A: Pascal Lamy, director
general de la OMC

CC: Jefes de Estado y
de Gobierno

DE: José Antonio Alonso

RE: Evitar otro fracaso

Al directorde la OMC. URGENTE: Conseguir un comercio mundial más justo. La OMC tiene en la Ronda de Doha una oportunidad para cambiar las reglas de juego del comercio y lograr una mejor distribución de la riqueza.

Pocos envidiarán la misión que tiene entre manos. Pese a su
anterior experiencia como comisario europeo de Comercio, no es tarea sencilla
llevar a buen puerto la Ronda de Doha, cuyo objetivo final es la liberalización
de las relaciones comerciales, y su prueba de fuego será la reunión
que la Organización Mundial de Comercio (OMC) celebrará en
Hong Kong del 13 al 18 de diciembre. Es éste un proceso cargado desde
sus orígenes de reveses y sinsabores. Sólo hay que recordar
el ruidoso fracaso de la reunión de Seattle (EE UU), en 1999, con
la ciudad tomada por fuerzas del orden y por manifestantes que identificaban
a la OMC con el rostro más despiadado de la globalización.
O Cancún (México), donde fue imposible el acuerdo en 2003,
al negarse el grupo africano y el G-20 a secundar el compromiso tejido entre
bambalinas por la Unión Europea y Estados Unidos. Como se preguntaba
el filósofo Peter Singer: "¿Ha habido alguna organización
no criminal que haya sido tan vehemente condenada con tantos argumentos y
por críticos de tantos países diferentes como la OMC?".

De aquellas experiencias se extrajeron dos conclusiones importantes. La
primera es que, si la OMC quería legitimarse como institución
multilateral, debía respetar el carácter representativo de
sus estructuras de gobierno. Las prácticas excluyentes de concertación,
a través de reuniones informales, a las que tan habituada estaba la
UE, debían abandonarse para dejar paso a procesos más abiertos
y transparentes. La segunda conclusión, muy relacionada con la anterior,
es que si este organismo quería alcanzar un acuerdo necesitaba buscar
un equilibrio en la distribución de los beneficios derivados de la
negociación. Los países en desarrollo ya no están dispuestos
a plegarse dócilmente a lo que digan Estados Unidos y Europa, máxime
cuando entre ellos hay economías de dimensión continental como
India, México, Brasil y, sobre todo, China. En ambos aspectos algo
se ha mejorado en estos últimos tiempos. No obstante, no es fácil
desmontar intereses, vencer presiones, esquivar el ventajismo y refrenar
aspiraciones en la búsqueda de esa economía de lo posible.

Un proceso más complejo
¡Cuánto más sencillo era lograr el acuerdo en aquellas
primeras rondas negociadoras del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros
y Comercio (GATT, en sus siglas en inglés) hace tres o cuatro décadas,
cuando apenas participaban en ellas una veintena de países industrializados
bajo el liderazgo inequívoco de Washington!: Ginebra (1947), Annecy
(1949), Torquay (1951), Ginebra (1956) o Dillon (l960-61), todas concluidas
en tiempo récord y sin apenas resistencias. Aunque en la Ronda Kennedy
(1964-1967) el número de miembros se elevó a 62 y en la de Tokio
(1973-1979) a 102, el proceso seguía siendo relativamente sencillo.
El dominio de los países industriales era incuestionable, y los temas
de la agenda tendían a concentrarse en la eliminación de los
cupos y en la reducción de aranceles en el comercio de productos manufacturados.
Tenían razón, hay que reconocerlo, quienes entonces reprochaban
al GATT el ser un club reservado de las naciones ricas.

La situación cambió, y de forma irreversible, en la Ronda
de Uruguay (1986-1994), en la que los participantes eran ya 123, entre ellos
buena parte del mundo en desarrollo. La agenda negociadora se expandió para
incluir aspectos como el comercio de servicios, el textil, la propiedad intelectual
o la liberalización agrícola. Todo empezó a cambiar.
La Ronda Uruguay significó, además, el nacimiento de la OMC.
Desde sus comienzos, la nueva organización empezó a debatir
la puesta en marcha de una nueva ronda, pero no sería hasta la Conferencia
de Doha (2001), tras el estrepitoso fracaso de Seattle, cuando se decidió convocar
un nuevo proceso negociador, bautizado de forma pretenciosa como Ronda del
Desarrollo. Tanto la convocatoria como el título eran producto de
un cuidadoso cálculo de conveniencias. Era preciso demostrar, cuanto
antes, la legitimidad del nuevo organismo y silenciar tanto las críticas
de algunos gobiernos sobre su capacidad operativa como las de la sociedad
civil, que le acusaba de falta de responsabilidad social.

Nuevas reglas del juego
El proceso se anuncia, y usted lo sabe, complicado. Para empezar, el número
de miembros asciende ya a 148, de los cuales 110 son países en desarrollo.
La agenda se ha ampliado en torno a la negociación agrícola,
el acceso a los mercados manufactureros, la pérdida de preferencias,
la liberalización de los servicios, la defensa de los derechos de
propiedad intelectual y las reglas de comercio, entre otros aspectos.

Ahora bien, las dificultades no sólo derivan del incremento del número
de los convocados y de la complejidad de la agenda, sino también del
nuevo papel de los países menos favorecidos. En el pasado, prefirieron
renunciar a los acuerdos consolidados en un marco multilateral, para negociar,
a cambio, un trato preferencial por parte de las naciones más industrializadas.
Así se contentaba a ambas partes: los ricos implicaban a los más
pobres en el comercio internacional a través de concesiones en sectores
poco comprometidos y, a cambio, éstos recibían un trato de
favor que les evitaba asumir la disciplina multilateral. El apaño
hizo fortuna y, como consecuencia, se tejió una densa y multiforme
red de tratos preferenciales, de diverso alcance e intensidad. Jagdish Baghwati,
el gran economista indio y uno de los críticos más feroces
de este sistema, lo definió con la expresión spaghetti
bowl
(plato de espaguetis).

La postura de las economías emergentes ha cambiado: ya no pretenden
conseguir tratos preferenciales, sino alcanzar acuerdos consolidados en el ámbito
multilateral que les resulten favorables. En este cambio de actitud influyó,
sin duda, la convicción de que la opción preferencial era una
vía poco adecuada para consolidar ventajas competitivas en un mercado
competitivo y cambiante. Pero, adicionalmente, facilitó ese proceso
el esfuerzo liberalizador acometido por estas economías a lo largo
de los 80: su mayor apertura al comercio no sólo les otorgó una
posición más cómoda para la negociación, sino
también nuevas bases de legitimidad para sus reclamaciones.

La consecuencia de ese proceso es bien conocida: hoy, los países
en desarrollo están organizados en poderosos grupos de presión,
que inciden en el proceso negociador. El más activo es el G-20, en
el que están representados, entre otros, Brasil, India, Suráfrica
y China. Sería excesivo suponer que ese grupo representa los intereses
de los países en desarrollo en su conjunto: para bien o para mal,
este mundo es cada vez más diverso y heterogéneo. Y lo más
paradójico es que aquellas críticas contra el proteccionismo
del Norte podrían hoy aplicarse sin dificultad a alguno de estos nuevos
gigantes, que impiden el acceso a sus mercados de los productos de otros
Estados más pobres.

Comercio y desarrollo
Hay que reconocer que, para una mente ingenua, las rondas negociadoras constituyen
una fuente de perplejidad infinita. La teoría económica fundamenta
sobradamente las ventajas de un régimen de libre comercio. Por tanto,
lo esperable sería que los países se peleasen por ser los
primeros en rebajar sus aranceles, en vista de los beneficios que ello
les depararía. Que esto no suceda sugiere que algo falla (o que
algo falta) en esa argumentación teórica, como ha señalado
el prestigioso economista estadounidense Paul Krugman. Amparados en la
doctrina, los países desarrollados se convirtieron en defensores
de la retórica del libre comercio, tratando de imponer sus prescripciones
a los pobres. El problema surge, sin embargo, cuando uno de estos países
en desarrollo se toma en serio el mandato y se lanza a la conquista de
los mercados internacionales, aprovechando su principal ventaja: la mano
de obra abundante y barata. En ese caso, los mismos que defendían
la igualdad de condiciones y los mercados abiertos se lanzan a la búsqueda
de todo tipo de argumentos para justificar el establecimiento de barreras
protectoras (véase la reacción europea ante la amenaza china).
De nuevo, aparece esa contradictoria aspiración de los proteccionistas
que ya denunciara en pleno siglo XIX Laureano Figuerola, economista liberal
español y fundador de la Institución Libre de Enseñanza: "Apertura
para mis producciones en el mercado exterior, protección frente
a mis competidores en el mercado doméstico". Ahora bien, más
allá de las insuficiencias de la doctrina, existe la opinión
compartida de que el comercio internacional puede ser una fuente potencial
de progreso para los pueblos. La evidencia no es concluyente, pero un manejo
razonable de la información empírica confirma este aserto.

¿Ronda del Desarrollo?
No deben generarse expectativas infundadas. Es excesivo suponer que el fin
de la pobreza depende de los resultados de esta Ronda. Los cálculos
más recientes -que moderan evaluaciones anteriores- sugieren
que los beneficios derivados en el ámbito del comercio de bienes
se aproximarían, en el caso de máxima liberalización,
a los 290.000 millones de dólares anuales en 2015 (unos 240.000
millones de euros; es decir, apenas el 0,7% del PIB mundial). No obstante,
dado que, probablemente, los acuerdos que, al final, se alcancen serán
más limitados, el beneficio esperable se sitúa entre los
95.000 y los 126.000 millones de dólares (0,2% y 0,3% del PIB mundial).
Una consideración de los efectos dinámicos del comercio ampliaría
estas estimaciones, pero manteniéndolas dentro de magnitudes limitadas.

El grueso de estos beneficios -el 70%- iría a parar a
los países desarrollados, dejando un 30% para las naciones en desarrollo.
Pese a su menor volumen, el peso relativo en términos del PIB de las
ganancias derivadas de la liberalización sería superior en
los Estados menos favorecidos que en los desarrollados (1,2% y 0,6%, respectivamente).
Como consecuencia, el número de personas por debajo de la línea
de pobreza se podría reducir en 32 millones para 2015 (un 5% del total
previsto en ese momento). Se trata, sin duda, de un impacto no despreciable,
aunque de limitada magnitud. En gran medida, porque los productos de mayor
peso en el comercio ya parten de niveles de protección aceptablemente
bajos; y los que tienen protección elevada -como los agrícolas-,
cuentan con una presencia reducida en los intercambios internacionales. En
todo caso, el efecto final de la liberalización comercial dependerá de
los acuerdos que se logren sobre la reducción de subvenciones y aranceles
agrícolas en las naciones desarrolladas, y de la disminución
efectiva de la protección industrial en los países en desarrollo.
Lo primero le obligará a lidiar con las posiciones más conservadoras
de Japón, EE UU y la UE (sobre todo, por parte de Francia, su país
natal); lo segundo, a reclamar mayores liberalizaciones a los grandes mercados
protegidos del mundo en desarrollo, como India o China. Recuerde que una
importante parte de los beneficios de la liberalización comercial
se derivará de la desprotección que los menos favorecidos acometan
en sus propios mercados, alentando el comercio Sur-Sur. En estos ámbitos,
por lo demás, conviene no engañarse, porque no es oro todo
lo que reluce: con frecuencia, las rebajas se ofrecen sobre aranceles y subvenciones
nominales, que son mucho más altas que las que, efectivamente, se
aplican, con lo que el impacto real sobre el comercio es menor. Así sucede,
en gran medida, con los descuentos en las subvenciones anunciados por Estados
Unidos y la UE.

Si lo que se pretende es potenciar las posibilidades del desarrollo del
Sur, más efectiva que la reducción de aranceles sería
la progresiva liberalización del movimiento de personas. Las extraordinarias
diferencias internacionales en la retribución del trabajo -que
multiplican por 10 el diferencial de precios- revela el potencial de
mejora en eficiencia agregada y de promoción de la equidad que subyace
al fenómeno migratorio. No es esto objeto de negociación en
la Ronda; si bien es cierto que, en el ámbito de la liberalización
de servicios, bajo el rótulo de "modo 4″, se contempla
la libertad en el movimiento temporal de las personas. Si se quiere de verdad
mejorar las posibilidades de desarrollo del Sur sería importante avanzar
en ese aspecto, aunque es un tema en el que existe una feroz oposición
por parte de los países desarrollados.

En fin, la tarea es difícil. Queda mucho camino por recorrer para
cumplir con lo acordado en Doha y poco tiempo para hacerlo. Todos sabemos
que la cita de la OMC en Hong Kong no es más que una etapa del proceso.
Ahora bien, de lo que se logre dependerá el éxito de la Ronda
de Doha. Un nuevo fiasco no sólo sería otra oportunidad perdida,
sino también una preocupante señal de las resistencias que
existen a compartir los beneficios que se derivan de la globalización.

A: Pascal Lamy, director
general de la OMC

CC: Jefes de Estado y
de Gobierno

DE: José Antonio Alonso

RE: Evitar otro fracaso

Al directorde la OMC. URGENTE: Conseguir un comercio mundial más justo. La OMC tiene en la Ronda de Doha una oportunidad para cambiar las reglas de juego del comercio y lograr una mejor distribución de la riqueza.

Pocos envidiarán la misión que tiene entre manos. Pese a su
anterior experiencia como comisario europeo de Comercio, no es tarea sencilla
llevar a buen puerto la Ronda de Doha, cuyo objetivo final es la liberalización
de las relaciones comerciales, y su prueba de fuego será la reunión
que la Organización Mundial de Comercio (OMC) celebrará en
Hong Kong del 13 al 18 de diciembre. Es éste un proceso cargado desde
sus orígenes de reveses y sinsabores. Sólo hay que recordar
el ruidoso fracaso de la reunión de Seattle (EE UU), en 1999, con
la ciudad tomada por fuerzas del orden y por manifestantes que identificaban
a la OMC con el rostro más despiadado de la globalización.
O Cancún (México), donde fue imposible el acuerdo en 2003,
al negarse el grupo africano y el G-20 a secundar el compromiso tejido entre
bambalinas por la Unión Europea y Estados Unidos. Como se preguntaba
el filósofo Peter Singer: "¿Ha habido alguna organización
no criminal que haya sido tan vehemente condenada con tantos argumentos y
por críticos de tantos países diferentes como la OMC?".

De aquellas experiencias se extrajeron dos conclusiones importantes. La
primera es que, si la OMC quería legitimarse como institución
multilateral, debía respetar el carácter representativo de
sus estructuras de gobierno. Las prácticas excluyentes de concertación,
a través de reuniones informales, a las que tan habituada estaba la
UE, debían abandonarse para dejar paso a procesos más abiertos
y transparentes. La segunda conclusión, muy relacionada con la anterior,
es que si este organismo quería alcanzar un acuerdo necesitaba buscar
un equilibrio en la distribución de los beneficios derivados de la
negociación. Los países en desarrollo ya no están dispuestos
a plegarse dócilmente a lo que digan Estados Unidos y Europa, máxime
cuando entre ellos hay economías de dimensión continental como
India, México, Brasil y, sobre todo, China. En ambos aspectos algo
se ha mejorado en estos últimos tiempos. No obstante, no es fácil
desmontar intereses, vencer presiones, esquivar el ventajismo y refrenar
aspiraciones en la búsqueda de esa economía de lo posible.

Un proceso más complejo
¡Cuánto más sencillo era lograr el acuerdo en aquellas
primeras rondas negociadoras del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros
y Comercio (GATT, en sus siglas en inglés) hace tres o cuatro décadas,
cuando apenas participaban en ellas una veintena de países industrializados
bajo el liderazgo inequívoco de Washington!: Ginebra (1947), Annecy
(1949), Torquay (1951), Ginebra (1956) o Dillon (l960-61), todas concluidas
en tiempo récord y sin apenas resistencias. Aunque en la Ronda Kennedy
(1964-1967) el número de miembros se elevó a 62 y en la de Tokio
(1973-1979) a 102, el proceso seguía siendo relativamente sencillo.
El dominio de los países industriales era incuestionable, y los temas
de la agenda tendían a concentrarse en la eliminación de los
cupos y en la reducción de aranceles en el comercio de productos manufacturados.
Tenían razón, hay que reconocerlo, quienes entonces reprochaban
al GATT el ser un club reservado de las naciones ricas.

La situación cambió, y de forma irreversible, en la Ronda
de Uruguay (1986-1994), en la que los participantes eran ya 123, entre ellos
buena parte del mundo en desarrollo. La agenda negociadora se expandió para
incluir aspectos como el comercio de servicios, el textil, la propiedad intelectual
o la liberalización agrícola. Todo empezó a cambiar.
La Ronda Uruguay significó, además, el nacimiento de la OMC.
Desde sus comienzos, la nueva organización empezó a debatir
la puesta en marcha de una nueva ronda, pero no sería hasta la Conferencia
de Doha (2001), tras el estrepitoso fracaso de Seattle, cuando se decidió convocar
un nuevo proceso negociador, bautizado de forma pretenciosa como Ronda del
Desarrollo. Tanto la convocatoria como el título eran producto de
un cuidadoso cálculo de conveniencias. Era preciso demostrar, cuanto
antes, la legitimidad del nuevo organismo y silenciar tanto las críticas
de algunos gobiernos sobre su capacidad operativa como las de la sociedad
civil, que le acusaba de falta de responsabilidad social.

Nuevas reglas del juego
El proceso se anuncia, y usted lo sabe, complicado. Para empezar, el número
de miembros asciende ya a 148, de los cuales 110 son países en desarrollo.
La agenda se ha ampliado en torno a la negociación agrícola,
el acceso a los mercados manufactureros, la pérdida de preferencias,
la liberalización de los servicios, la defensa de los derechos de
propiedad intelectual y las reglas de comercio, entre otros aspectos.

Ahora bien, las dificultades no sólo derivan del incremento del número
de los convocados y de la complejidad de la agenda, sino también del
nuevo papel de los países menos favorecidos. En el pasado, prefirieron
renunciar a los acuerdos consolidados en un marco multilateral, para negociar,
a cambio, un trato preferencial por parte de las naciones más industrializadas.
Así se contentaba a ambas partes: los ricos implicaban a los más
pobres en el comercio internacional a través de concesiones en sectores
poco comprometidos y, a cambio, éstos recibían un trato de
favor que les evitaba asumir la disciplina multilateral. El apaño
hizo fortuna y, como consecuencia, se tejió una densa y multiforme
red de tratos preferenciales, de diverso alcance e intensidad. Jagdish Baghwati,
el gran economista indio y uno de los críticos más feroces
de este sistema, lo definió con la expresión spaghetti
bowl
(plato de espaguetis).

La postura de las economías emergentes ha cambiado: ya no pretenden
conseguir tratos preferenciales, sino alcanzar acuerdos consolidados en el ámbito
multilateral que les resulten favorables. En este cambio de actitud influyó,
sin duda, la convicción de que la opción preferencial era una
vía poco adecuada para consolidar ventajas competitivas en un mercado
competitivo y cambiante. Pero, adicionalmente, facilitó ese proceso
el esfuerzo liberalizador acometido por estas economías a lo largo
de los 80: su mayor apertura al comercio no sólo les otorgó una
posición más cómoda para la negociación, sino
también nuevas bases de legitimidad para sus reclamaciones.

La consecuencia de ese proceso es bien conocida: hoy, los países
en desarrollo están organizados en poderosos grupos de presión,
que inciden en el proceso negociador. El más activo es el G-20, en
el que están representados, entre otros, Brasil, India, Suráfrica
y China. Sería excesivo suponer que ese grupo representa los intereses
de los países en desarrollo en su conjunto: para bien o para mal,
este mundo es cada vez más diverso y heterogéneo. Y lo más
paradójico es que aquellas críticas contra el proteccionismo
del Norte podrían hoy aplicarse sin dificultad a alguno de estos nuevos
gigantes, que impiden el acceso a sus mercados de los productos de otros
Estados más pobres.

Comercio y desarrollo
Hay que reconocer que, para una mente ingenua, las rondas negociadoras constituyen
una fuente de perplejidad infinita. La teoría económica fundamenta
sobradamente las ventajas de un régimen de libre comercio. Por tanto,
lo esperable sería que los países se peleasen por ser los
primeros en rebajar sus aranceles, en vista de los beneficios que ello
les depararía. Que esto no suceda sugiere que algo falla (o que
algo falta) en esa argumentación teórica, como ha señalado
el prestigioso economista estadounidense Paul Krugman. Amparados en la
doctrina, los países desarrollados se convirtieron en defensores
de la retórica del libre comercio, tratando de imponer sus prescripciones
a los pobres. El problema surge, sin embargo, cuando uno de estos países
en desarrollo se toma en serio el mandato y se lanza a la conquista de
los mercados internacionales, aprovechando su principal ventaja: la mano
de obra abundante y barata. En ese caso, los mismos que defendían
la igualdad de condiciones y los mercados abiertos se lanzan a la búsqueda
de todo tipo de argumentos para justificar el establecimiento de barreras
protectoras (véase la reacción europea ante la amenaza china).
De nuevo, aparece esa contradictoria aspiración de los proteccionistas
que ya denunciara en pleno siglo XIX Laureano Figuerola, economista liberal
español y fundador de la Institución Libre de Enseñanza: "Apertura
para mis producciones en el mercado exterior, protección frente
a mis competidores en el mercado doméstico". Ahora bien, más
allá de las insuficiencias de la doctrina, existe la opinión
compartida de que el comercio internacional puede ser una fuente potencial
de progreso para los pueblos. La evidencia no es concluyente, pero un manejo
razonable de la información empírica confirma este aserto.

¿Ronda del Desarrollo?
No deben generarse expectativas infundadas. Es excesivo suponer que el fin
de la pobreza depende de los resultados de esta Ronda. Los cálculos
más recientes -que moderan evaluaciones anteriores- sugieren
que los beneficios derivados en el ámbito del comercio de bienes
se aproximarían, en el caso de máxima liberalización,
a los 290.000 millones de dólares anuales en 2015 (unos 240.000
millones de euros; es decir, apenas el 0,7% del PIB mundial). No obstante,
dado que, probablemente, los acuerdos que, al final, se alcancen serán
más limitados, el beneficio esperable se sitúa entre los
95.000 y los 126.000 millones de dólares (0,2% y 0,3% del PIB mundial).
Una consideración de los efectos dinámicos del comercio ampliaría
estas estimaciones, pero manteniéndolas dentro de magnitudes limitadas.

El grueso de estos beneficios -el 70%- iría a parar a
los países desarrollados, dejando un 30% para las naciones en desarrollo.
Pese a su menor volumen, el peso relativo en términos del PIB de las
ganancias derivadas de la liberalización sería superior en
los Estados menos favorecidos que en los desarrollados (1,2% y 0,6%, respectivamente).
Como consecuencia, el número de personas por debajo de la línea
de pobreza se podría reducir en 32 millones para 2015 (un 5% del total
previsto en ese momento). Se trata, sin duda, de un impacto no despreciable,
aunque de limitada magnitud. En gran medida, porque los productos de mayor
peso en el comercio ya parten de niveles de protección aceptablemente
bajos; y los que tienen protección elevada -como los agrícolas-,
cuentan con una presencia reducida en los intercambios internacionales. En
todo caso, el efecto final de la liberalización comercial dependerá de
los acuerdos que se logren sobre la reducción de subvenciones y aranceles
agrícolas en las naciones desarrolladas, y de la disminución
efectiva de la protección industrial en los países en desarrollo.
Lo primero le obligará a lidiar con las posiciones más conservadoras
de Japón, EE UU y la UE (sobre todo, por parte de Francia, su país
natal); lo segundo, a reclamar mayores liberalizaciones a los grandes mercados
protegidos del mundo en desarrollo, como India o China. Recuerde que una
importante parte de los beneficios de la liberalización comercial
se derivará de la desprotección que los menos favorecidos acometan
en sus propios mercados, alentando el comercio Sur-Sur. En estos ámbitos,
por lo demás, conviene no engañarse, porque no es oro todo
lo que reluce: con frecuencia, las rebajas se ofrecen sobre aranceles y subvenciones
nominales, que son mucho más altas que las que, efectivamente, se
aplican, con lo que el impacto real sobre el comercio es menor. Así sucede,
en gran medida, con los descuentos en las subvenciones anunciados por Estados
Unidos y la UE.

Si lo que se pretende es potenciar las posibilidades del desarrollo del
Sur, más efectiva que la reducción de aranceles sería
la progresiva liberalización del movimiento de personas. Las extraordinarias
diferencias internacionales en la retribución del trabajo -que
multiplican por 10 el diferencial de precios- revela el potencial de
mejora en eficiencia agregada y de promoción de la equidad que subyace
al fenómeno migratorio. No es esto objeto de negociación en
la Ronda; si bien es cierto que, en el ámbito de la liberalización
de servicios, bajo el rótulo de "modo 4″, se contempla
la libertad en el movimiento temporal de las personas. Si se quiere de verdad
mejorar las posibilidades de desarrollo del Sur sería importante avanzar
en ese aspecto, aunque es un tema en el que existe una feroz oposición
por parte de los países desarrollados.

En fin, la tarea es difícil. Queda mucho camino por recorrer para
cumplir con lo acordado en Doha y poco tiempo para hacerlo. Todos sabemos
que la cita de la OMC en Hong Kong no es más que una etapa del proceso.
Ahora bien, de lo que se logre dependerá el éxito de la Ronda
de Doha. Un nuevo fiasco no sólo sería otra oportunidad perdida,
sino también una preocupante señal de las resistencias que
existen a compartir los beneficios que se derivan de la globalización.

José Antonio Alonso es catedrático
de Economía Aplicada y director del Instituto Complutense de Estudios
Internacionales (ICEI), además de miembro del Consejo
Asesor de FRIDE.