocurrido en estos países: sus bandazos de crisis en crisis, sus extraños sistemas políticos híbridos, su inestable estabilidad.

Los comentaristas siempre han tratado de proyectar modelos del resto del mundo (“transición a una economía de mercado”, “evolución de un sistema de partidos”) a unos países que tienen historias y supuestos culturales muy diferentes de los de Occidente y, con frecuencia, unos de otros. He leído sobre el “patriotismo etnocéntrico” del primer ministro ruso, Vladimir Putin, su “trampa de la democracia por delegación” y su construcción de un “Estado neopatrimonial”, todos, comentarios muy inteligentes. Lo que esa jerga me ofrece es acceder a uno o dos modelos muy bien construidos (para Putin y para los politólogos), pero no entender, como pretendo, una sociedad viva.

Por eso hago una sugerencia no del todo frívola: ¿Qué tal si, para entender lo que antes era la Unión Soviética, nos olvidamos de los manuales de ciencia política y abrimos las páginas de Nikolai Gogol, Anton Chéjov y Fiodor Dostoyevski?

No se trata de un mero experimento teórico; las obras que estos autores escribieron en los siglos XIX y XX resultan sorprendentemente aplicables a la política actual en una amplia franja del antiguo ámbito soviético, tanto la inesperada fragilidad del poder autoritario de Putin en Rusia como los esfuerzos siempre frustrados para modernizar la vecina Ucrania. Hay una razón para ello: la mayoría de los países ex soviéticos salieron de dos siglos de autocracia dominada por Rusia, un sistema de gobierno que casualmente produjo una de las literaturas más importantes de la historia mundial. Se ha dicho que una cosa contribuyó a la otra, que los rigores de la censura de la era zarista, la aridez del funcionariado y la sed intelectual de las clases cultivadas ayudaron a fomentar una gran literatura. Pushkin y Tolstoy, Gogol, Chéjov y Dostoyevski fueron algo más que comentaristas sociales; eran auténticas celebridades, y las voces morales e intelectuales fundamentales de su tiempo. Los idolatraban porque describían las circunstancias en las que vivían sus lectores, y aún lo siguen haciendo.

En su inesperado éxito de 2010, The Possessed, Elif Batuman argumenta por qué la literatura rusa puede servir de guía para la mayor parte de las preguntas, grandes y pequeñas, que tiene la vida. “Tatyana y Oneguin, Anna y Vronsky”, escribe, recordando algunos de los personajes más famosos del canon ruso, “en cada momento, el enigma de la conducta humana y la naturaleza del amor aparecían unidos a lo ruso”.

La idea que planteo aquí  es algo más modesta: un breve esbozo de cómo es posible trazar la correspondencia entre tres grandes obras de la literatura rusa y los tres países postsoviéticos por los que más se interesan los comentaristas occidentales: Rusia, Ucrania y Georgia. Estos clásicos, escritos hace más de un siglo, ofrecen tanto los detalles concretos como la gran panorámica que nos faltan en una estantería llena de análisis políticos excesivamente trabajados.