Cancelculture
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He aquí las claves para entender por qué más que buscar la definición sobre la supresión cultural, hay que trabajar los matices y los argumentos con datos en el debate público.

El problema de la cultura de la cancelación es que es difícil de definir. Intentar hacerlo es como meterse en un laberinto del que es muy complicado salir porque nos topamos constantemente con callejones sin salida, ramificaciones y situaciones de “mi palabra contra la tuya”. Cuesta incluso demostrar su existencia, porque depende de cómo se defina. Si es verdad que existe, es solo un nombre nuevo para un fenómeno tan antiguo como la humanidad: nos gusta pertenecer a un grupo y, antiguamente, el miedo a que nos expulsaran de nuestras tribus era todavía más una cuestión de supervivencia que hoy en día. Los grupos o tribus siempre han tenido normas éticas y culturales y el hecho de infringirlas puede llevar a esa expulsión, por lo que la gente trata de proteger su propia reputación para conservar su estatus dentro del grupo.

Este es básicamente el quid de la cultura de la cancelación: una persona dice, tuitea o cuelga en Instagram algo que otros consideran ofensivo y que critican en las redes sociales. Si se difunde suficientemente y se hace viral, puede acabar incluso en los medios tradicionales y amenazar con “cancelar” o anular la reputación y el sustento de la persona acusada, independientemente de que sea famosa o no.

En una carta publicada en la revista Harper’s el 7 de julio (y una carta posterior que expresaba un sentimiento similar aquí en España), un grupo de destacados escritores, periodistas y académicos denunciaba este comportamiento por considerarlo una forma de censura: “Estamos acostumbrados a ver esto en la derecha radical, pero el espíritu censor está propagándose mucho más en nuestra cultura: la intolerancia frente a opiniones contrarias, la afición al escarnio público y el ostracismo y la tendencia a disolver problemas políticos complejos en una certidumbre moral cegadora”. Concluían diciendo que “esta atmósfera asfixiante acabará por perjudicar las causas más importantes de nuestro tiempo. La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, daña siempre a los que carecen de poder y hace que todos tengan menos capacidad de participación democrática. La forma de derrotar las malas ideas es denunciarlas, debatirlas y convencer, no tratar de silenciarlas o hacerlas desaparecer”.

Quizá el nombre más famoso de la lista de firmantes es el de J. K. Rowling, la famosa autora de los libros de Harry Potter. Rowling ha tenido su propia experiencia, digamos de semicancelación, porque no va a perder su trabajo y ella misma ha dicho que era ya la “cuarta o quinta vez que la suprimían”. Sus problemas más recientes surgieron cuando publicó un tuit en apoyo de una mujer que había perdido el puesto de trabajo por unos tuits considerados “tránsfobos” y más tarde dio un “me gusta” a otra activista; las dos opinaban que el sexo está determinado por la biología. El resultado fue una avalancha de críticas y amenazas en Internet. La escritora explicó todo esto y sus propios sentimientos en una entrada de blog que suscitó aún más ira.

Por supuesto, la carta mencionaba a personas que sí habían perdido su empleo, como el redactor jefe de Opinión de The New York Times, James Bennet, que se vio obligado a dimitir después de publicar un artículo titulado Enviad tropas del senador republicano Tom Cotton, de Arkansas. En el texto, publicado en plenas protestas del movimiento Black Lives Matter, Cotton proponía hacer una exhibición de poderío militar para restablecer el orden en las calles. Los lectores del Times, de tendencia izquierdista, se sintieron indignados por el hecho de que el periódico diera espacio a alguien cuya propuesta iba a poner vidas en peligro. Por desgracia, Trump tomó nota de la idea y ha enviado tropas federales a la ciudad de Portland y otras.

Si quieren una respuesta categórica sobre si la cultura de la cancelación es buena o mala, aquí no la van a tener, porque, a medida que veamos ejemplos de ella (y algunos ni siquiera tendrán claro que estos sean auténticos casos de supresión), veremos que todo depende del cristal con que se mire. Por otra parte, intentar alinearla con la derecha o la izquierda es inútil, porque ambas callan las voces que no les gustan, aunque ahora sea la izquierda la que está debatiéndose especialmente con este problema. Como escribe Ross Douthat, columnista conservador de The New York Times, “la derecha actual es demasiado débil para hacerlo eficazmente”.

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Manifestaciones #metoo en California. (Chelsea Guglielmino/FilmMagic)

Los defensores de esta conducta aseguran que están enfrentándose a estructuras de poder, y el movimiento #metoo es el mejor ejemplo. Según The New York Times, el movimiento ha conseguido hacer caer a 201 hombres poderosos por agresión sexual y acoso. Los casos más famosos dieron impulso al movimiento: en octubre de 2017, The New York Times y The New Yorker informaron sobre una docena de mujeres que habían acusado al súper poderoso productor de cine Harvey Weinstein de acoso, agresión sexual o violación. Por desgracia, la noticia no era ninguna novedad para la gente de Hollywood, donde sus hazañas eran muy conocidas y toleradas porque podía levantar o hundir carreras. Pero el caso abrió las compuertas de la indignación del #metoo en las redes sociales, porque demasiadas mujeres han sufrido acoso sexual, agresiones o violaciones. Weinstein insistió en que todo había sido de mutuo acuerdo, pero acabó despedido de su propia productora, The Weinstein Company, y expulsado de la Academia de Artes Cinematográficas.

A pesar de que Weinstein era un gran donante a candidatos demócratas, en el partido todos estuvieron de acuerdo en que había recibido su merecido. Sobre todo las feministas. Sin embargo, a medida que caían más hombres poderosos, muchos, especialmente hombres de derechas, empezaron a preguntar si era justo que los acusados perdieran su reputación, su posición y su forma de ganarse la vida por decisión del tribunal de la opinión pública, antes incluso de haber tenido un juicio apropiado y legal. Al final, el pasado mes de febrero, Weinstein compareció ante el juez, fue declarado culpable de dos de los cinco cargos que se le imputaban y condenado a 23 años de cárcel.

Ahora bien, ha habido otros casos no tan claros; quizá el más famoso es el del senador Al Franken, al que se acusó de manosear y hacer insinuaciones indecentes a nueve mujeres. Pidió perdón, pero negó la mayoría de las acusaciones, y varios trabajos periodísticos posteriores descubrieron imprecisiones en la acusación que más interés había despertado. Aun así, Franken tuvo que dejar su escaño en el Senado, pero no se ha presentado ninguna demanda legal contra él.

Voy a detenerme un instante para destacar que, en diciembre de 2017, escribí un artículo en El País que concluía así: “Ya es hora de dejar de tolerar el acoso sexual de todo tipo, en EE UU y en España. Ya es hora de nombrar a los culpables. Ya es hora de acabar con esto”. Pero insisto en que el hecho de que se señale con el dedo a alguien y se destruya su reputación nos parece bien o mal dependiendo de lo que cada uno piense sobre las cosas que hizo o dijo el acusado. A medida que el concepto de cultura de la cancelación —repito, si conseguimos definirlo— pasó del #metoo a todo lo que la izquierda considerase mala conducta, alarmó incluso al expresidente Barack Obama.

El pasado otoño, Obama tomó la extraordinaria decisión de intervenir en el debate, aunque sin usar el término de forma explícita: “Esta idea de pureza, de que nunca haréis concesiones, de que siempre estaréis políticamente ‘despiertos’ y todo eso”, dijo durante una entrevista sobre activismo juvenil en la cumbre de la Obama Foundation, “más vale que superéis todo eso cuanto antes. El mundo es caótico, lleno de ambigüedades. Hay personas que hacen cosas muy buenas, pero tienes defectos. Hay personas contra las que lucháis que quieren a sus hijos y quizá tienen cosas en común con vosotros”.

Sin embargo, el mayor detractor de la supresión cultural es un hombre al que no solo se ha acusado de un comportamiento terrible con las mujeres —25 le han acusado de conducta sexual inapropiada— sino que presumió en un vídeo de que agarraba a las mujeres por la entrepierna. Ese hombre es el presidente Donald Trump, que asombrosamente, a pesar de que ese tipo de comportamiento ha conseguido acabar con las carreras de más de 200 poderosos, sigue siendo el llamado líder del mundo libre. En el discurso que pronunció el 4 de julio en Mount Rushmore, despotricó contra la  cultura de la cancelación, acusó a la izquierda de “humillar a los disidentes y exigir sumisión total a cualquiera que discrepe” y proclamó que esa conducta no tenía “sitio alguno en los Estados Unidos de América”.

Pero el propio Trump se ha dedicado también a tratar de aplastar la disidencia, desde las amenazas a los medios de comunicación que no le agradan de retirarles los permisos o bloquear fusiones empresariales hasta los intentos de impedir la publicación de libros que le critican. Y no hay que olvidar cómo se relaciona con la gente: no contrata a nadie que haya dicho alguna vez algo crítico sobre él, lo cual ha supuesto un auténtico problema para formar equipo en la Casa Blanca; acusó de asesinato a un presentador de televisión al que odia, Joe Scarborough; y no ha dudado en fomentar el uso de la violencia contra manifestantes pacíficos y periodistas.

Es difícil sentir lástima cuando los famosos, y especialmente los políticos, sufren reacciones negativas, porque, al fin y al cabo, ellos han buscado esa fama y el poder que la acompaña. Pero hay muchas personas menos conocidas que también han sido víctimas de la cultura de la cancelación, como la dibujante de The Washington Post que apareció con la cara pintada de negro en una fiesta de Halloween de la empresa, junto con una tarjeta identificativa que decía que era Megyn Kelly, la entonces presentadora de Fox News y NBC; Kelly había sido objeto de burlas por decir que no sabía qué tenía de insultante ir disfrazada de negra. Los invitados a la fiesta no comprendieron la broma y se sintieron ofendidos. La caricaturista se fue llorando y a los pocos días fue despedida.

Más recientemente, una mujer que paseaba a su perro en Central Park, en Nueva York, llamó a la policía para denunciar a “un hombre afroamericano” que estaba grabando en vídeo su ataque de histeria cuando él le pidió que sujetara al perro con la correa. El vídeo se hizo viral y da tanta vergüenza que es difícil de ver. Teniendo en cuenta el ambiente de violencia policial contra los negros en Estados Unidos, su intento de presentar una denuncia falsa contra un hombre que estaba observando pájaros fue abominable, por no decir algo peor. La mujer perdió su perro y su trabajo.

Las redes sociales convierten un fenómeno de siempre, el hecho de que un grupo desaprueba el comportamiento de una persona, en una locura que alcanza dimensión mundial. Como lo que llama la atención en las redes es el escándalo, los algoritmos están diseñados para fomentar ese tipo de contenido, de modo que el ruido se convierte en un estruendo ensordecedor, de acuerdo con Fast Company. Y eso hace que prácticamente no quede margen para los matices, lo cual resulta verdaderamente frustrante. ¿J. K. Rowling es verdaderamente tránsfoba, o su delito es intentar presentar un complejo argumento sobre la naturaleza de la feminidad? ¿Merecía la dibujante de The Washington Post perder el trabajo por haber escogido un pésimo disfraz? ¿Tenía que irse Al Franken del Senado sin que le hubieran sometido a un proceso legal? ¿O se trata de derrocar a los Harvey Weinstein del mundo, que utilizan su poder para abusar sexualmente de otras personas? Las redes sociales están aquí para quedarse, y la supresión cultural también, aunque en algún momento cambie de nombre. Discutir sobre lo que es y sobre quién la ejerce no sirve de nada. Lo que podemos y debemos intentar practicar en el debate público son los matices y los argumentos basados en datos, aunque a los algoritmos no les guste nada.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia