Es posible que sea sólo cuestión de tiempo que Estados Unidos e Irán se sienten a negociar con seriedad. Pero, ¿cómo podrían ponerse de acuerdo estos dos enemigos irreconciliables? A continuación, un pequeño manual de instrucciones.


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Como dijo la sabia morsa de Lewis Carroll, “ha llegado el momento de hablar de muchas cosas”. Antes o después, iraníes y estadounidenses tendrán que sentarse juntos a negociar sobre los asuntos que les enfrentan. Cuando eso suceda, habrá muchas cosas que tratar: Irak, Afganistán, el terrorismo, los programas atómicos, las sanciones, la paz en Oriente Medio, las garantías de seguridad y los derechos humanos. Durante los últimos 30 años, quitando unas pocas excepciones, estos dos antiguos aliados han preferido comunicarse mediante gestos, intercambiando insultos, amenazándose, sermoneándose y, en ocasiones, recurriendo a la violencia. Tanto enfrentamiento ha producido los resultados previsibles. Como vecinos insoportables, ninguno de los bandos se ha marchado. Y tampoco ninguno –utilizando esa expresión condescendiente que tanto gusta a los políticos– ha “cambiado de actitud” de forma apreciable.

Hoy, la desconfianza mutua es tan profunda que cuando una de la partes realiza un acercamiento, la otra retrocede, dando por supuesto que un enemigo tan perverso y astuto no se acercaría sin un motivo maligno oculto. Las cosas han llegado a tal punto de bloqueo que la afirmación más inofensiva es recibida con un “¿ahora qué estarán tramando?”

Aún cuando estadounidenses e iraníes se den cuenta de lo mucho que pueden ganar si conversan con seriedad, puede que a ambos les siga resultando difícil y desagradable el diálogo. Tendrán que ser realistas en sus expectativas y entender que se progresará con lentitud y será complicado alcanzar acuerdos. Puede que no haya un camino recto hacia un gran pacto.
En cualquier caso, a la hora de tratar con Teherán, hay ciertos puntos clave que merece la pena recordar, pues ayudarán a evitar algunos de los errores que hicieron naufragar anteriores intentos de diálogo. A las personas con experiencia en negociaciones y a quienes hayan tenido contacto con la problemática de Oriente Medio, y particularmente con Irán, estos puntos les parecerán obvios. Pero vale la pena repetirlos porque, en diplomacia, las formas a menudo importan tanto como el fondo.

Separar a las personas del problema. En cualquier negociación es mejor dejar a un lado nuestros prejuicios acerca de la sensatez, fiabilidad y estabilidad del interlocutor. Si no, nos sentaremos frente a nuestros interlocutores dando por supuesto que son, pongamos, astutos manipuladores, ladinos, mentirosos o avariciosos, y negociaremos con ellos partiendo de estos presupuestos. La otra parte lo percibirá con facilidad y reaccionará en consecuencia. Y una vez que cada bando llega a la conclusión de que al otro sólo le interesa engañarlo o humillarlo, las posibilidades de alcanzar un acuerdo se vuelven remotas. En otras palabras, si tratas a tu interlocutor como si fuese irracional, terco y tramposo, lo más probable es que, al percibirlo, cumpla esas expectativas.

Por ejemplo, entre 1951 y 1953, durante la crisis entre Irán y Reino Unido en torno a la nacionalización del petróleo, ambos países fueron incapaces de separar las personas del problema y se vieron envueltas en la típica espiral negativa. Los ingleses llegaron a la conclusión de que el primer ministro iraní, Mohamed Mossadegh, era el obstáculo. Le consideraban tan inestable, irracional, xenófobo y cegado por el rencor hacia anteriores acciones de Londres, que era imposible llegar a ningún acuerdo mientras no se le echase del poder. Por el otro lado, los iraníes llegaron a la conclusión de que el problema era la actitud británica. Para ellos la cuestión de fondo no era el petróleo, sino los siglos que Reino Unido llevaba tratándoles como un pueblo inferior que necesitaba la tutela y la mano firme de Londres. Mossadegh y sus aliados nacionalistas decidieron que no habría acuerdo sobre el crudo hasta que esta relación semicolonial se hubiese corregido. Guiados por la antipatía recíproca, cada parte intentó derrotar a la otra.

En lo que respecta a Teherán y Washington en la actualidad, no hace falta que se aprecien para encontrar puntos de acuerdo. Deberían separar la hostilidad subyacente de sus intereses subyacentes: seguridad, energía, programas atómicos, terrorismo y tantos otros. No deberían dejar que su mutua antipatía les nuble la capacidad de juicio sobre lo que es posible y lo que es beneficioso.

Ser conscientes (y tener cuidado) de la historia. Para los iraníes, la larga y trágica historia de su país (o al menos la versión que alguien ha hecho de ella) es importante. A menudo se acusa a los estadounidenses de ser ahistóricos y de descartar lo que no les conviene con la frase “eso ya pasó a la historia”. Por el contrario, se podría decir que los iraníes sufren el síndrome de Osimandias. El país está plagado de monumentos de su glorioso pasado imperial. En las ruinas de Persépolis, sus ciudadanos pueden ver cómo sus reyes preislámicos gobernaron un extenso territorio y recibían tributo de los egipcios, escitas, capadocios, jonios y muchos otros. Sin embargo, durante los últimos 300 años, la historia de la actual República Islámica ha sido cualquier cosa menos memorable: una sucesión de derrotas y humillaciones que les ha hecho perder territorio e influencia. Durante los siglos XIX y XX, un Irán arruinado se libró de ser de modo formal una colonia sólo gracias a que la rivalidad entre Inglaterra y Rusia mantuvo al país débil pero oficialmente independiente. Durante los últimos cien años, sus ciudadanos han visto cómo los extranjeros frustraban su movimiento constitucional (1906-1911), ocupaban su territorio (1941-1946) y daban un golpe de Estado para derrocar a su líder nacionalista (1953).

Muchos analistas han resaltado que el objetivo que impulsa la política exterior de Irán es lograr el “respeto” que el país se merece en razón de su tamaño, población, recursos y grandeza histórica. La periodista Barbara Slavin llama a Irán el “Rodney Dangerfield de Oriente Medio” [cómico estadounidense conocido por su queja “No me respetan” y sus monólogos acerca de este asunto]. Por lo tanto, puede que el lado iraní afronte las negociaciones con un sentimiento mixto de grandiosidad y agravio. Quienquiera que hable con ellos debería estar preparado para afrontar a la vez las dos caras de esta moneda: el sentimiento de que su país merece cierta deferencia por sus glorias culturales y políticas, y la sensación de que poderosas potencias extranjeras han traicionado, humillado y machacado a un Irán débil y volverán a hacerlo si tienen la oportunidad. En este escenario, expresiones como “eje del mal” y “cambio de régimen” no han hecho sino confirmar las sospechas de Teherán de que el Gobierno de EE UU pretende deshacerse de una República Islámica que no se doblega, o al menos privarla de sus derechos.

Reconocer su inteligencia. Los negociadores iraníes serán suficientemente inteligentes como para detectar la falsedad y la hipocresía, y darse cuenta de cuándo los están tomando por tontos. Subestimarlos sólo intensificará la actual espiral de desconfianza. Existen numerosos precedentes en la historia reciente. En octubre de 1979, por ejemplo, la Casa Blanca pensó que podía neutralizar a la opinión pública del país persa anunciando que EE UU acogía al depuesto sha por motivos médicos. Dado el historial de las relaciones entre los dos Estados, pocos iraníes iban a creérselo. En vez de tranquilizarlos, la explicación constituyó un insulto a su inteligencia que encendió su ira. Para la mayoría de ellos, que EE UU acogiese Mohamed Reza Pahlevi confirmaba lo que ya sospechaban en medio de la tensa atmósfera de finales de 1979: que EE UU conspiraba para reproducir los acontecimientos de agosto de 1953 con el fin de derrocar al nuevo régimen revolucionario y reinstaurar la monarquía. En esas circunstancias, habría sido mejor reconocer que ninguna explicación de la decisión estadounidense habría resultado aceptable para los iraníes.

Nada hará descarrilar más rápidamente una negociación que dar la impresión de que uno considera inferiores a los iraníes. En el pasado los han tratado así muchas veces, y serán muy sensibles a cualquier cosa, por pequeña que sea, que dé a entender que se está insultando a su inteligencia.

Si los negociadores tienen presentes estos principios pueden lograr un acuerdo, pero el éxito no está en absoluto garantizado. Tanto Teherán como Washington acuden a la mesa de negociaciones lastrados con prejuicios, agravios, desconocimiento y la firme creencia, basada en su diferente visión de la historia, de que la otra parte engaña con infinita astucia, que su objetivo es humillar al adversario, y que al final su hostilidad, traición y mentiras revelarán su verdadera naturaleza. En este contexto tan difícil, el éxito sólo será posible si las expectativas son razonables y los negociadores se centran en los intereses, no en las supuestas intenciones malvadas de la otra parte.