Revisar la historia de los imperios plantea tanto preguntas como advertencias y, además, puede ser esencial para entender la elaboración de las políticas contemporáneas.

In the Shadow of the Gods: The Emperor in World History

Dominic Lieven

Oxford University Press, 2022

En el número de enero/marzo de la revista Russia in Global Affairs, Dominic Lieven concedió una entrevista titulada “Rusia y el resto del mundo se encaminan a una tormenta”. En ella señalaba que “el imperio forma parte de la historia y la identidad rusas. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con China y los ingleses. Pero es mucho más difícil desprenderse de un imperio terrestre contiguo que de un imperio marítimo que abarca varios océanos, tanto por motivos psicológicos como por motivos prácticos. El viejo dicho de que “los ingleses tenían un imperio, pero Rusia era un imperio” tenía algo de cierto. Es más difícil desprenderse de algo que se es que de algo que se posee. Dicho esto, una razón importante de que triunfara el Brexit fue la nostalgia inglesa por la época en la que el león daba golpes con la cola y el resto del mundo enmudecía de asombro”.

Para entender la errónea interpretación que ha hecho Estados Unidos de la situación internacional en los últimos años, Lieven sostiene que “en cierto modo, desde finales del siglo XVIII, las principales potencias del mundo han sido anglófonas: primero los británicos y los estadounidenses y luego, a partir de 1945, los estadounidenses al frente de un bloque cuyo núcleo fundamental seguía estando formado por aliados de habla inglesa. Hasta cierto punto, las guerras revolucionarias y napoleónicas, las dos guerras mundiales y la Guerra Fría fueron intentos fracasados (con un coste enorme) de acabar con la hegemonía anglófona. Visto desde Londres y Tokio (las dos ciudades en las que vivo), da la impresión de que los elementos que sustentan esa hegemonía están desapareciendo cada día".

Dominic Lieven es uno de los historiadores más respetados de hoy en día, y In the Shadow of the Gods: The Emperor in World History no decepcionará a sus lectores. Por qué, se preguntarán, revisar la historia de los imperios (europeo, chino, indio, de Oriente Medio). “Las analogías históricas no dan respuestas, pero sí plantean preguntas y hacen advertencias. En cualquier caso, los países y sus dirigentes se guían, en parte, por la memoria histórica y los mitos nacionales, de modo que el conocimiento histórico es esencial para comprender la elaboración de las políticas contemporáneas.

Otro factor que hay que tener en cuenta es que, en los últimos años, la élite política estadounidense se ha obsesionado tanto con las cuestiones internas que la política exterior, especialmente con respecto a Rusia y Ucrania, se ha entrelazado con los intereses internos y partidistas y se ha supeditado a ellos en una medida que supera con mucho lo normal en EE UU. Es difícil imaginar a alguien capaz de redactar una descripción conceptual completa de la política exterior rusa/soviética como la que se le encargó al diplomático estadounidense George Kennan cuando estaba destinado en Moscú, en 1946, el “telegrama largo” que luego publicó como artículo bajo el seudónimo de Mr. X. Si hoy se redactara un documento así, nadie en Washington se molestaría en leerlo.

Por todo ello, es muy oportuna la aparición del último libro de Lieven, que él describe como “una biografía colectiva de los emperadores y una anatomía de la monarquía imperial hereditaria como tipo de sistema político”.

Lieven lleva al lector por un recorrido a través de un extenso relato que abarca miles de años y el mundo entero. Para ello son necesarios conceptos, comparaciones y generalizaciones a veces arrebatadoras. Lieven se centra en las personalidades de los emperadores (y emperatrices), pero su libro es una aportación al viejo debate sobre el papel de las fuerzas impersonales y la voluntad humana en la historia. A pesar de que muchos imperios desaparecieron después de la primera guerra mundial, seguimos teniendo algunos: Rusia, hoy, con sus intentos de expansión mediante la conquista, China con el dominio de los Han y Estados Unidos con su imperio informal que no se limita al Caribe y América Latina. El autor, en estas páginas elegantemente escritas, y con un dominio de los detalles insuperable, no defiende el imperio, pero sí señala su mejor virtud: la capacidad de un buen imperio de unir a pueblos dispares, permitir a las minorías cierta libertad o hacer frente a problemas de gran alcance. Por desgracia, ni Xi Jinping, ni Vladimir Putin, ni George W. Bush, ni mucho menos Donald Trump están a la altura de los sabios emperadores del pasado.

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Los imperios son, en primer lugar, cuestión de tamaño. Dominan continentes o regiones enteras y explotan sus recursos. El imperio manchú Qing (1644-1911) abarcaba 11,4 millones de kilómetros cuadrados y una población de más de 300 millones de personas. Rusia, en el siglo XIX, se extendía hasta el Pacífico y hacia el sur hasta Asia Central, pero estaba muy poco poblada. Los imperios eran resultado de conquistas y, con menos frecuencia, de un matrimonio acertado (los Habsburgo). La fuerza por sí sola no garantizaba la conformidad de los súbditos. La clave del éxito estaba en los beneficios económicos y la estabilidad. Dentro de los imperios, los súbditos podían tener buenas oportunidades: Diocleciano procedía de la costa dálmata y gobernó Roma, y otros emperadores llegaron de España o el norte de África. Los magnates de los periódicos de Canadá y Australia controlaban gran parte de la prensa británica.

Según Lieven, hay cuatro factores fundamentales en la composición de un emperador. “Primero, era un ser humano y en la gran mayoría de los casos un hombre. Segundo, era un líder. Tercero, era un monarca hereditario. Cuarto, gobernaba un imperio. En general, no tenemos más que una idea muy incompleta de lo que pensaban los emperadores, de lo que se escondía detrás de su personaje público, oficial y a menudo remoto. Excepcionalmente, como en el caso de Marco Aurelio o algunos gobernantes mogoles u otomanos, sabemos mucho más: o bien escribieron memorias o dejaron instrucciones a sus hijos sobre cómo gobernar, lo que habían aprendido con la experiencia. Otros, sobre todo en Oriente Medio y en India, fueron poetas consumados; pero esas ventanas que permiten ver el alma de los emperadores son inusuales.

Lieven encuentra el equilibrio entre el papel del emperador, los grandes factores implicados y la oportunidad de cada momento, además de la geografía. Los mogoles, como los británicos dos siglos y medio después, llegaron al subcontinente indio mientras las grandes potencias luchaban entre sí, pero sin el talento militar ni la crueldad de líderes como Babur y Robert Clive. Otros personajes triunfaron incluso cuando todo parecía estar en contra: la futura Catalina la Grande llegó a Moscú a los 15 años desde una pequeña corte alemana para casarse con el heredero del trono ruso, pero su fuerte personalidad y su astucia le permitieron derrocar a su marido cuando se convirtió en monarca y acabar siendo una de las mejores gobernantes de Rusia.

Una característica interesante del libro de Lieven es que se hace eco de los recientes trabajos sobre el gran imperio nómada de la estepa, el de los mongoles, que han demostrado que se viajaban a grandes distancias a caballo y eran muy avanzados a la hora de construir y controlar los territorios conquistados, que se extendían desde el norte de China hasta el este de Europa.

Un relato detallado y bien escrito sobre la expansión de la OTAN en la primera década tras el final de la guerra fría puede no parecer el complemento más apropiado para el enorme barrido histórico de Lieven a través de los imperios. Pero, en más de un sentido, el libro de la  historiadora inglesa M E Sarotte Not One Inch: America, Russia and the Making of the Post-Cold War Stalemate (Yale University Press, 2021) explica por qué la guerra de Rusia contra Ucrania es una réplica del terremoto de 1989-1991, cuando Europa del este se independizó del control del comunismo y la Unión Soviética se hundió. Hace treinta años, la decisión de Kiev de separarse hizo irreversible la desintegración de una URSS que ya estaba derrumbándose. El pasado mes de febrero, la decisión de Vladímir Putin de invadir Ucrania selló la desaparición de la paz construida tras la Guerra Fría. Las dos fechas enmarcan una época caracterizada por la convicción —que ahora ha resultado equivocada— de que Europa no volvería a ser testigo de una gran guerra terrestre. Gracias a los materiales que la autora ha conseguido, con gran esfuerzo, que se desclasificaran, el libro demuestra que los dirigentes occidentales “sabían que hacer sitio a la Ucrania recién independizada era fundamental para lograr una paz europea duradera. Aun así, no fueron capaces de diseñar una política para conseguir ese objetivo”.

La lucha por el destino de Ucrania comenzó “ya antes de que se escindiera de la Unión Soviética” y, a puerta cerrada, causó divisiones en el gobierno de George H. W. Bush. Los ucranianos forzaron la situación al celebrar un referéndum sobre la independencia el 1 de diciembre de 1991. Tal como explicó a Washington el entonces embajador de Estados Unidos en Moscú, el resultado provocó desolación entre los rusos, porque, según sus palabras, “el acontecimiento más revolucionario de 1991 quizá no ha sido la caída de la URSS, sino la pérdida de algo que los rusos de todas las tendencias políticas consideran parte de su propio cuerpo político, la parte más preciada: Ucrania”.Lieven documenta lo sangriento que fue el final de muchos imperios de la historia. Todavía estamos viviendo las consecuencias del fin del imperio británico (Palestina y Cachemira). También vivimos con las consecuencias de las guerras innecesarias libradas por el imperio estadounidense en Afganistán, Irak y Libia. Ahora, el desmoronamiento del imperio ruso está mostrando una secuencia sangrienta cuyo resultado no podemos adivinar, aparte de la gran miseria humana y económica que va a provocar en el mundo antes de que podamos ponerle fin.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.