capitalismo
Grafiti en Nueva Delhi, India, de la Asociación de Estudiantes de la India (AISA). (Frédéric Soltan/Corbis via Getty Images

Por qué el capitalismo ha tenido tanto éxito y que pasaría si se destruyera.

The power of creative destruction

Philippe Aghion, Céline Antonin y Simon Bunel

Harvard University Press, 2021

El capitalismo de mercado fue el motor de la modernización del Reino Unido iniciada hace dos siglos y que se extendió poco después a Francia y luego a otros países como Estados Unidos y Alemania. El ascenso de China como gran potencia económica confirma que, en efecto, el capitalismo de mercado contiene un poderoso motor de cambio, formado por varios elementos: la libertad económica, la ciencia y la innovación tecnológica, pero también la “destrucción creativa” ensalzada por el economista austriaco Josef Schumpeter. Philippe Aghion tiene una distinguida trayectoria como catedrático en el Collège de France y la London School of Economics. Con este libro, que actualiza la teoría de la destrucción creativa, sus dos coautores y él presentan un trabajo muy amplio y bien documentado que presenta una visión panorámica de la situación y las teorías más recientes. A veces resulta un poco árido, pero explica los tres motivos por los que el modelo de Schumpeter sigue siendo muy útil ahora que el mundo se enfrenta a las mayores turbulencias económicas desde la Gran Depresión de los 30 y la Segunda Guerra Mundial.

Los gráficos sobre las revoluciones tecnológicas y el desarrollo subsiguiente de patentes muestran que la Revolución Industrial de hace dos siglos es “un ejemplo de tres principios fundamentales del paradigma de la destrucción creativa: la innovación acumulativa es un motor de crecimiento; las instituciones son cruciales, empezando por los derechos de propiedad intelectual para proteger los rendimientos de la innovación y, más en general, para fomentarla; y la competencia es necesaria para derribar los obstáculos que levantan las empresas y los gobiernos con el fin de desbaratar el proceso de destrucción creativa e impedir que los recién llegados pongan en peligro sus rentas y su poder”.

Empecemos con el tercer elemento, porque hoy en día, en todas partes, las autoridades de la competencia están afilando sus instrumentos contra la competitividad. La semana pasada, después de definirse a sí mismo como un “combatiente antimonopolios” del siglo XXI, el presidente estadounidense, Joe Biden, presentó una amplia campaña para controlar desde los precios de los billetes de avión hasta las cláusulas de no competencia en los contratos de trabajo. Mientras tanto, el regulador chino del sector impidió por primera vez una fusión entre dos empresas nacionales, una propuesta de Tencent para crear un operador de videojuegos en streaming que dominaría el mercado. Francia, por su parte, impuso una multa sin precedentes, de 500 millones de euros, a Google por su utilización de los contenidos informativos. Pero la defensa de la competencia es más difícil de ejercer de lo que se pensaba. No hay más que ver lo que hizo recientemente la UE con su primer caso contra los oligopolios dedicado a la cooperación en tecnología, en lugar de la más habitual fijación de precios. Impuso a BMW y Volkswagen multas de un total de 875 millones de euros y perdonó a Daimler otra de 727 millones porque había denunciado el acuerdo a la Comisión. Las pruebas no hablan precisamente en favor de varios fabricantes alemanes de automóviles que pactaron producir depósitos del mismo tamaño para un ingrediente de control de la contaminación y homogeneizar otros métodos, por lo que acabaron envueltos en una confabulación para retrasar la implantación de una tecnología mejor. Sin embargo, muchos fabricantes están intentando colaborar en la producción de coches eléctricos y energías limpias, y algunos directivos alegan que ya no tienen claro qué tipo de cooperación es aceptable y cuál no. La conclusión es que, si se establecen como es debido, unas normas uniformes aceleran la comercialización y la adaptación, en este caso para fabricar baterías genéricas de automóvil, pero, si se hace mal, impiden la incorporación de nuevas empresas y frenan el progreso. Aghion dice que la mejor opción es quizá dejar que las empresas experimenten y aplicar sanciones después si es necesario. Parece muy razonable, pero no todos los políticos ni otros agentes sociales estarán necesariamente de acuerdo.

El ejemplo anterior muestra el enorme volumen de investigación empírica que enseña cómo funciona la destrucción creativa en la práctica en el mundo actual. Demuestra que las empresas nuevas crean una gran parte de los nuevos puestos de trabajo. Luego muchas de esas empresas y muchos de esos puestos desaparecen, pero cuanto más intenso es ese proceso darwiniano, más deprisa crece la economía. El libro hace una distinción interesante entre las economías que han recuperado terreno, como China, y las que ya iban por delante, como Estados Unidos. También analiza la famosa “trampa de las rentas medias”. El fallo fundamental en esos países, de los que Argentina es el caso mejor documentado, es no crear instituciones que promuevan las auténticas innovaciones. En 1890, Argentina tenía un PIB per cápita que era aproximadamente el 40% del de Estados Unidos, el triple del de Brasil y Colombia, equivalente al de Japón y Canadá y ligeramente superior al de Francia. Sin embargo, su dependencia de la exportación de productos agrarios hacía que su economía fuera muy vulnerable a cualquier fluctuación de la demanda. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial empujaron al país a una estrategia de sustitución de las importaciones en vez de un intento de diversificar las exportaciones. Corea del Sur nos enseña cómo llevar a cabo una política de reformas audaz. Tras la crisis financiera de 1997-1998, una economía que estaba tratando de ponerse al día consiguió cambiar el modelo y huir de esa trampa. Los autores también analizan la situación de India y dicen que, en las circunstancias actuales, con la posibilidad de tener complejos servicios tecnológicamente dinámicos y que se intercambian entre unos países y otros, es posible que el subcontinente crezca sin necesidad de industrialización. No está tan claro que vaya a ser así. Habrá que estar atentos.

La innovación depende del rumbo que se tome, lo que significa que quienes controlan la situación parten de lo que ya saben, mientras que los nuevos están dispuestos a empezar de cero. Cualquier gobierno que desee garantizar una innovación rápida en nuevas direcciones tiene que encontrar formas de motivar a las empresas nuevas que no están atrapadas en los éxitos del pasado. Y eso nos lleva a la cuestión del tipo de sistema financiero que tiene un país: en este aspecto, Estados Unidos está en una situación mucho más favorable que numerosos países europeos, especialmente Francia, porque tiene un sector de capital de riesgo muy hábil que sabe cómo cuidar las empresas nuevas y al que, a partir de una gran base de inversores institucionales (a menudo fondos de pensiones) se le da bien escoger empresas e ideas nuevas. Google, Apple y otros son buenos ejemplos, así como el hecho de que muchos europeos e indios tienen un papel en la creación de empresas en Estados Unidos que nunca podrían aspirar a tener en sus propios países. La calidad y el volumen de la educación universitaria da una gran ventaja, por ejemplo, a ciertos países escandinavos, Reino Unido y Estados Unidos respecto a Francia, España e Italia; en el caso de estos dos últimos, con un gasto muy bajo en educación universitaria y especialmente en investigación.

Ni Aghion ni sus coautores creen que el “no crecimiento”, que es una idea popular en los últimos tiempos, sea viable. Debemos innovar para resolver los dilemas actuales, pero para hacerlo en la buena dirección hacen falta los incentivos que pueden proporcionar una regulación inteligente, el gasto público y las presiones de la sociedad civil; un ejemplo es la campaña de la UE para utilizar energías más limpias. Las nuevas fortunas tienden a incrementar las rentas más altas, lo que agrava en ese sentido las desigualdades, pero eso siempre es mejor que las desigualdades que se crean al impedir la actividad de los competidores. En este aspecto, el libro discrepa de economistas como Thomas Piketty, que atribuyen todos los males modernos a la desigualdad de rentas. Con frecuencia se ha dicho, acertadamente en opinión de los autores, que este aumento de las desigualdades y la pérdida de empleo son las causas de que cada vez haya peor salud y un mayor consumo de drogas entre los blancos pobres de Estados Unidos y de que estos últimos hayan nutrido los movimientos populistas. Esta teoría va en contra del argumento de que la culpa es de la globalización y —en palabras del economista Dani Roderick— su paradójica forma de redistribuir la renta. La globalización no va a desaparecer, y tampoco su destrucción creativa. La respuesta la da el modelo danés de flexiguridad, instaurado hace un cuarto de siglo. “El sistema tiene dos pilares. En primer lugar, se flexibilizó el mercado laboral mediante la simplificación del despido. Para compensar esa flexibilidad, existen dos formas de seguridad: una prestación de desempleo equivalente al 90% del sueldo durante un máximo de tres años y una gran inversión pública en formación profesional para proporcionar a los trabajadores las aptitudes que necesitan para reincorporarse rápidamente al mercado de trabajo”. El contraste entre Dinamarca y Estados Unidos e incluso muchos países de la UE pone de relieve la contribución tan importante que pueden hacer las instituciones. No hay que impedir la destrucción creativa, sino complementarla garantizando que la gente no lo pase demasiado mal ni pierda la esperanza.

Los autores no son los únicos que creen que entre los ingredientes principales del ascenso de los movimientos populistas están los rápidos cambios en la economía y la incapacidad que han demostrado muchos gobiernos a la hora de intentar ayudar a sus ciudadanos a sortear esos cambios sin grandes dificultades. No obstante, las democracias tienen la ventaja de contar con un sistema legal, eficaz y en general no corrupto. El hecho de contar con una sociedad activa y unos medios de comunicación libres deberían facilitar que esos países superen los obstáculos actuales.

El libro es un análisis estimulante de lo motivos de que el capitalismo haya tenido un éxito tan extraordinario. Como indica Aghion en la introducción, a alguien nacido en 1600 el mundo de 1800 no le habría resultado muy extraño. Pero el mundo actual le sería imposible de comprender. Josef Schumpeter expresó su temor a que desapareciera el capitalismo, pero no ha sido así, si bien estamos todavía a tiempo de que la plutocracia y la demagogia consigan acabar con él. Lo que es indudable es que, si la civilización creada por los países democráticos de rentas altas se tambalea, el mundo que conocemos morirá. Este libro tan brillante nos permite comprender cómo conseguir que nuestro mundo evite ese destino.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia