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Una manifestación en la plaza Lafayette en Washington, EE UU. (CABALLERO-REYNOLDS/AFP/Getty Images)

Tradicionalmente son los jóvenes los que muestran menor confianza en las instituciones, pero las encuestas señalan que esa desconfianza está generalizada en las sociedades en EE UU y la UE. Sin embargo, sí existe cada vez mayor interés por crear otras formas de participación ciudadana, ¿podría esto llevar a un mundo sin instituciones?

 

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“Basta de terapia para superar el dolor, hay que mover el culo y hacer algo”. Siempre se puede contar con el antiguo presidente del Partido Demócrata estadounidense y gobernador Howard Dean para pensar con claridad y hablar sin tapujos sobre los votantes y los militantes. Fue él quien puso de nuevo en pie un partido que estaba al borde del abismo tras las elecciones de 2004 y recuperó las dos Cámaras del Congreso en 2006, exactamente lo que los demócratas confían en poder volver a hacer en 2018. De modo que, cuando vino a Madrid en febrero para hablar ante una reunión internacional de Democrats Abroad (Demócratas en el Extranjero), yo, desde luego, presté toda mi atención.

Habló ante un público convencido de activistas que no han dejado de organizarse y manifestarse desde que fue elegido Donald J. Trump, en noviembre de 2016. Pero dijo algo que quizá suene a cierto para cualquiera que esté atento a la política y la demografía a ambos lados del Atlántico: “Los jóvenes piensan que están viviendo en un mundo posinstitucional”. Era una afirmación audaz y muy general, no era la primera vez que la hacía.

Un momento dirán, ¿pero no son los adolescentes los que están encabezando las acciones para lograr el control de armas en Estados Unidos? ¿Y las marchas de las mujeres? Sí, es verdad que los jóvenes han asumido el liderazgo en el movimiento de resistencia contra Trump. Son el grupo demográfico más fiable a la hora de votar por los demócratas, pero no están acudiendo en masa al Partido Demócrata a preguntar qué pueden hacer, que es a lo que se refiere Dean. Por el contrario, están creando nuevas organizaciones y formas de activismo. Es una estupenda noticia para la causa, pero no para el Partido Demócrata.

Este no es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos; a ambos lados del Atlántico, los jóvenes no solo están rehuyendo de los partidos políticos de sus padres sino poniendo en tela de juicio toda la democracia. Es tentador decir que se trata de una tendencia más general e intergeneracional que afecta a la confianza en las instituciones. Pero los datos muestran —en las encuestas que se han hecho— que nadie, en ninguna de las dos orillas del Atlántico, piensa que los gobiernos y los partidos políticos sean dignos de confianza. Las cifras, ya desoladoras, lo fueron aún más en Europa durante la crisis económica y se han disparado en Estados Unidos tras la elección de Trump.

El término institución es uno de esos términos políticos que se utiliza a menudo pero mal definido o como mero sinónimo de organización. Sin embargo, es importante pensar en las instituciones, más que como organizaciones concretas, como algo más global y fluido, lo que Samuel Huntington definió como “modelos de comportamiento estables, valiosos y recurrentes”. Hay unas reglas del juego, aunque cambien con el paso del tiempo, y en los últimos años hemos visto a unos cuantos dirigentes que han triunfado precisamente por desdeñar esas reglas. Entre los ejemplos que vamos a ver aquí hay gobiernos, presidentes y primeros ministros, parlamentos y congresos y partidos políticos, pero también puede haber medios de comunicación, pequeñas y grandes empresas, ONG, ejércitos, policías, y así hasta el infinito.

Existen suficientes datos sobre confianza e instituciones como para marear, y, de los sondeos de ámbito internacional, el Edelman Trust Barometer es quizá el que ofrece un panorama más amplio, con datos de 28 países a propósito de cuatro instituciones de gran alcance: ONG, empresas, medios y gobiernos. Su informe para 2018 anuncia que “no se ha recuperado la confianza”, porque las cifras siguen siendo prácticamente las mismas que en 2017, tanto entre la “población informada” (personas entre 25 y 64 años con educación universitaria, en el rango del 25% de ingresos familiares más altos por franja de edad en cada país y que afirman tener un consumo considerable de los medios de comunicación y las noticias económicas) como entre la “población general”, que sí ha pasado a confiar ligeramente más en el gobierno, del 41% al 43%. De 28 países, 20 desconfían de las cuatro instituciones, entre ellos Estados Unidos y todos los países europeos encuestados menos Holanda, que cae en la categoría de neutral. El hallazgo más llamativo del informe de este año es el lógico descenso de la confianza de los estadounidenses en sus instituciones, 9 puntos en la población general y 23 en la población informada. Podría deducirse que una gran parte de la población informada no votó a Trump.

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Una sesión en el Parlamento Europeo en Estrasburgo. (FREDERICK FLORIN/AFP/Getty Images)

¿Hemos desconfiado siempre de nuestras instituciones? Robert Putnam dio la señal de alarma sobre la erosión del capital social en Estados Unidos con su influyente ensayo de 1995 y el libro posterior, Bowling Alone. En él examinaba los datos disponibles para argumentar que los estadounidenses estaban cada vez más desconectados, no solo de la familia, los amigos y los vecinos, sino también de las instituciones democráticas. Otra alerta saltó en 2016, cuando las investigaciones de Yascha Mounk y Roberto Stefan Foa, con datos de la Encuesta Mundial de Valores y la Encuesta Europea de Valores, mostraron, en su artículo The Signs of Democratic Deconsolidation, en Journal of Democracy, que la opinión sobre que es “fundamental” vivir en una democracia está decayendo entre los jóvenes. The New York Times empleó sus datos para elaborar un gráfico que muestra ese alarmante declive en Suecia, Australia, Holanda, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Gran Bretaña.

Gallup ha hecho encuestas sobre la confianza en las instituciones de Estados Unidos, en algunos casos desde 1973. El porcentaje de los que tienen mucha o bastante confianza en el Congreso ha pasado del 39% en 1973 al 12% en 2017, pero ese no fue el mínimo, que se alcanzó con el 7% en 2014. En 1975, el 52% de los estadounidenses tenía mucha o bastante confianza en la presidencia, frente al 2% en 2017. Este dato tiene sentido, porque, aunque tanto el Congreso como la presidencia son instituciones, la presidencia es un solo rostro y no una masa de 535 congresistas. Los medios de comunicación también han sufrido un declive: los periódicos han pasado del 39% en 1973 al 27% en 2017, y los informativos de televisión, del 46% en 1993 al 24% en 2017.

Aunque el informe del Eurobarómetro especial de abril de 2017 está enmarcado en un lenguaje esperanzador, las cifras cuentan una historia más pesimista. Resulta que solo el 40% de los ciudadanos de la Unión Europea confía en sus gobiernos nacionales, un incremento del 9% desde otoño de 2016, y la confianza en la UE es del 47%, 11 puntos más que en 2016. Pero esa subida oculta la desconfianza general y duradera de la mayoría de los ciudadanos europeos.

El Eurobarómetro solo empezó a preguntar sobre la confianza en la UE en 2003, cuando la cifra de los que “tienden a confiar” era del 41%. De ahí subió al 53% en 2007 y luego se hundió al mismo tiempo que la economía, hasta un mínimo del 31% que se mantuvo en 2012, 2013 y 2014. Lo que estamos viendo ahora es una recuperación, pero no una muestra de confianza generalizada en la UE: el 47% todavía “tiende a no confiar” en ella. La confianza en los gobiernos también cayó durante los años de la crisis y parece haberse recuperado, pero hasta un nivel que sigue siendo de desconfianza. En 2001, el 38% de los ciudadanos europeos tendía a confiar en sus gobiernos nacionales, y el mínimo, del 23%, se dio en 2013.

Como de costumbre, podemos averiguar más cosas si descomponemos los datos. No es extraño que España esté en la parte baja de la lista junto con Francia e Italia: solo el 18% de sus ciudadanos confía en el gobierno. Esta encuesta nos ofrece una buena cantidad de datos demográficos y de otros tipos para cruzarlos con las preguntas, y eso nos permite saber quién confía y quién desconfía de su Ejecutivo. Tener dificultades para pagar las facturas es proporcional a tener poca confianza en el gobierno: los que tienen dificultades, la mayor parte del tiempo, son los que confían menos (21%), los que tienen dificultades, de vez en cuando, confían en un 31% y los que no las tienen nunca o casi nunca en un 46%. Los grupos se corresponden más o menos con los niveles de clase socioeconómica que declaran.

Volviendo a la afirmación de Howard Dean sobre los jóvenes y las instituciones, las cifras relativas a su falta de aprecio por la democracia son verdaderamente duras. Poner etiqueta a las generaciones —los famosos baby boomers, la generación X, que es la mía, los tan denostados millennials— es una tradición muy propia de Estados Unidos, pero, aun así, IPSOS Mori ha hecho una encuesta entre millennials de 23 países (Pew Research ha empezado hace poco a utilizar también estas definiciones generacionales). La queja de que los jóvenes no votan tanto como sus mayores viene de antiguo. Los datos de IPSOS Mori muestran que ese absentismo no es necesariamente exclusivo de los millennials, sino que otras generaciones tampoco votaban mucho cuando eran jóvenes y empezaron a participar más a medida que cumplían años.

Un titular de este informe sobre mitos y realidades proclama que la afirmación de que “Los millennials no son ‘gente de partidos políticos’” es una realidad, dentro de un declive generacional global del respaldo a los partidos. Dicho esto, tanto este informe como los datos de Pew muestran que, aunque los millennials no simpatizan con los partidos, sí tienden más a identificarse como gente de izquierdas. Los datos del CIS en España coinciden en este aspecto, porque los jóvenes, en general, han abandonado a los partidos tradicionales, PP y PSOE, para apoyar a los nuevos rivales, Podemos y Ciudadanos.

IPSO Mori concluye que “estar de acuerdo con todo un programa del mismo partido durante décadas es anatema para una generación que ha crecido con la capacidad de escoger y filtrar todo en tantos otros ámbitos de sus vidas”. Extienden este análisis a cualquier “institución monolítica”, que para los millennials son mucho menos atractivas que actuar contra los problemas de forma inmediata, en grupos que pueden unirse para una acción concreta y disolverse a continuación. Este tipo de sentimiento de desconexión es la “enfermedad” social que estaba diagnosticando Putnam en 1995.

Todo esto plantea retos inmensos a los partidos políticos, en especial a los de la izquierda. Las agrupaciones, como otras organizaciones de voluntarios, necesitan que la gente se una y se comprometa a largo plazo en función de unos valores compartidos. Aunque la tecnología nos permite organizar movimientos sociales mucho más rápido que nunca, los cambios sociales, en su mayor parte, siguen siendo muy lentos y exigen perseverancia.

Por otro lado, siempre hay una coincidencia entre las causas que defienden los movimientos sociales y los partidos políticos que puede reforzar a todos y permite que cada persona escoja su propia forma de activismo. Tengo la impresión de que vamos a ver modalidades más fluidas y adaptables, centradas en cuestiones específicas, en lugar de los grandes movimientos que conocemos de siempre. Ya existe un ejemplo en la política de Estados Unidos, donde los dos grandes partidos no son los que dirigen cada campaña, sino que se limitan a ofrecer su apoyo. En general, los activistas están más motivados para participar en la campaña individual de un político que les entusiasma que para la pesada tarea que suscita un partido, aunque voten por él.

No cabe duda de que los jóvenes deben encabezar la invención de nuevas formas de participación política. Todavía no vivimos en un mundo posinstitucional, y será muy complicado crearlo dejando la democracia intacta.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia