En referencia al artículo ‘El velo’ (FP edición española, junio/julio, 2007),
de Sami Naïr, creo que uno de los problemas de las migraciones es la aceptación
o el rechazo de las costumbres que los inmigrantes traen de sus culturas de
origen. Sólo deberían prohibirse aquellas que atenten directamente contra los
derechos humanos. Es decir, las prácticas que traten a la persona como un mero
instrumento, que no respeten su dignidad de “fin en sí”, su capacidad de autodeterminarse.
Como, por ejemplo, los matrimonios impuestos por los padres, el repudio de la
mujer por parte del varón, la ablación del clítoris y la prohibición de estudiar
o ejercer determinados trabajos a las mujeres, entre otros. Es evidente que
en estos casos se está privando de derechos y libertades fundamentales a sus
víctimas, a quienes no se les deja desarrollar de modo autónomo su vida sexual
y profesional.

Se dice que permitir el uso del pañuelo en los colegios abre la puerta a estos
excesos. No cabe duda de que éste, como tantos otros usos de cualquier cultura,
lleva tras de sí una carga secular de elementos simbólicos, entre los cuales
figura, sin duda, la sumisión de la mujer en el contexto de un machismo de inspiración
religiosa. Pero, a diferencia de los casos anteriores, no constituye por sí
mismo una privación de derechos fundamentales para la persona que lo lleva,
al menos no más que la imposición de normas en el modo de vestir que exige la
cultura occidental, también cargada de tradiciones morales y religiosas: nuestra
concepción del pudor, por ejemplo, difiere bastante de la que rige en muchas
tribus africanas. Y muchas mujeres no musulmanas utilizan prendas muy parecidas
al velo ocasionalmente, a veces por razones estéticas. ¿Es necesario emprender
una guerra de religión contra el hiyab, provocando así una reacción
que aleje aún más a la cultura islámica de la occidental?

Organizar cruzadas a favor o
en contra de símbolos siempre es
peligroso. Conviene reservar las
energías para luchar contra prácticas
aberrantes, y dejar que el
tiempo y la tolerancia priven a los
símbolos de su carga totalitaria.
La sociedad multicultural que se
avecina exige evitar la confusión
entre aquellos principios irrenunciables
que deben exigirse a cualquier
inmigrante como condición
para vivir entre nosotros, de otros
usos y costumbres cuyo valor es
más estético que ético. ¿Dónde
está el límite? Una vez más, habrá
que apelar al sentido común y
renunciar a cualquier casuística
dogmática: el velo islámico no es
lo mismo que el burka. Mientras
este último impone una humillación
denigrante para la mujer que
lo lleva, el hiyab no pasa de ser un
símbolo que difícilmente resistirá
el paso del tiempo.

  • Augusto Klappenbach
    Madrid, España