fascismoespana
Simpatizantes del partido de extrema derecha España 2000 (JOSE JORDAN/AFP/Getty Images)

El fascismo de entreguerras para entender el ascenso de los partidos de corte populista en Europa.

 


41A+qt0xO7L._SX329_BO1,204,203,200_

The civic foundations of fascism in Europe: Italy, Spain and Romania (1870-1945)

Dylan Riley

Baltimore, John Hopkins University Press & Verso Books

 

downloadHungary: a short history

Norman Stone

Profile


El libro de Dylan Riley es fascinante y oportuno: fascinante porque ofrece nuevas formas de entender la evolución del fenómeno fascista en Europa entre 1918 y 1940, y oportuno porque el diálogo que construye entre Alexis de Tocqueville, Hannah Arendt y Antonio Gramsci sobre la interacción de la sociedad civil y la formación de las organizaciones políticas tiene como objetivo “proponer una reflexión del impacto que tiene el desarrollo de la sociedad civil en los tipos de régimen y sobre la naturaleza del fascismo europeo de entreguerras”.

The Civic Foundations of Fascism in Europe: Italy, Spain and Romania 1870-1945 abre nuevas perspectivas y, desde luego, ha cambiado mi forma de pensar sobre el fascismo. Plantea el polémico argumento de que los regímenes fascistas, como las democracias de masas, necesitan unas sociedades civiles bien organizadas, no atomizadas y débiles. En los tres países que el autor estudia, el fascismo surgió mediante el rápido desarrollo de organizaciones voluntarias que, unidas a unos partidos políticos poco desarrollados en la clase dominante, crearon una crisis de hegemonía.

Siguiendo el ejemplo de Gramsci, Riley afirma que no existen pruebas teóricas ni empíricas de que una cosa (la presencia o ausencia de la sociedad civil) deba seguir a la otra (que la presencia de órganos asociativos lleve a la democracia liberal y su ausencia conduzca a regímenes totalitarios). El fascismo europeo de entreguerras —y España es un perfecto ejemplo— nace de unas sociedades en las que el desarrollo de instituciones civiles y asociativas fue más rápido que el de los partidos políticos hegemónicos.

Se adelanta a los críticos que van a poner en tela de juicio su reinterpretación de la democracia como un principio más que un proceso y dice que, con demasiada frecuencia, se confunde “democracia” con “liberalismo” y que el rechazo fascista del liberalismo y su énfasis en el debate y el proceso político no quería decir que el fascismo abandonara su compromiso con el pueblo. Son unos argumentos aparentemente paradójicos que él introduce con entusiasmo. El libro es muy útil porque los medios de comunicación y los políticos utilizan la palabra fascista con demasiada facilidad, para desprestigiar a movimientos cuyo ascenso no habían previsto y cuyas ideas tratan de desacreditar.

Pero veamos con más detalle el análisis que hace de la política española a partir de 1880. Durante la Restauración posterior a la Primera República, “un sufragio restringido y las diferencias regionales produjeron una clase dominante dividida en redes clientelares, como en Italia”. Eso no impidió el desarrollo de la sociedad civil y el asociacionismo, sobre todo en el campo, “pero este fenómeno permaneció bajo el control de las élites sociales a través del nacionalismo regional y el catolicismo”. El primer ministro Cánovas del Castillo estableció un mecanismo mediante el cual los partidos dinásticos (conservadores y liberales) se alternarían en el poder sin la intervención del Ejército y con una participación limitada de la población. A partir de 1890, el sufragio universal hizo posible el rápido desarrollo del Partido Socialista, pero “una de las características más llamativas del socialismo español es que no fue capaz de organizarse en Barcelona, según casi todas las fuentes la ciudad más industrializada… El republicanismo también tuvo un carácter marginal, reducido a algunas ciudades del sur y Cataluña”.

A principios de la década de 1920, el periodo de Primo de Rivera puede interpretarse como un intento fallido de establecer una hegemonía interclasista, vinculada a la historia anterior de la monarquía, que no había logrado construir una clase dominante cohesionada. Al desmantelar las organizaciones de las clases dominantes españolas, Primo de Rivera hizo inevitable que “los empresarios y terratenientes volvieran a perseguir sus intereses de manera directamente ‘económica y corporativa’ y abandonaran por completo la política”. Este modelo de intereses organizativos dejó una herencia muy negativa para la Segunda República. La falta de una derecha consolidada produjo, según Riley, “la correspondiente fragmentación e inconstancia en la izquierda. Al mismo tiempo, provocó una peligrosa retirada de la política por parte de los sectores tradicionalistas del norte y el centro del país”. Estos fallos desembocarían en el fracaso de la Segunda República.

A pesar de la victoria electoral de la coalición de republicanos de izquierdas y socialistas que, bajo la dirección de Manuel Azaña, formó el primer gobierno de la República, las Cortes Constituyentes (1931-1933) eran débiles desde el punto de vista organizativo y “estaban sujetas a unas graves brechas de clase, regionales y religiosas que no lograron superar”. La Segunda República demostró que el desarrollo de la sociedad civil durante el periodo de Primo de Rivera “no solo no facilitó la implantación de la democracia liberal, sino que la dificultó”. El capítulo sobre el ascenso del fascismo en España durante los 30 es un texto absorbente, entre otras cosas por el análisis de cómo esa primera coalición de republicanos y socialistas “se granjeó la hostilidad de la derecha sin tocar las bases estructurales de su poder social y, como consecuencia, abrió la puerta a una reacción derechista. Además, se enemistó innecesariamente con los pequeños propietarios del norte con sus leyes anticlericales”.

El autor llega a la conclusión de que el sistema de Cánovas “excluyó a la mayoría de la población de la participación política y consolidó el poder de la oligarquía terrateniente. Pero también dividió a la élite social en redes clientelares rivales y, de esa forma, disminuyó su capacidad de llevar a cabo un programa de modernización coherente. Es decir, España se no llegó a tener unas organizaciones capaces de instaurar alianzas de clases intradominantes y sólidas (hegemonía intraclasista)”. Por otro lado, a finales del siglo XIX, mientras los pequeños propietarios de tierras intentaban establecer créditos y crear cooperativas de consumidores y productores, una campaña determinada por los grandes terratenientes para construir asociaciones católicas vinculadas a la jerarquía eclesiástica impidió que las fuerzas socialistas, anarquistas y republicanas se asentaran en la tierra. Varios personajes políticos importantes como Maura, Canalejas y Cambó no consiguieron vencer el aislamiento de la monarquía con un programa de reformas dirigido contra el poder de los caciques locales. El resultado fue el desarrollo del poder del Ejército, que preparó el terreno para Primo de Rivera. En consonancia con su tesis general, Riley cuenta cómo “las sociedades civiles del norte y centro de España, históricamente densas, pasaron a apoyar a un movimiento político de masas que era democrático, en el sentido de que exigía un Estado representativo, pero profundamente hostil a los partidos, las elecciones y los derechos civiles. La derrota política rotunda de estas fuerzas en las elecciones de 1936 desencadenó una revuelta militar cuyo proyecto político, al principio, fue ambiguo”. Pero no por mucho tiempo.

En la lista de errores que permitieron el triunfo final de Franco se incluye la incapacidad del movimiento asambleario de establecer un régimen democrático funcional a partir de 1918, así como la incapacidad del primer gobierno de republicanos y socialistas de centrarse en llevar a cabo reformas en los ámbitos donde más graves eran las desigualdades y dejar de lado la cuestión de la Iglesia. El autor insiste en que la estructura política y social de España “no hacía, en absoluto, que estuviera predestinada a sufrir la dictadura de Franco. El ejemplo de Cataluña demuestra que cuando la élite social había conseguido convertirse en fuerza hegemónica, era posible la transición del liberalismo a la democracia de masas”. Si los catalanes hubieran podido salir de su bastión regional y forjar una alianza con los conservadores, es posible que las experiencias bajo Primo de Rivera, con todas sus consecuencias negativas para la democracia española, se hubieran podido evitar.

Los críticos alegarán que el interés del libro por los regímenes y no por los movimientos impide ver la influencia que el miedo al bolchevismo, el revisionismo territorial y el caos político tuvo en la política del periodo de entreguerras. Pero Riley consigue obligarnos a reflexionar sobre los fundamentos sociales y civiles del fascismo. En el último capítulo resume sus ideas: “La hegemonía es una forma de relación política en la que un grupo concreto reivindica y obtiene el ‘liderazgo’ sobre una serie de grupos aliados. Puede adoptar tres formas fundamentales: hegemonía intraclasista, en la que unas clases sociales estructuralmente similares forman una alianza; hegemonía interclasista, en la que unas clases sociales estructuralmente opuestas forman una alianza y contrahegemonía, en la que las clases subordinadas se postulan como portadoras de un proyecto hegemónico. En todos los casos que desembocaron en el fascismo, no hubo hegemonía intraclasista antes del desarrollo de la sociedad civil ni hegemonía interclasista después del desarrollo de la sociedad civil. Además, la ausencia de estas dos formas de hegemonía tuvo la paradójica consecuencia de dificultar el desarrollo de la contrahegemonía”.

La enseñanza general del ascenso del fascismo en el periodo de entreguerras es que una sociedad desarrollada puede fomentar un movimiento democrático que, sin embargo, sea antiliberal porque es antipolítico. En estos tipos de movimientos, la sociedad civil no es la base de la democracia liberal, sino una alternativa a la representación política. “La sociedad civil tiene dos rostros como Jano, capaz de sostener movimientos políticos liberales y antiliberales, porque la propia democracia tiene también dos rostros. Como principio de soberanía, puede conjugarse con una gran variedad de tipos de régimen”. Este libro es de lectura obligada para cualquiera que quiera entender el ascenso de los partidos populistas en la Europa actual.

populismoorban
El primer ministro de Hungría, Viktor Orban, junto al ministro del Interior de Italia, Matteo Salvini. (MARCO BERTORELLO/AFP/Getty Images)

En este contexto, parece interesante un libro sobre Hungría, escrito por un destacado historiador británico que domina el húngaro —cosa que hacen muy pocos europeos occidentales— y ha escrito numerosos textos sobre la historia de Europa del Este. Sin embargo, el lector se sentirá decepcionado por el libro de Norman Stone, Hungary: A Short History, que está lleno de cotilleos ingeniosos pero no de análisis sociológico. El autor presta mucha más atención a la alta aristocracia y la aportación judía —“abrumadoramente positiva”— a la Hungría moderna que a explicar las consecuencias del Tratado de Trianón de 1920, por el que el país perdió dos terceras partes de su territorio anterior a 1914. Viktor Orban, el líder actual de Hungría, ha convertido su país, seguramente, en el menos libre de Europa salvo por Bulgaria, y en el más corrupto. Stone escribe que Orban tiene “una fama internacional que pocos dirigentes de países pequeños han alcanzado jamás”, pero no explica si Hungría puede seguir considerándose una democracia o si sencillamente se ha convertido en un sistema camuflado de forma astuta.

Es asombroso cuando escribe que este giro hacia un gobierno autoritario data del verano de 2015, cuando la canciller alemana Angela Merkel “invitó” a miles de refugiados e inmigrantes de Oriente Medio. “Para Hungría era una cuestión de supervivencia”, escribe, mientras “Europa aullaba de indignación cuando Viktor Orban levantó su famosa alambrada para impedir que entraran hasta que estuvieran registrados”. Esta es una falsedad histórica indigna de un historiador de prestigio. Dada la importancia del giro de Hungría hacia el populismo y las lecciones aprendidas del ascenso del fascismo, es una lástima que la contribución de Stone para entender Hungría sea tan mediocre.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia