¿Puede el nacionalismo ser una herramienta útil en la lucha contra el cambio climático? He aquí una lectura provocadora sobre cómo conseguir el apoyo a políticas verdes por parte de las sociedades occidentales.

Climate Change and the Nation State

Anatol Lieven

Allen & Unwin

Una idea que hasta hace un tiempo resultaba impensable está convirtiéndose rápidamente en mainstream: las emisiones deberían reducirse hasta lograr el cero neto lo antes posible. Pese a 30 años de esfuerzos para detener los gases de efecto invernadero, el mundo no ha tenido grandes resultados y los retos que plantea el cambio climático se sitúan ahora en el mismo nivel que la Revolución Industrial y los grandes movimientos de población provocados por las dos guerras mundiales como el desafío que realmente nos exige estar a la altura en las próximas dos décadas. ¿Qué es lo primero que deberían hacer los políticos? ¿Quién va a pagar la factura? ¿Cómo vamos a convencer a los votantes de las democracias occidentales para que protejan a personas que aún no han nacido? ¿Cuál es la mejor manera de vencer la enorme resistencia al cambio? En otras palabras, ¿cómo podemos plantear las radicales reformas a nuestros modos de producción, de viajar y de consumo que, al menos en los países más ricos, sentimos que son inevitables?

El profesor británico Anatol Lieven no es ajeno a las controversias y Climate change and the Nation State (El cambio climático y el Estado nación] es realmente provocador. No nos falta la tecnología, argumenta, ni tampoco el dinero, pero las élites de todo el mundo no están motivadas porque, siendo lo que el autor llama “élites residuales”, han sido configuradas por conflictos pasados ​​y son bastante incapaces de adaptarse. Lieven explica por qué las élites de seguridad occidentales se han inclinado, en su opinión, hacia la idea de una nueva guerra fría con China y Rusia cuando en realidad los intereses de las grandes potencias “están mucho más expuestos a la amenaza del cambio climático que a la de otras potencias”.

La Estrategia Nacional de Seguridad del Reino Unido para 2018 declaraba rotundamente que “el cambio climático es potencialmente el mayor desafío para la estabilidad y la seguridad mundial y, por lo tanto, para la seguridad nacional”. Sin embargo, la agenda de seguridad y la atención asociada con ella “se desperdiciaron en ‘desafíos tradicionales’: una guerra en Afganistán que para 2008 ya se había perdido en la práctica y en la cual Gran Bretaña no logró nada; histeria por pequeñas disputas postimperiales sobre territorios en disputa en la antigua URSS que nunca habían sido del más mínimo interés para Gran Bretaña; y pánico cada vez que un buque de guerra ruso pasaba navegando frente a Gran Bretaña, avivado asiduamente por almirantes británicos desesperados por preservar sus presupuestos en disminución. La atención que los medios de comunicación británicos prestaban a estos temas normalmente eclipsaba a la que se dirigía al cambio climático”.

Lo mismo ha sucedido con el presupuesto del Reino Unido. En estos años, este país gastó 8.000 millones de libras en la guerra en Afganistán, 21.000 millones en la guerra en Irak y 31.000 millones en la nueva fuerza nuclear de disuasión británica. “En contraste, el gasto en energías alternativas en entre 2016 y 2017 se redujo en casi dos tercios a 7.500 millones de libras. Esto representa un sistema de prioridades completamente falso”.

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El autor cree que “el nacionalismo cívico occidental debería pasar de la expansión a la defensa de la democracia liberal occidental y a una ética de responsabilidad entre las élites políticas occidentales”. La filosofía de la política exterior occidental ha estado dominada por el internacionalismo liberal, una actitud expansionista para difundir la democracia y los valores occidentales en todo el mundo. Aunque esto ha sido presentado como antinacionalista, el autor cree que expresa con mayor precisión el nacionalismo “civilizacional” occidental y tiene ciertas analogías con las identidades de los imperios romano o chino; y, como ellos, una fuerte implicación de que cualquiera que no comparta nuestros valores es ipso facto un bárbaro. El programa ha fallado porque en temas clave como el cambio climático Estados Unidos y la UE no han podido cumplir con sus “misiones globales autoasignadas y proporcionar un liderazgo global ilustrado, desinteresado y valiente”. Lieven lanza un mordaz ataque a la política occidental hacia Libia porque, como otros arrogantes proyectos, “trajo consigo las semillas de la némesis (¿recuerdan el Fin de la Historia?). El plan para construir una torre de Babel internacionalista occidental se ha derrumbado y una vez más nos quedamos con una multiplicidad de voces nacionales”.

Hacer frente a la amenaza climática en las democracias occidentales requerirá programas radicales como un “Green New Deal”, un paquete de reformas dirigido a reorientar en lo fundamental las economías inspirado en el New Deal de Franklin D. Roosevelt. ¿Cómo podrán los políticos lograr los votos y el apoyo popular suficiente para resistir a las compañías petroleras, los banqueros y el intenso materialismo de la cultura contemporánea? Es aquí donde el autor sugiere a un candidato inesperado, la fuente de esfuerzo colectivo más poderosa de la historia moderna: el nacionalismo y el Estado nación. Puede que Donald Trump haya empleado la identidad nacional como un arma contra la acción respecto al cambio climático, pero, en opinión del autor, no existe un vínculo inevitable entre el nacionalismo y el negacionismo del cambio climático. Lieven menciona las políticas de conservación del agua de Israel, que demuestran cómo las sensibilidades nacionalistas pueden alentar políticas verdes efectivas. Este libro es a menudo contraintuitivo pero resulta convincente.

El nacionalismo climático necesitaría reclutar una fuerza fundamental, el Ejército, en la lucha para reducir las emisiones, sobre todo por el atractivo que pueden tener los generales para los votantes más hostiles a la idea del cambio climático. Esto puede parecer descabellado, pero tanto el Pentágono como el Ejército británico ya identificaron el cambio climático como una amenaza para los intereses de sus países hace años. Repensar la migración podría ser más difícil de abordar. Pero el aumento de las temperaturas mundiales estimula las migraciones masivas, del mismo modo que la inteligencia artificial provoca pérdidas de empleo a gran escala. El autor reprocha a los partidos verdes de Europa que defiendan la apertura de fronteras pero se opongan a la energía nuclear, a pesar de que la migración masiva fortalece la posición de los partidos opuestos a la acción por el clima y la energía atómica es una alternativa probada a los combustibles fósiles. Este es un ejemplo de lo que Lieven llama “contra-élites residuales del poder”: las actitudes verdes hacia la migración se formaron antes de que existiera la migración a Europa, mientras que su posición sobre la energía nuclear se deriva de las campañas de la Guerra Fría contra las armas atómicas”.

Uno no necesita estar de acuerdo con todo lo que dice Lieven, pero ciertamente ofrece alimento para el pensamiento provocador. Aprovechar la fuerza del nacionalismo es una idea que merece ser debatida, pero antes de llegar tan lejos debemos reconocer que la globalización occidental ha fracasado debido a la insuperable oposición de las grandes potencias regionales: primero, porque se vio desastrosamente comprometida por las ambiciones geopolíticas occidentales y los odios nacionales, que exigieron que los reformadores rusos, chinos, iraníes y de otros lugares traicionaran los intereses de sus países al apoyar la política exterior de EE UU, ya que se abandonaron en la práctica cada vez que los intereses geopolíticos estadounidenses lo requirieron, socavando fatalmente su credibilidad entre la población a la que debían ganarse (piense en el mundo árabe) y, segundo, porque los Estados occidentales se negaron a imitar a los del Este de Asia y remodelar la globalización en interés de sus propias poblaciones, a través de la planificación económica, el control de los flujos financieros y las restricciones al comercio y la migración.

Las democracias occidentales sufren ahora profundos problemas internos que han puesto en riesgo su atractivo para los habitantes de otros países. Cuando el director general de la BBC, Mark Thompson, dijo hace unos años que “creía que el bienestar global era primordial y que, por lo tanto, él sentía una obligación mayor hacia alguien en Burundi que hacia alguien en Birmingham”, simplemente olvidaba que a él le pagan los británicos con sus impuestos. Toda esta historia debe situarse en el contexto de la globalización capitalista desenfrenada (el Consenso de Washington) que solo funcionó cuando estaba altamente cualificada, controlada y reconfigurada por Estados locales fuertes, capaces y progresistas. Como resultado, China ha emergido de manera natural como una alternativa de desarrollo capitalista.

Lieven concluye que “las disputas territoriales como Crimea y el Mar del Sur de China deberían tratarse de la misma manera desapasionada en la que tratamos otras disputas postimperiales en el mundo”. Deben ser "relegadas al lugar menor que les corresponde dentro de la panorámica amplia de los intereses nacionales occidentales, especialmente ante la amenaza del cambio climático”. Mientras tanto, Occidente debería concentrarse en fortalecer sus sistemas democráticos, sociales y económicos domésticos y restaurar así un modelo que otros países puedan seguir si lo desean. Y, mientras, deberíamos considerar el argumento de que “lo que une especialmente al nacionalismo y al pensamiento ecológico es la capacidad de ambos para exigir sacrificios a la población actual por el bien de las generaciones futuras”.