Dos mujeres refugiadas caminan por el campo de Idomeni, Grecia. (Tobias Schwarz/AFP/Getty Images)
Dos mujeres refugiadas caminan por el campo de Idomeni, Grecia. (Tobias Schwarz/AFP/Getty Images)

En los debates sobre la crisis actual de los refugiados en el mundo suelen pasarse por alto dos sencillas verdades: que el motor principal del éxodo es, sobre todo, la propagación reciente de los conflictos armados en Oriente Medio, y que lo que preparó el terreno para este caos fue la descomposición de un sistema internacional que habíamos construido durante 70 años.

Nuestra incapacidad de poner fin a las guerras en Siria, Afganistán y Somalia hace que seamos responsables colectivos de más de la mitad de los 20 millones de refugiados que se calculan en la región. En conjunto, otros 40 millones más han tenido que desplazarse dentro de sus propios países.

Resolver estos conflictos puede parecer una tarea casi imposible cuando ya estamos teniendo dificultades para asumir la enorme entrada de refugiados. Atormentados por imágenes imborrables —refugiados que cruzan el Mediterráneo en embarcaciones desvencijadas, un niño que yace muerto en una playa, supervivientes que emprenden el duro viaje a través de los Balcanes—, conmocionados, los europeos creen que esta es una crisis suya, sobre su capacidad de absorción y su identidad.

Los Estados pueden construir muros y levantar obstáculos burocráticos de todo tipo, pero eso no sirve de nada mientras los dirigentes políticos no se pregunten en serio qué es lo que provoca una migración humana de dimensiones tan épicas. La verdadera crisis es el tipo de reacción europea, que no es capaz de eliminar el carácter duradero de una amenaza mundial.

Responder con medidas unilaterales o con ataques aéreos esporádicos y que son meras reacciones no va a derrotar al autodenominado Estado Islámico. Quizá sea necesaria una intervención militar colectiva fuera de nuestras fronteras, pero no en forma de aventura neocolonial ni para aniquilar a los terroristas con bombas. Cualquier acción debe estar expresamente pensada para respaldar los procesos políticos encabezados por quienes sufren las consecuencias directas de las guerras.

Además, los líderes europeos deben tener en cuenta que la crisis de los refugiados ha socavado gravemente los valores en los que se basa la solidaridad política de la UE. El continente debe permanecer unido para aplacar los conflictos que empujan a la gente a huir y elaborar una respuesta de más talla política y más a largo plazo.

Europa debe ofrecer más atención política y más cooperación ante las quejas enconadas que se convierten en violencia, y tratar de apaciguar las rivalidades regionales y de poder como la existente entre Irán y Arabia Saudí. Cualquier estrategia debe incluir la integración de los 20 millones aproximados de musulmanes que viven en la Unión Europea, en su mayoría procedentes de Oriente Medio y el Norte de África. Asimismo, Europa debe vigilar de cerca a Turquía; salvaguardar la libertad de circulación interior, que tantos beneficios sociales y económicos ha generado; construir una respuesta conjunta a las amenazas internas y dar prioridad a las políticas de justicia y transparencia, entre ellas una política sostenible y sustancial sobre Israel y Palestina.

El internacionalismo está en peligro, después de 15 años de intervenciones mal concebidas. El aislacionismo y el provincianismo pueden atraer cada vez a más gente, pero no son una opción seria en un mundo globalizado. Si las crisis locales se ignoran, se extienden y se vuelven globales. En años futuros serán necesarias intervenciones civiles y militares legítimas, respaldadas por la ONU y que asuman verdaderamente las lecciones de las campañas anteriores que pecaron de ambiciosas.

Porque la crisis de los refugiados no es sólo un problema europeo, ni de Oriente Medio, ni africano. Es un fenómeno mundial, resultado de unas guerras y unos conflictos interminables. Exige una reacción coordinada y humanitaria y, al mismo tiempo, una posición más proactiva —pero menos militarizada— para afrontar todas las crisis internacionales.

Los países en vías de desarrollo, muchos de los cuales están atravesando graves dificultades económicas y políticas, acogen a la inmensa mayoría de refugiados y desplazados. Los occidentales saben muy poco sobre las circunstancias que padecen la mayoría de los refugiados del mundo, que viven en Turquía, Pakistán y Líbano —los tres países que acogen a un mayor número—, por no hablar de los otros 2,5 millones que residen en Etiopía, Kenia, Uganda, Chad y Sudán.

Afrontar las causas fundamentales no significa olvidarse del aquí y ahora de la crisis de los refugiados. Los Estados deben adoptar medidas inmediatas para acelerar las peticiones de asilo, mejorar el reparto de la carga y desarrollar estrategias flexibles para integrar a los refugiados en las comunidades de acogida.

Si no se resuelve, la propia crisis de los refugiados puede acabar provocando, a su vez, nuevos ciclos de conflicto. Por poner sólo un ejemplo, se calcula que el diminuto Líbano acoge a 1,2 millones de refugiados, más de un cuarto de la población del país. Más en concreto, la ciudad fronteriza de Arsal, con una población de 30.000 habitantes, alberga aproximadamente a 90.000 refugiados.

Esos refugiados se sienten cada vez más inseguros; muchos han denunciado agresiones y malos tratos por parte de libaneses, tanto civiles como miembros de las fuerzas de seguridad. Algunos recurren a los grupos yihadistas en busca de protección; otros se convierten en confidentes de los servicios policiales. Y ambas tendencias alimentan aún más la desconfianza y la enemistad y crean un terreno fértil para que grupos extremistas como el Daesh puedan encontrar nuevos reclutas.

Aunque el problema no se va a solucionar a base de dinero, no cabe duda de que las organizaciones humanitarias que trabajan en esas regiones necesitan más fondos. Los gobiernos occidentales deberían atenerse a sus promesas y dar más ayuda económica tanto a los refugiados como a los Estados y las organizaciones que los sostienen. Según Naciones Unidas, de los 12.000 millones de dólares prometidos en la conferencia de Londres en febrero para ayudar a los refugiados sirios en Oriente Medio, todavía falta por pagar más o menos la mitad.

En 2015, la falta de dinero hizo que alrededor de 1,2 millones de refugiados sirios vieran recortadas sus raciones de comida. Los planes de actuación en favor de los refugiados en Burundi, África Central y Sudán han recibido la cuarta parte de los fondos necesarios.

Los acuerdos entre bastidores tampoco son la solución. Por ejemplo, el pacto firmado el mes pasado entre la UE y Turquía "para acabar con la migración irregular" no va a cumplir ese objetivo. Según las condiciones estipuladas, se devolverá de inmediato a todos los inmigrantes y refugiados que vayan de Turquía a las islas griegas. Por cada refugiado sirio irregular que vuelva a territorio turco, un país miembro de la Unión acogerá a otro refugiado sirio que envíen los turcos. El acuerdo está plagado de problemas legales, morales y prácticos. Los grupos humanitarios y de derechos humanos lo han criticado sin reservas, y es posible que incluso infrinja las leyes internacionales.

Pero el mayor defecto del plan es que no aborda el origen de la crisis. Eso es algo que sólo se puede hacer si se reconstruyen la credibilidad y las instituciones de la comunidad internacional y si se presta mucha más atención a la construcción de la paz.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

comision

 

Actividad subvencionada por la Secretaría de Estado de Asuntos Exteriores