Durante más de medio siglo, Estados Unidos se encargó de asegurar que cinco ‘grandes ideas’ determinaran la política internacional. Ahora, la pregunta del millón es quién dominará el nuevo mercado global de las construcciones intelectuales. Si quiere seguir siendo uno de los protagonistas, tendrá que afinar su campaña publicitaria.
Aunque sus presidencias tuvieron muy poco en común, cuando George H. W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush hablaban sobre el mundo partían esencialmente del mismo punto. En una era dominada por una única superpotencia, la mayor parte del planeta se había dado cuenta de que la utilidad de la fuerza militar estaba en declive. Cada vez había más economías de libre mercado, lo que creaba riqueza y extendía la sensación de que era inevitable una ola de transiciones democráticas. Los teléfonos móviles e Internet llevaban los elementos de la cultura y la conducta occidentales a una población global que se encontraba preparada para recibirlos y asimilarlos, y que incluso los esperaba con impaciencia.
Los tres presidentes estadounidenses, en lo esencial, tenían razón. Durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, cinco grandes ideas configuraron la política mundial:
1. La paz es mejor que la guerra.
2. La hegemonía, al menos la de corte benigno, es mejor que el equilibrio de poder entre potencias.
3. El capitalismo es preferible al socialismo.
4. La democracia es mejor que la dictadura.
5. La cultura occidental es mejor que las demás.
En los cinco continentes, EE UU era considerado un modelo a imitar y un garante de la estabilidad. Aseguraba la paz gracias a esa mezcla de contención y disuasión que fue la guerra fría. Naciones Unidas se creó, en gran parte, siguiendo los planes de Washington. La hegemonía de Estados Unidos generó una relativa seguridad y puso los cimientos para que el comercio y los mercados de capitales se abrieran cada vez más. El capitalismo estadounidense enseñó al mundo a alcanzar cotas de riqueza nunca imaginadas. Su democracia inspiró a gente de todo el planeta para cambiar sus relaciones con las autoridades políticas. Y su cultura se convirtió en un imán para los jóvenes de todo el globo.
Hoy, en Estados Unidos, la mayoría aún cree que estas cinco ideas todavía imperan. Han surgido varias construcciones intelectuales (el final de la historia, la paz democrática, EE UU como nación indispensable o como imperio al estilo de Roma) que, pese a sus diferencias, comparten una creencia básica: que estos cinco presupuestos no han cambiado. Incluso la última avalancha de libros sobre el segundo mundo o el mundo posestadounidense convergen en el mismo punto: que las cinco presuposiciones seguirán constituyendo la base del orden mundial presente y futuro.
Por desgracia, las cosas no son así. Las cinco grandes ideas de la pasada centuria ya no son las guías sólidas y resistentes de antes. El desafío va mucho más allá de la enrarecida atmósfera creada por la Administración Bush. Las reglas han cambiado y las cuestiones más básicas e importantes de la política internacional están de nuevo sujetas a debate.
Por descontado, la paz aún es mejor que la guerra. Salvo si –como algunos gobiernos creen–, la guerra se esgrime como instrumento de la política nacional, caso de EE UU en Irak, de Rusia en Georgia, de Etiopía en Somalia, de Israel en Líbano, y los que vendrán…Pero, ¿la paz sigue siendo preferible si los Estados quieren prevenir el asesinato masivo de personas en Darfur, poner fin a la negligencia después de un desastre natural en Myanmar (antigua Birmania) o cortar de raíz una pandemia que está incubándose dentro del territorio de otro país? Cuando la autoridad es tan contestada y el poder tan difuso, ¿cuáles son las reglas para declarar la guerra y para mantener la paz? ¿Y quién las crea?
EL PAPEL DE LOS JUGADORES GLOBALES
La hegemonía (benévola o no) ya no es una opción; ni para EE UU ni para China ni para nadie. Una versión siglo XXI del mundo multipolar del XIX es también prácticamente imposible. Hay demasiados jugadores en demasiados tableros para poder contar y equilibrar los polos de poder. Aunque algunos participantes pesan más que otros, el total de los que cuentan es mayor que nunca. ¿Quién puede mandar sobre las decisiones tomadas en un mundo más conectado en red que jerárquico?
El capitalismo venció al socialismo. Ahora se encuentra fragmentado en formas heterogéneas que compiten entre sí, con gobiernos que poseen una gran parte de la economía en algunos de los países y sectores esenciales. Veamos la energía, por ejemplo. En un sector en el que se ha producido una vuelta atrás a la situación de hace 15 años, las petroleras estatales poseen más de tres cuartas partes de las reservas conocidas de crudo. Tomemos las finanzas –supuesto pilar de la fuerza estadounidense, donde el Gobierno ha tenido que sacar las castañas del fuego para frenar su derrumbe–. ¿Ha llegado un momento en el que el mercado necesita tanto al Estado como el Estado al mercado?
EE UU debe entrar en la competición por responder a las preguntas esenciales sobre el orden mundial |
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La democracia ha hecho más libres a las sociedades. Pero, ¿es igual de eficaz a la hora de hacerlas más pacíficas y justas? En este sentido, el hecho de que China, un Estado no democrático, haya tenido tanto éxito a la hora de satisfacer las necesidades básicas de su población y haya sacado a sus ciudadanos de la pobreza en los últimos veinte años es muy revelador.
Y si bien es muy posible que las expresiones de antiamericanismo más burdas y viscerales se desinflen cuando la Administración Bush abandone la Casa Blanca, la era del “sed como nosotros” (de la que algunos estadounidenses siempre sentirán nostalgia) nunca volverá. La modernización no ha traído la homogeneización; la cultura y la identidad son fuerzas poderosas y duraderas en el seno de las sociedades y en las relaciones entre éstas. Quienes se dedican a la política exterior no ignoran estas cuestiones, al menos cuando se les pregunta por separado. Pero los retos que afrontan las cinco grandes ideas del siglo XX, cuando se valoran en su conjunto, crean una realidad diferente y mucho más complicada. Estados Unidos no ha hecho frente, ni política ni intelectualmente, a las inmensas consecuencias de esa realidad. El siglo XXI no será un remake ideológico de los últimos cien años. Washington debe entrar de nuevo en la competición por responder las preguntas esenciales sobre el orden que debería imponerse en esta centuria. La carrera ya ha empezado. Bienvenidos a la nueva era de las ideologías.
MERCADO DE IDEAS
En EE UU es habitual declarar la guerra a un determinado problema. Los líderes políticos, tanto conservadores como liberales, hacen llamamientos a favor de la guerra de ideas para derrotar al terrorismo internacional. La metáfora es concisa, práctica y moralmente convincente. Pero también es incorrecta. Las ideas no libran guerras, y ninguna acción a la que puedan incitar dará resultado. Las ideas no combaten; compiten por el compromiso de los individuos en una arena que se parece menos a un campo de batalla que a un mercado. Washington se enfrenta a una competición global de ideas, y las reglas del enfrentamiento recuerdan más a las que perfiló Milton Friedman que a las de Carl von Clausewitz.
¿Quién domina este mercado? Para empezar, los mercados son lugares donde los líderes necesitan seguidores, y no al contrario. Los supuestos dirigentes no dan órdenes; hacen ofertas. Al final, son sus partidarios quienes deciden a quién consideran más atractivo para situarse al frente del grupo. Los líderes no dependen de tratos ni de subterfugios secretos para colocar sus mercancías; hay demasiada transparencia para arriesgarse a ofrecer opciones diferentes para cada circunscripción. Y quienes lo lideran no se relajan nunca; saben que sus competidores nunca descansan.
En definitiva: en un bazar de ideas, nosotros ofrecemos y ellos eligen. Uno no gana un mercado; uno da lo mejor de sí mismo para llevarse la mayor porción de tarta. El triunfo no dura si uno no lucha.
Merece la pena preguntarse por qué es tan difícil para EE UU, que entiende la competencia en tantos otros aspectos, tolerar la competencia global de ideas. La élite económica y empresarial tardó casi una década, la de los 80, en hacerse a la idea de lo que significaba competir con Japón, sobre todo cuando el archipiélago del Pacífico parecía jugar al capitalismo con reglas distintas a las suyas. Se publicaron, incluso, gran cantidad de libros que exigían que los japoneses cambiaran sus prácticas, leyes y cultura empresariales para que la competencia fuera más “justa”; es decir, que se jugara según las reglas de Estados Unidos.
Fue necesaria la década de los 90 para que aceptara casos similares de competencia geopolítica. Atascados durante un periodo embarazosamente largo en un peculiar debate sobre la dinámica de la unipolaridad, los políticos estadounidenses sobrestimaron en gran medida el control de Washington sobre el devenir de los acontecimientos internacionales. Infravaloraron la capacidad y la creatividad de los que tenían unos intereses opuestos a los suyos. Las potencias menores, e incluso importantes actores no estatales, pueden no haber sido capaces de enfrentarse directamente a EE UU, pero tenían alternativas evidentes: adquirir capacidad nuclear, funcionar dentro de la economía sumergida, plantear sus propias iniciativas, poner todas las trabas posibles al plan de Washington para organizar el mundo…
Tal vez si hubiera reconocido la realidad (el entorno competitivo en el que vivimos) y hubiera entendido las opciones creativas que otros inventan a medida que desarrollan sus estrategias competitivas, habría sido más fácil para EEUU detectar las luces de alerta que desprendía Al Qaeda en el verano de 2001. Todo el mundo compite. Hoy, se lucha por las ideas con igual ahínco o más que por cualquier otra cosa. La opinión de que sólo hay un único modelo sostenible para lograr que un país tenga éxito –el modelo estadounidense– no es un canto de sirena para la mayoría de los habitantes del planeta. Los 300 millones de chinos que han salido de la pobreza en una sola generación cuentan otra historia que enfatiza el control del Estado sobre el crecimiento económico en detrimento de las libertades políticas. Los rusos aportan otro relato, el de la “democracia soberana”, según el cual un autócrata eficiente puede proporcionar estabilidad, recuperación económica y una seguridad básica, y devolver el orgullo a una nación. También tienen sus propias narrativas los cientos de millones de personas en África, Latinoamérica y algunas zonas de Asia que hicieron sus pinitos con la libertad, la democracia y el libre mercado y son ahora más pobres, más enfermizos y con más probabilidades de sufrir un conflicto violento que hace 30 años. Ninguna de estas alternativas es una simple versión retro del liberalismo, y ninguna se basa en la ingenuidad o el desconocimiento de sus partidarios. Son competidores entusiastas en el mercado global.
LA NUEVA ERA YA ESTÁ AQUÍ
Lo mejor para EE UU sería tomarse en serio su forma de competir con la mayor eficacia en el mercado de ideas creativo, vigoroso, efervescente y, en ocasiones, exasperante que constituye la política global contemporánea. Para agarrarse bien al terreno, hay que comprender tres reglas centrales:
- La ideología es ahora el ingrediente más importante –también el más ambiguo y volátil– del poder nacional.
La nueva era de las ideologías no deja de ser una era de poder. Los poderes militar y económico son cruciales, pero predecibles. Incluso después de Irak y la crisis financiera, la fortaleza de EE UU en ambas áreas sólo sufrirá un leve menoscabo. Son fenómenos de evolución lenta. Pero los componentes ideológicos del poder pueden variar de manera más radical. La velocidad de cambio es mayor en el caso de la ideología porque sus muros no son muy altos.
En este rápido e impredecible escenario, las cinco grandes ideas estadounidenses no son para siempre. Fuera del país, la gente ya no cree que la alternativa al orden impuesto por Washington sea el caos. Ya no da por sentado que las economías dirigidas por el Estado que limitan las libertades sean incapaces de producir grandes cantidades de riqueza. Ya no cree que los autócratas con gran carisma sean necesariamente corruptos y disfuncionales. El modelo óptimo para lograr una sociedad justa, que proporcione dignidad a la población, ya no es sinónimo de la democracia estadounidense. Han quedado abiertas las cuestiones más básicas sobre lo que cuenta para que un orden sea legítimo, para lograr el progreso, asegurar la dignidad humana y alcanzar unos objetivos –y el resto del mundo no tiene miedo a experimentar otras alternativas.
- La tecnología multiplica el poder blando, sobre todo si está en manos de actores no estatales.
El nuevo mercado de las ideas se mueve gracias a la tecnología. Uno de los cambios más decisivos es que los gobiernos y otras fuentes públicas de información han perdido su papel como principales suministradores de datos fiables. Internet multiplica el potencial del poder blando al tiempo que extiende ese potencial de una forma más amplia. El poder y la distinción del discurso de un gobierno se han perdido en el barullo de competidores y, de alguna forma, éste se ha convertido en el rival menos atractivo por ser el menos novedoso.
Fuera de EE UU, la gente ya no cree que la alternativa al orden impuesto por Washington sea el caos |
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Y no sólo los discursos están involucrados. Las imágenes compiten también entre sí. Hay vídeos de reclutamiento de Al Qaeda con arreglos de música rap, y el impacto de las fotos de los monjes birmanos recibiendo los disparos de las fuerzas de seguridad tienen mucha más fuerza que un papel blanco del gobierno o un soso SMS. YouTube (y lo que venga después) pronto influirá más en la forma en que se expliquen los acontecimientos internacionales (si es que no ha llegado ya ese momento) de lo que cualquier fuente gubernamental podría llegar a influir.
- Cada jugador representa una sola ideología, así que los valores nacionales y los internacionales deben ser coherentes.
El nuevo mercado de ideas no tiene fronteras. En el pasado, a los encargados de la política internacional no les preocupaba que unas políticas contradictorias pudieran considerarse hipócritas, porque tomar decisiones pragmáticas implicaba ese necesario pero asumible coste. Por contra, en la actualidad, un supuesto líder ya no puede apoyar la legitimidad de un principio o política dentro de sus fronteras mientras se los niega a los del otro lado. Todo el mundo es visible para todo el mundo.
Si Moscú afirma que el crudo es una materia prima global que cualquiera debería poder comprar de forma abierta en los mercados internacionales, entonces no puede minar los derechos de las petroleras extranjeras a invertir en los activos energéticos rusos. Ser coherentes en política es ahora una necesidad básica, no un lujo. Y es constante, porque las demandas de poder blando fluyen 24 horas al día, al hilo de las noticias y los debates en Internet. Es más difícil comprar tiempo y engañar a los demás en el plano de las ideologías que casi en cualquier otro ámbito. Los Estados débiles desde el punto de vista militar llevan mucho tiempo construyendo pueblos Potemkin [ las supuestas aldeas falsas que el militar ruso levantó para impresionar a la emperatriz Catalina la Grande] para enmascarar sus verdaderas capacidades ante los adversarios. No hay pueblos Potemkin para el poder blando.
EL BAZAR GLOBAL
El mercado global de ideas del siglo XXI tiene su propia dinámica. Puesto que los grandes conceptos de la pasada centuria parecen no adaptarse a los retos y elecciones que definen esta nueva era ideológica, un nuevo grupo de líderes competirán por medrar. Y los vencedores serán los Estados, empresas, individuos y ONG que demuestren ser capaces de articular y poner en práctica esas nuevas ideas necesarias para la supervivencia social. Las cuatro áreas en las que habrá que competir, al menos durante la próxima década, serán: la reciprocidad, la justicia social, la salud del planeta y la heterogeneidad de las sociedades.
En primer lugar, en medio de las variadas formas de nacionalismo y otros intereses egoístas, ¿quién se comprometerá con la reciprocidad necesaria en una era global? La segunda mitad del siglo XX dejó un legado de acuerdos sesgados, con frecuencia a favor de EE UU, en asuntos como la no proliferación, el control de armas, la propiedad intelectual, el comercio agrícola y el derecho a servirse de la fuerza militar. Rusia parece inclinarse por reclamar una porción del poder que tenía la URSS. Algunas zonas de África y de América Latina están dispuestas a aceptar las ofertas comerciales de China, pero no a cambiar la dominación occidental por la de Pekín. Las farmacéuticas indias buscan derechos asimétricos para la distribución de medicamentos genéricos. Los nuevos líderes querrán equilibrar los acuerdos sesgados, que no sólo causan graves daños a otros, sino que chirrían. En una era global, tiene más importancia que resulte creíble que uno emplea el poder por un beneficio común que por intereses egoístas.
La reciprocidad requiere también que la responsabilidad de la toma de decisiones sobre asuntos globales se comparta más. Algunos cambios serán evidentes, incluida la reforma de las mayores instituciones nostálgicas de la segunda posguerra mundial. El pacto entre el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que garantiza un presidente estadounidense para el primero y un europeo al frente del Fondo, tiene los días contados. El Consejo de Seguridad de la ONU se ampliará. Surgirá una nueva definición operativa del multilateralismo. EE UU podría liderar este movimiento, pero también podrían hacerlo otros muchos sin la pesada carga intelectual y emocional que supone deberse a los electores.
La segunda esfera en la que habrá que competir es la noción de una sociedad justa que armonice derechos individuales y equidad social. Se trata de que la satisfacción de las necesidades básicas del ser humano sea un componente explícito y directo de la justicia social. En los países donde la pobreza es generalizada y la injusticia endémica, no es suficiente tener “libertad para”; es necesaria también la “capacidad para”. La gente no quiere sólo estar protegida contra el Estado, sino también gozar de su protección. Pekín entiende este punto, y también algunos de las mayores organizaciones megafilantrópicas.
El tercer ámbito es la salud del planeta como visión motivadora que infunde esperanza y aporta una dirección estratégica. El movimiento ecologista es ahora un fenómeno global. Tiene un objetivo a largo plazo. Se ocupa cada vez más del aquí y del ahora, porque los efectos del cambio climático están empezando a sentirse y se acerca el momento decisivo para la acción política. No hay margen para las externalidades; el sistema ya no puede esperar. Bruselas lo ha entendido y, cada vez más, lo están comprendiendo muchas grandes multinacionales.
El último reto es la heterogeneidad social: aprender a vivir en medio de la diferencia de identidades individuales y de grupo que alimentan el miedo al otro. La emigración de los pueblos se ha fusionado con las tecnologías del transporte y de la comunicación, lo que ha generado combinaciones cada vez más extremas de nacionalidades, razas, etnias y religiones dentro de cada sociedad. Sin embargo, pocas comunidades conviven en armonía cuando son heterogéneas. En algunos casos –Bosnia, Irak, Ruanda, Sudán–, las tensiones llegaron al extremo y las políticas identitarias se centraron en “quién soy yo” y “quién eres tú”, y acabaron en “tengo que matarte antes de que tú me mates a mí”. En otras ocasiones –como China y Tíbet, los musulmanes y Europa Occidental, hindúes y musulmanes en Cachemira–, los constantes brotes de violencia han creado una atmósfera tóxica. Estados Unidos tiene su demagogia inmigratoria y persistentes desigualdades raciales. Ningún actor global relevante ha articulado aún una teoría convincente para gestionar este tipo de heterogeneidad –y esto constituye una gran oportunidad para hacerse un líder.
La reciprocidad, la justicia social, la salud del planeta y la heterogeneidad social. Ninguna encaja en los ismos clásicos. Los más inteligentes evitarán la rigidez doctrinal y cualquier teoría manida que sostenga que la historia avanza indefectiblemente hacia un determinado final, ya sea el internacionalismo liberal, el salafismo yihadista, la solidaridad del proletariado o la sostenibilidad –porque eso no va a ocurrir.
Supongamos que Washington quiere competir de verdad por liderar esta nueva era. Lo más importante es que los estadounidenses reconozcan que el juego ha cambiado y que el reto ahora no tiene nada que ver con contener al comunismo o derrotar al terrorismo. Otros actores internacionales tienen sus propias fortalezas y debilidades, pero competirán con los estadounidenses en pie de igualdad. Lo único claro es que la nueva era de las ideologías no acabará en victoria o derrota. De hecho, puede que no termine de ninguna forma concluyente. El equilibrio y la estabilidad, las obsesiones intelectuales de las llamadas potencias defensoras del statu quo van a ser sensaciones difusas y prácticamente ficticias.
He aquí otra certeza: la próxima década probablemente contará con sus propios profetas del fin de las ideologías, como en pasados decenios. No se fíe de aquellos que quieren dominar el mercado con asuntos vagamente familiares que marcan las nuevas ideas con una versión del mismo sello de siempre, el que sitúa a Estados Unidos en el centro de todo. Ellos tampoco acertarán. Y, por lo que parece, la nueva generación de compradores no tendrá ningún interés en la mercancía que venden.
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