La existencia de canales diplomáticos estables y fiables aportan un plus en favor de la paz y la seguridad global; más aún, en un mundo hipertecnificado dominado por programas informáticos y drones.

 

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Hace 50 años que el “teléfono rojo” entre Washington y Moscú sonó por primera vez. Fue el 30 de agosto de 1963 y el primer mensaje enviado desde Washington fue "The quick brown fox jumped over the lazy dog’s back 1234567890″. Como respuesta Moscú tecleó una descripción poética de la puesta de sol en la capital soviética.

La decisión de instalar la línea fue propiciada por la Crisis de los Misiles que meses antes puso al mundo al borde de la guerra atómica. Los angustiosos días de ese octubre de 1962 pusieron de manifiesto que los mensajes entre Moscú y Washington tardaban horas en traducirse y entregarse. Un mensaje de la misma época en el que la URSS apuntaba una posible salida al conflicto tardó casi 12 horas en ser traducido y recibido en el Departamento de Estado estadounidense. Aprovechando unas conversaciones de desarme, el 20 de junio se firmó en Ginebra un acuerdo para establecer "una línea de comunicaciones directa”, si bien tardó semanas en estar operativa.

Aunque sus más celebradas apariciones en el cine son como teléfono (Dr. Strangelove, de Kubrik, o Moonraker de la serie Bond) nunca lo fue. Era un telex. Cifrado, por supuesto. El primer enlace fue Londres-Copenhague-Estocolmo-Helsinki. Y con una línea paralela de servicio por radio vía Tanger. Una terminal estaba en el Pentágono. La otra en el Kremlin. Ambos transmitían en su idioma respectivo.

¿Por qué no un teléfono? Según David Kahn (The Codebreakers, 1967) se rechazó por razones técnicas y políticas: la diplomacia telefónica era adecuada entre aliados pero peligrosa entre adversarios y en situaciones de crisis. El télex evitaba malentendidos e improvisaciones.

Se usó por primera vez en 1967 durante la Guerra de los Seis Días por Moscú para evitar riesgos entre la VI Flota y la del Mar Negro. Se utilizó de nuevo durante la guerra indo-pakistaní (1971); la del Yom Kippur (1973); la invasión turca de Chipre (1979), la de Afganistán por la URSS (1979); con la aparición del movimiento Solidaridad (a favor de la democracia) en Polonia y la invasión israelí del Líbano (1982). Según fuentes desclasificadas, desde 1982 no ha sido usado en situaciones de crisis. Pero cada hora se comprueba su funcionamiento.

Sorprendentemente, permaneció mudo durante la invasión de Checoslovaquia. En sus memorias Jaime de Piniés, entonces embajador de España en la ONU explica que al atardecer del 20 de agosto de 1968 un diplomático soviético compareció en su residencia de Manhattan para trasladarle “un mensaje para el General Franco”: “tropas soviéticas están aterrizando en Praga a petición de ese gobierno amigo”. Según Piniés Moscú pensó que las bases de EE UU en España garantizaban comunicación privilegiada con Washington (al parecer también se intentó con Panamá), y usó esta vía para hacer saber que era una “operación limitada” y no el inicio de la Tercera Guerra Mundial. La profesora Karen Dawisha (The Kremlin and the Prague Spring, 1985) apunta que Moscú no previó tanto impacto para lo que consideraba una limpieza en su backyard.

¿Sigue existiendo el “teléfono rojo”? Afirmativo. Aunque en 1971 añadieron comunicación satelital y en 1985 un fax. Desde 1991 cuenta con circuitos de voz -aunque excluidos en crisis mode– que con la mejora de las relaciones bilaterales han sido muy utilizados por los presidentes Clinton, Bush y Obama. Y hay correo electrónico desde 2008.

Cincuenta años después la pregunta es: ¿continúa siendo necesario el “teléfono rojo”? En 1962 hacía falta un canal de comunicación con dos características. La primera, que fuese seguro, entendiendo la seguridad como una garantía de que las comunicaciones serían totalmente estancas. La segunda, que garantizase la posibilidad de comunicación entre las dos superpotencias en cualquier circunstancia, incluso en la eventualidad de una crisis diplomática de la máxima gravedad.

Con respecto a la cuestión de la seguridad, podemos decir que el estallido del caso Snowden puede contribuir a transmitir una falsa idea de fragilidad de las comunicaciones diplomáticas en el momento actual. No es cierto. Los expertos afirman que la seguridad depende solo del algoritmo de encriptación. Si las comunicaciones están encriptadas de manera adecuada, no es posible descifrarlas. Siempre, claro, que la tecnología no haya sido transferida clandestinamente a terceros. Contrario a lo que pudiera pensarse, el “teléfono rojo” (y sus equivalentes) continúa garantizando un nivel de confidencialidad óptimo. Lo cual es fundamental, pues la integridad de las comunicaciones de alto nivel político es un elemento esencial para el mantenimiento de la paz y la seguridad colectiva. ¿Alguien puede pensar que hubiese sido posible negociar, pongamos por ejemplo, la Paz de Westfalia, si las comunicaciones diplomáticas no hubiesen tenido asegurada la inviolabilidad?

La cuestión del mantenimiento de canales diplomáticos abiertos en cualquier circunstancia, en cambio, sigue teniendo una respuesta precaria. A pesar de los avances experimentados por las telecomunicaciones, nada indica que, en caso de crisis diplomática o bélica, los contendientes de 2013 tengan a su disposición mecanismos más estables y seguros para asegurar el diálogo que en 1963. Y, sin embargo, es obvio que en ausencia de diálogo, no puede haber paz. En determinadas situaciones de conflicto extremo, la posibilidad de que existan mecanismos de diálogo entre los beligerantes puede llegar a ser el último recurso del derecho y de la paz. Digámoslo de otra manera: este tipo de mecanismos, como el “teléfono rojo”, siguen siendo la única posibilidad de que una guerra pueda convertirse en paz. Si no hay algún tipo de comunicación entre los beligerantes, difícilmente puede haber negociación. Sea para humanizar el conflicto (prohibir determinado tipo de armamento, intercambio de prisioneros) o, simplemente, para iniciar conversaciones de paz. Los mecanismos de diálogo diplomático como éste, o el Convenio de Viena sobre relaciones diplomáticas están pensados no para cuando todo va bien, sino para “cuando todo va mal”. La diplomacia, decía Kissinger, no consiste en llevarse bien con los amigos, sino con los enemigos. Irak e Irán, por ejemplo, durante la sangrienta Guerra del Golfo que les enfrentó en la década de los 80 del siglo pasado, mantuvieron abiertas sus respectivas embajadas durante prácticamente todo el conflicto.

En este sentido, Michael K. Bohn, el que fuera director de la “Situation Room” del Pentágono apunta que el desmantelamiento del “teléfono rojo” comportaría un mayor y poco aconsejable unilateralismo. Desgraciadamente, el escenario MAD (Destrucción Mutua Asegurada) no ha sido al final conjurado. Tal vez no entre Washington y Moscú, pero según la Comisión Internacional sobre la No Proliferación Nuclear y el Desarme persiste riesgo de conflicto nuclear en Oriente Medio y en las penínsulas de Corea y del Indostán. Más que en cerrar el “teléfono rojo”, convendría pensar en extender su uso.

De hecho, existen ya varios “teléfonos rojos”. En 1996, China acordó uno con Rusia y en 1998 hizo lo propio con Estados Unidos. También Moscú cuenta con líneas directas de comunicación con algunas capitales europeas, mientras que India y Pakistán acordaron instalar el suyo en 2005. En 2011, EE UU propuso a Irán el establecimiento de una línea directa de comunicación para evitar incidentes que pudieran derivarse del programa nuclear iraní, pero Teherán declinó la oferta.

A la vista de todo lo anterior, parece difícil no coincidir con Michael K. Bohn en que la desaparición del “teléfono rojo” no sería una buena idea. Naturalmente, siempre cabrá recurrir, como hizo la URSS en 1968 con motivo de la invasión de Checoslovaquia, a utilizar los organismos internacionales para establecer contactos de alto nivel entre Estados. Pero es claro que la existencia de canales diplomáticos estables y fiables en cualquier circunstancia, aportan un plus en favor de la paz y la seguridad global. En 1983 fue estrenada la película War games (John Badham) en la que un hacker aficionado adolescente conecta de forma involuntaria su ordenador al del Pentágono, desencadenando un muy verosímil escenario de un posible holocausto nuclear. 30 años después, en un mundo hipertecnificado, cada vez más dominado por drones y por programas informáticos de última generación con asombrosas capacidades como alguno de los que hemos tenido conocimiento en fechas recientes, tal vez debamos ver al “teléfono rojo” como la garantía de que el factor humano siga prevaleciendo como última ratio para casos de crisis máxima.

 

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