Se nos dice a menudo que comprender la historia nos ayudará a entender mejor el presente. Pero el pasado puede ser un lugar muy peligroso. Observemos simplemente los conflictos más prolongados del mundo —entre palestinos e israelíes, indios y paquistaníes, o entre los pueblos de los Balcanes. Todos  incluyen largas y poco saludables miradas al espejo retrovisor.

En el lugar del que procedo, la cultura política ha ido conformándose a partir de un incesante excavar en la historia, destinado a respaldar las narrativas enfrentadas del conflicto de Palestina. Mi buzón de correo electrónico a menudo se colapsa bajo el peso de las pruebas, contradictorias entre sí, de que, o bien los judíos, o bien los árabes, vivieron en Tierra Santa antes que los otros. Prácticamente no existe una disciplina científica que no haya sido invocada para apoyar reivindicaciones opuestas sobre el pasado, desde la arqueología y la filología a la biología y la genética.
Resolver el misterio de quién estuvo aquí primero se ha convertido en una obsesión porque parece ofrecer un juicio final sobre quién tiene razón y quién no, sobre quién fue el pueblo autóctono de Palestina y quiénes fueron los usurpadores. Pero cuando uno de los lados se jacta de tener la prueba definitiva, su adversario sale con otra mejor. Un libro de texto israelí de 2003 que tiene el propósito de enseñar estas narrativas opuestas una junto a otra muestra lo inútil que ha pasado a ser el debate: la narración judía confía en la Biblia para hacer la conexión entre los israelíes de hoy con los antiguos israelitas mientras que la narrativa palestina que se le opone se remonta a los jebuseos, que gobernaron Jerusalén antes de la ocupación del rey David, como antepasados de los palestinos contemporáneos.

Desgraciadamente, esta disputa pseudohistórica se sitúa en pleno centro del actual debate político. En el más crucial momento de la cumbre de Camp David de 2000, por ejemplo, el líder palestino Yasir Arafat discutió con el primer ministro israelí Ehud Barak y el presidente estadounidense Bill Clinton sobre si un templo judío precedió a los lugares santos musulmanes en el punto de Jerusalén conocido como Monte del Templo o Haram al Sharif. Habiendo fracasado a la hora de resolver los conflictos del presente, los líderes retrocedieron hasta un inútil debate sobre historia. Su fracaso condujo al baño de sangre de la Segunda Intifada.

Los actuales líderes israelíes y palestinos están igual de obsesionados. El primer ministro Benjamín Netanyahu, hijo de un eminente historiador, demanda el reconocimiento palestino de Israel como “el Estado del pueblo judío”, sosteniendo que sólo este reconocimiento podría poner fin al conflicto. Recientemente, declaro la Tumba de Raquel, en Belén, y la Cueva de los Patriarcas, en Hebrón, como “lugares del patrimonio nacional”. Cuando UNESCO alegó que estos sitios están situados en territorio palestino ocupado, Netanyahu culpó a la organización de de intentar “despegar al pueblo de Israel de su patrimonio”. Por su parte, el presidente palestino Mahmoud Abbas se centra en el carácter de víctima de su pueblo y busca “justicia” por pasados abusos, principalmente por el exilio de 1948. Puesto que aceptar la narración del otro lado equivale a destruir la propia, no puede haber acuerdo.

Esto no ha sido siempre así. Cuando el primer ministro israelí Menajem Begin y el presidente Egipto Anwar el Sadat negociaron su acuerdo de paz a finales de los 70, dejaron a un lado el pasado y construyeron una nueva relación en vez de enzarzarse en un infructuoso debate sobre quién había sido el agresor y quién la víctima. Cuando Arafat y el primer ministro Isaac Rabin firmaron los Acuerdos de Oslo de 1993, no perdieron el tiempo con lecciones de historia y en su lugar se centraron en construir un futuro. Pero el asesinato de Rabin en 1995  y el posterior colapso de Oslo devolvieron a los fantasmas a la mesa de negociación, donde han permanecido desde entonces.

En Europa, la beligerancia del pasado se hace visible por todas partes, pero los políticos europeos contemporáneos sabiamente la ignoran y miran hacia delante. Ojalá nuestros discutidores líderes de Oriente Medio pudieran hacer lo mismo.