¿Y qué si tiene el PIB per cápita más alto del mundo? Una visita a la endeudada capital de la complacencia europea.

 

luxemburgo
GEORGES GOBET/AFP/Getty Images

 

 

En el corazón oscuro de Europa descansa una nación podrida hasta la médula. Conocida por ser el paraíso bancario secreto en el que el líder de Corea del Norte, Kim Jong Il, supuestamente ha guardado miles de millones de dólares, su economía está unida a los antojos de los caprichosos mercados financieros globales. Su deuda externa per cápita es 84 veces la de un país acosado por la deuda como Estados Unidos (unos 2,32 millones de euros por cada hombre, mujer o niño). La democracia es un chiste, socavada por la existencia de un jefe de Estado cuyo cargo es no electo y hereditario y que puede disolver el Parlamento y nombrar a algunos de sus miembros. Sus atormentados ciudadanos están preocupados por lo sostenible que pueda ser su cada vez más frágil nación, lo que no resulta sorprendente dado que los extranjeros constituyen un 44% de la población y el equivalente a otro 25% invade el país cada día solo para ir a trabajar.

Así que, ¿dónde está esta cloaca de la Unión Europea, este cáncer del continente? ¿Grecia? ¿Los Balcanes? No exactamente. Contemplen el Gran Ducado de Luxemburgo, con una población de 503.000 habitantes, un diminuto lunar en el mapa entre Bélgica, Francia y Alemania.

No hay duda de que los ciclistas y los excursionistas pueden considerar a este país como un paraíso de vegetación, con sus ondulantes colinas verdes y exuberantes prados. Los banqueros pueden quedar maravillados ante su espectacular riqueza: Luxemburgo se enorgullece de tener el PIB per cápita más alto del mundo, 108.832 dólares en 2010. No obstante, algo debe estar fallando. Los luxemburgueses —que ocupan un lugar más bajo que todos los demás países europeos a excepción de uno en el Happy Planet Index (¡incluso están empatados con una nación asolada por la guerra como Sudán!)— compran más tabaco y alcohol y tienen una huella de carbono per cápita más alta que cualquier otro Estado. Y no obstante su lema nacional es “Queremos seguir siendo lo que somos”.

Tenía que saberlo: ¿Pudiera ser que este pequeño ducado con afición a la fiesta escondiera el secreto de las oscuras fuerzas que actualmente están desgarrando a Europa?

En el despejado día de verano en el que yo llegué, las tranquilas y cuidadas calles de la capital de Luxemburgo, imaginativamente llamada Ciudad de Luxemburgo, parecían idílicas. La única ocasión en la que percibí algún tipo de abismo fue cuando me asomé desde el elegante puente de piedra de Pont Adolphe al exuberante y escarpado cañón que atraviesa la ciudad. Una banda militar de 18 instrumentos estaba tocando “Come Fly With Me” en el centro de la ciudad mientras personas blancas y bien vestidas entraban y salían de lujosas tiendas en los bordes del encantador casco antiguo. A lo lejos, una hilera de bancos de inversión relucían al sol, blindados con sus exteriores modernos y brillantes.

Me acerqué caminando hasta un elegante bistró que inundaba de un ritmo machacón la Rue de la Boucherie, la calle más de moda del centro del casco antiguo —la clase de sitio, según me contó el camarero, donde los banqueros se reúnen para apurar ingentes cantidades de alcohol los fines de semana—. Una botella de whisky en Luxemburgo, me explicó Panagiotis Meidanis, un camarero de 18 años con un pequeño tupé, cuesta la mitad que en su Grecia natal, donde la gente percibe sólo el equivalente a una fracción de lo que se gana en Luxemburgo, especialmente ahora. “Cuando cerramos las noches de los fines de semana, ellos siempre quieren más”, dice Meidanis sobre sus clientes. “Pero por alguna razón aquí nunca se meten en peleas”.

¿Pero él qué sabía? Necesitaba encontrar a un verdadero luxemburgués. Enfrente de la decimonónica Gare de Luxembourg con sus florituras art nouveau, me reuní con Georges Hausemer, que ha publicado una de las pocas novelas destacables en su lengua materna: el luxemburgués. Su obra, Iwwer Waasser (Sobre el agua), de 1998, es un relato sobre un matrimonio roto ambientada en el mundo de la banca que el autor describe como un “retrato en miniatura” de la sociedad luxemburguesa.

Su deuda externa per cápita es 84 veces la de Estados Unidos

Pero cuando le pregunté si su cuota personal de 3,76 millones de dólares de deuda externa le quita el sueño, me dijo: “¿Eso es verdad? Aquí nadie habla sobre esto”. Dio un sorbo a una Schweppes, sin alcohol, y después admitió con seriedad: “Andamos un poco perdidos”. Me habló de la invasión de los idiomas “extranjeros” —el francés se usa oficialmente, pero el alemán y el inglés son más habituales en los círculos de negocios— y las distantes culturas. El resultado final, dice, es un país de comercio y actividades bancarias que está “perdiendo todo lo demás”. Incluso Hausemer, según parece, tampoco conserva una gran fe: sus otros libros los escribió en alemán.

Para comprender mejor la razón de ser de Luxemburgo, localicé a Igor, un profesional del sector bancario de treinta y tantos, pulcramente ataviado, que accedió a hablar conmigo bajo la condición de que no mencionara su apellido o la empresa para la que trabaja. También insistió en que habláramos mientras caminaba, con sus zapatos de diseño, desde un almuerzo de negocios hasta su coche.

Igor me habló del sturm und drang que la crisis financiera de 2008 atrajo sobre su pobre país. “Para los clientes fue más que algo estresante. Podrían perder sus fortunas. No sabían si los bancos iban a hundirse. El Estado les garantizaba 100.000 dólares, pero por encima de eso, nada”.

Se lamentó también de que el mercado inmobiliario local sigue estando por debajo de sus niveles más altos y, lo que es peor, de que el Gobierno haya introducido una subida en el impuesto sobre la renta para responder a la crisis financiera. “¿Cuánto fue el aumento de impuestos?”, pregunté horrorizado. “Oh, sólo un pequeño porcentaje”, me contestó. (Para las rentas altas el tipo impositivo sólo se elevó un 1%).

¿Por qué aguantar estas penurias? “La calidad de vida que hay aquí”, me dijo Igor, deslizándose al interior de su impecable deportivo plateado. “Debe ser de lo mejor que se puede obtener, especialmente con toda esa ayuda del Estado”.

Pero quizá es que estaba hablando con la clase de gente equivocada. Necesitaba encontrar a la juventud descontenta del país, a sus futuras tropas de asalto para el cambio. Antes de llegar al Ducado, había contactado con uno de sus más conocidos artistas contemporáneos, el joven y exitoso cineasta Max Jacoby. Pero resultó que vivía en Londres. Por correo electrónico me contó que ya no puede imaginarse viviendo en Luxemburgo porque le hace “empezar a sentirse ansioso y a querer irse” tras muy poco tiempo. “Ajá”, pensé. “¡He aquí a un joven revolucionario en ciernes forzado al exilio por su visión creativa!”.

Jacoby me habló de las soporíferas comodidades de su país natal. Describiendo un lugar en el que los maestros con experiencia pueden llegar a ganar 100.000 dólares al año. “Por qué trabajar como un artista muerto de hambre cuando puedes ganarte muy bien la vida enseñando el alfabeto”. Le  presioné para que me contara el origen de su frustración: “No encuentras auténticos restaurantes chinos”, se quejó, “y ni un solo restaurante coreano”.

Finalmente, me dirigí a las entrañas de la bestia. Lucien Thiel, antiguo presidente de la Association des Banques et Banquiers y un activo parlamentario, me estaba esperando en una vestíbulo de la Chambre des Députés, el impecablemente conservado edificio neorrenacentista del Parlamento. Thiel, que tiene 68 años, había accedido a verme entre dos votaciones. Para mi sorpresa su aspecto no era tanto el de un poderoso banquero como el de un amable Santa Claus.

¿Cómo ha acabado produciéndose todo esto? ¿Podría esta locura continuar indefinidamente? Se sentó conmigo y me habló de las raíces del éxito económico de Luxemburgo: comenzó con la minería del acero y evolucionó hacia los servicios bancarios especializados. En la actualidad, me dijo, el país está por detrás únicamente de Estados Unidos en fondos de inversión.

¿Pero qué hay de la agobiante deuda? No supone ninguna amenaza en absoluto para Luxemburgo, dado que realmente ya no produce nada de gran importancia económica. Me rasqué la cabeza.

“No es que seamos muy productivos, pero tenemos esta enorme cantidad de dinero que administramos, y eso es algo que nos ha caído del cielo”, dijo Thiel con un guiño.

Pero seguramente, le presioné, tiene que haber algo que le preocupe. Su sonrisa se aflojó un poco.

“Me preocupa que tenemos tan buena calidad de vida que podríamos llegar a verlo como un regalo de Dios y volvernos demasiado cómodos”.

“Pregúntale a la gente qué es lo que quiere seguir siendo ahora”, dijo Thiel, “y te responderán: tan ricos como somos”.

 

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