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Marcha de mujeres en Boston. (Maddie Meyer/Getty Images)

He aquí las claves para entender qué es la corrección política y cómo se utiliza.

A mis alumnos les pido que me llamen Alana. Ahora bien, siempre tengo que añadir que, si tienen que dirigirse a mí de modo más formal, me llamen Ms. Moceri, nunca Mrs. (“señora”, reservado a las mujeres casadas) ni Miss (“señorita”, para las chicas jóvenes). Hace tiempo que las feministas de habla inglesa crearon “Ms.”, que es un tratamiento formal de la mujer que no tiene en cuenta el estado civil. Es decir, igual que en el caso de los hombres, a los que se llama “Mr.” Estén casados o no. Por desgracia, en español no existe esa solución, y he tenido infinitas discusiones con hombres españoles que me dicen que me alegre de que me llamen “señorita”, porque es una forma de elogiar mi aspecto juvenil. No me lo trago. Llevo demasiado tiempo siendo adulta como para soportar que me llamen jovencita en ningún idioma.

Se podría pensar que si soy tan quisquillosa con los tratamientos es por pura corrección política. “P. C.”, en el habla coloquial estadounidense. Que no son más que palabras, que no hay intención de ofender y que no me ponga tan tremenda. Ese es el primer problema de la corrección política: como pasa con cualquier mensaje, el que lo transmite no sabe cómo se percibe. Para la izquierda estadounidense, en su mayor parte, usar el lenguaje con cuidado no tiene nada que ver con insultar o no. Pero, por otro lado, gran parte de la izquierda acusa a los conservadores, sobre todo, de tres afrentas: sexismo, racismo y homofobia. Para los conservadores, la corrección política es una forma de censura e intolerancia, no solo de las palabras sino de la ideología, una presión para atenerse a lo que unas élites sin rostro consideran aceptable.

El término “políticamente correcto” tiene su origen en la Unión Soviética, donde marcaba la diferencia entre lo que de verdad era correcto y lo que era conveniente desde el punto de vista político. Su uso actual en Estados Unidos comenzó hacia 1990, cuando los medios de comunicación empezaron a hablar de él. Uno de los primeros reportajes apareció en The New York Times con el título The Rising Hegemony of the Politically Correct, y se centraba en el fenómeno en los campus universitarios: “Existe la creencia extendida en el mundo académico y otros sectores de que un conjunto de opiniones sobre la raza, la ecología, el feminismo, la cultura y la política exterior define una especie de actitud ‘correcta’ ante los problemas del mundo, una especie de ideología extraoficial de la universidad”.

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Un cartel a favor del matrimonio igualitario. (Scott Olson/Getty Images)

La corrección política puede ser blandengue y frustrante, e incluso los que nos consideramos bastante cuidadosos con nuestro lenguaje podemos cometer faltas. El invierno pasado, asistía a una reunión internacional de activistas demócratas, y, en una conversación con varios dirigentes LGTB, me regañaron por utilizar el término “matrimonio gay”. “Pedro Zerolo era un amigo mío que fue uno de los principales activistas que lograron la legalización del matrimonio gay en España”. “Oh, no”, me dijeron, “se llama matrimonio igualitario”. Me quedé perpleja por dos motivos. Uno, que creo dominar bastante el lenguaje P. C., pero me habían cambiado los límites. Me había perdido el documento que informaba de que la gente políticamente correcta ya no utiliza el término matrimonio gay.

Y aquí viene la segunda dificultad de la corrección política. Lo que se considera aceptable cambia todo el tiempo, y no siempre hay alguien que lo decida. Hace mucho tiempo que las azafatas se convirtieron en auxiliares de vuelo, las secretarias en asistentes administrativas, los negros en afroamericanos, los ciegos en personas con discapacidad visual y los sordos en personas con discapacidad auditiva. Pero ahora el término discapacitado ha dejado de ser correcto, y hay que usar “con otras capacidades”. En su mayoría, el propósito de estas palabras es ser menos ofensivas para las personas a las que califican. En el caso del matrimonio igualitario, se trata de encuadrar el debate político. Y en otro ejemplo, las personas partidarias del derecho al aborto se denominan “prolibertad de elegir” y dicen que los que se oponen son “antilibertad de elegir”. En cambio, estos últimos se denominan a sí mismos “provida” y dicen que los que defienden el derecho al aborto son “antivida”. ¿Suficientemente confuso?

Como decía, en aquella conversación, cuando me regañaron por hablar de matrimonio gay, me quedé perpleja por dos motivos. Y el segundo era que pensé que cómo se atrevían a juzgarme o a insinuar que yo o mi lenguaje éramos homófobos. Esa sensación de que los otros están juzgándote es, en gran parte, el origen de la reacción contra lo que, para muchos, no es más que un simple esfuerzo para no ofender. Esa sensación de ser juzgados es el tercer elemento problemático de la corrección política, porque coloca a la gente no solo a la defensiva sino en el otro extremo, en el extremo equivocado.

Intenten recordar lo que sintieron cuando la gente y la prensa de todo el mundo criticaron a España por un gesto que consideraron racista. En vísperas de los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín, los jugadores de las selecciones masculina y femenina de baloncesto posaron para una foto achinándose los ojos con los dedos. A pesar de la indignación internacional, expresada en la prensa, los medios y los jugadores españoles parecieron desconcertados por las acusaciones. Según ellos, aquella no era más que una pose más, hecha específicamente para una publicidad de SEUR, y no tenía ninguna intención racista. Pau Gasol se disculpó y reconoció que quizá había sido mala idea, pero otros fueron más desafiantes, como el entrenador, Aíto García Reneses, que se negó a pedir perdón y reiteró que no era más que una broma.

Un artículo publicado en El País por aquel entonces refleja ese tipo de reacción, ese decir “cómo se atreven a juzgarnos”, con la declaración de que la foto no era ni racista ni ofensiva. Muchos amigos estadounidenses que vivían en España entonces se preguntaban qué habría pasado si le hubiera ocurrido a la selección norteamericana. Podemos imaginar la indignación internacional por el racismo de Estados Unidos, y quizá incluso habría tenido que dimitir alguno de los responsables del equipo. Pero nuestra historia, nuestra cultura y nuestros criterios son distintos. TNT España aireó un anuncio sobre un maratón de la serie Blackish que hacía un juego de palabras con el “Black Friday” y que a casi todos los estadounidenses nos dio vergüenza y nos molestó, pero al que no pareció que los españoles dieran importancia. Decir qué es sexista, racista u homófobo depende por completo del punto de vista de cada uno. Y, si bien no podemos todos estar de acuerdo, a la mayoría de la gente le molesta ser criticada por cosas que otros consideran ofensivas.

Existen muchos motivos para pensar que la corrección política no es más que una tapadera inventada por los que quieren proteger el statu quo, sobre todo personas conservadoras. Desde luego, el hecho de hablar de statu quo ya implica el sexismo, el racismo y la homofobia tradicionales. O eso dicen los que defienden esta teoría. Antes de ver cómo lo ha explotado Trump, conviene fijarse en una encuesta que llevó a cabo Pew Research en 2016. La conclusión general fue que la mayoría de los estadounidenses (59%) cree que mucha gente se ofende con demasiada facilidad. Los sentimientos sobre la corrección política tienden a diferenciarse en función de las ideas políticas, el sexo y la raza. En esa encuesta, el 78% de los republicanos y el 68% de los independientes entrevistados pensaban que la gente se ofende con demasiada facilidad, pero solo el 37% de los demócratas. El 61% de los demócratas decía que “la gente tiene que ser más cuidadosa con el lenguaje que utiliza para no ofender a personas que proceden de orígenes distintos”. Si examinamos el componente demográfico, es evidente que los negros y los hispanos están más preocupados que los blancos sobre el cuidado con el lenguaje, y las mujeres, más que los hombres. Las diferencias son mucho menores entre diversos grupos de edad y niveles educativos. Es fácil deducir que las personas que son víctimas frecuentes de un lenguaje descuidado o insultante son las más preocupadas por él.

Ahora bien, ¿quizá ha ido demasiado lejos la corrección política? Trump utilizó esta posibilidad con enorme éxito en su campaña de 2016. La encuesta de Pew muestra lo mucho que les preocupaba esta cuestión a sus votantes: el 83% de ellos pensaba que demasiada gente se ofende con demasiada facilidad, y solo el 16% pensaba que había que ser cuidadosos. Por si fuera poco, las personas que tienden a ser políticamente correctas sin gran esfuerzo suelen ser urbanitas y educadas. Es decir, justo el tipo de personas a las que los votantes de Trump, rurales y con menos educación, detestan. ¿Por qué las detestan? Muy fácil: porque piensan que los juzgan y los desprecian. Que les llaman sexistas, racistas y homófobos solo porque no manejan con soltura el lenguaje políticamente correcto.

Este argumento tiene una pizca de verdad, y por eso a Trump le costó tan poco utilizarlo para despertar la santa indignación entre sus partidarios. Da igual que no todos los demócratas crean en la corrección política ni que utilicen el término, que no todos consideren a los votantes de Trump paletos con malas dentaduras, lo que en español llaman “la América profunda”. Lo que importa es que hay algo de verdad en esa queja y, por consiguiente, cuanto más incorrecto es Trump, más se identifica esa gente con él y más le quiere.

Donde la corrección política parece verdaderamente haber enloquecido es en los campus universitarios, aunque aquí se mezcla el tema con el de la sobreprotección de unos jóvenes incapaces de soportar cualquier lenguaje que pueda causarles malestar emocional. En este cajón de sastre entran desde los temas violentos, racistas o misóginos que se tratan en las aulas hasta cualquier orador invitado, como un analista político o un cómico. El lenguaje ofensivo se convierte en “microagresiones”, y los alumnos exigen avisos y alertas por parte de los profesores antes de tratar esos temas, para que los estudiantes que lo necesiten puedan salir del aula o evitar la conversación. No todos los universitarios se han convertido en las flores delicadas que dicen los conservadores, pero sí es un fenómeno lo bastante habitual como para haberse convertido en el tema del libro de Jonathan Haidt y Greg Lukianoff The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure.

La verdad es que ya no hay mucha gente políticamente correcta que siga utilizando el término; ha ido a parar al vertedero de términos políticos en el que terminan las expresiones tan demonizadas y polarizadas que dejan de expresar nada más que las divisiones que provocan. Mi hermano, que en general vota a los republicanos, me dijo una frase que resume muy bien la distancia entre la denostada palabra y la necesidad de ser educados: “La corrección política es una mierda. Basta con emplear el sentido común y no ser un cabrón miserable. Ese es el principio por el que me guío”.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia