La violencia e impunidad en el sur de país amenazan con alejar aún más a las autoridades de la población local de etnia malaya musulmana.

 

Pornchai kittiwongsakul/AFP/Getty Images

Las muertes llegan casi cada día. El conflicto que sacude las tres provincias meridionales tailandesas limítrofes con Malasia (conocidas conjuntamente como el Deep South) se ha cobrado más de 4.500 muertos y 9.000 heridos desde el período de recrudecimiento que se ha mantenido desde 2004. Envueltos en una constelación descentralizada de grupos armados, los insurgentes islamistas siembran el terror cotidiano mediante atentados que normalmente no acarrean un número elevado de víctimas, pero que se suceden sin cesar. Sólo durante el pasado mes de enero se registraron 55 ataques, que se saldaron con 33 muertos y 41 heridos. Y febrero ya ha dejado tras de sí al menos 12 víctimas mortales y decenas de heridos.

Este movimiento islamista escindido en múltiples grupos lucha por la secesión de las provincias de Yala, Pattani y Narathiwat. Los insurgentes se nutren de la alienación de la etnia malaya musulmana que puebla su territorio y que no se siente identificada con los fundamentos culturales y religiosos de la mayoría budista en Bangkok. La resistencia a una mayor descentralización por parte de las autoridades, la brecha socioeconómica que separa al Sur del resto del país, la represión de expresiones culturales y la política de mano dura que han aplicado las diversas administraciones en el Deep South han forjado un escenario propicio para el reclutamiento militante y la consecuente perpetuación del conflicto. Mientras el Gobierno se resiste a abordar las concesiones políticas que reducirían el atractivo que poseen los grupos armados entre una juventud sobreexpuesta a campañas de adoctrinamiento radical, el conflicto se ve apuntalado por un rosario de violaciones de los derechos humanos a cargo de las fuerzas armadas oficiales, los paramilitares y las milicias de autodefensa que operan bajo los auspicios del Ejército. Los abusos se encuentran además amparados en una compleja superposición de leyes extraordinarias de emergencia que facilitan la proliferación de detenciones arbitrarias, tortura y desapariciones.

En la base de todas las circunstancias que han encarnizado el conflicto subyace un episodio: la muerte por asfixia de 85 presuntos insurgentes en 2004 al ser transportados en un camión por las autoridades locales. El incidente, conocido como la masacre de Tak Bai, sigue dando razones a la minoría malaya para denunciar que el Ejército y sus satélites operan en un reducto de impunidad. Y ahora, ocho años después, cuando aún no han cicatrizado las heridas, un hecho mucho más reciente amenaza con desestabilizar en mayor medida la situación. El pasado 29 de enero, fuerzas paramilitares abatieron en la provincia de Pattani a cinco personas que acudían a un funeral. El episodio podría convertirse en un Tak Bai 2.0 que continúe dando argumentos para el conflicto y dificulte la tarea de las autoridades de ganar los corazones y las mentes de la población local.

Tras desencadenarse los hechos, representantes gubernamentales se apresuraron a poner en duda que las personas abatidas fueran realmente inocentes. El caso es ahora objeto de una investigación que durará alrededor de un mes, mientras que las familias de los muertos fueron de inmediato indemnizadas con algo más de 3.000 dólares. Sin embargo, más allá de esas concesiones, el incidente consolida el argumento de la impunidad de las fuerzas armadas, el mismo del que se alimenta la causa insurgente. Las autoridades, embarcadas en la tarea de recabar todo el apoyo local posible para desalentar el reclutamiento radical, se ven ahora en público con las manos manchadas de sangre en otra partida perdida frente a los islamistas por la conquista del respaldo popular.

Los intentos por parte de las autoridades de desagraviar a la mayoría malaya llevan años resultando estériles. Con 30.000 soldados y 10.000 paramilitares destinados en la zona, las tres provincias son el escenario del mayor despliegue de las fuerzas armadas del país. Esa presencia ha convertido el territorio en un trampolín por el que muchos soldados desean pasar durante un breve tiempo para ser posteriormente transferidos por la vía rápida a escalafones superiores en zonas más estables. Así se perpetúa la naturaleza de una misión militar en la que es imposible construir la necesaria confianza entre la población local y los soldados llegados mayoritariamente desde otras zonas del país, desconocedores de la lengua y la cultura locales, atraídos por el Sur para progresar más rápido.

Bangkok se aferra a la consigna de mantener el conflicto en una esfera estrictamente nacional, sin injerencias externas que puedan llevar a radicales extranjeros a sumarse a la causa insurgente

Frente a esas flaquezas estratégicas, la alternativa es adoptar un nuevo enfoque político. Cualquier intento de reconquistar el apoyo de la etnia malaya pasa por concederle mayor poder de decisión en la estructura administrativa de las tres provincias. El cambio real sólo puede llegar mediante una transformación del sistema para dar una verdadera voz a la comunidad, de tal manera que lo que hoy se reclama por medio de las armas encuentre un cauce en el ámbito político. Pero todo lo que ofrecen las autoridades es dinero, y el último intento de templar los ánimos ha sido la aprobación por parte del Gobierno de un paquete de medidas de compensación para las víctimas de la violencia en el Sur, un gesto insuficiente para reemplazar a la justicia.

Al mismo tiempo, las autoridades en Bangkok se aferran a la consigna de mantener el conflicto en una esfera estrictamente nacional, sin injerencias externas que puedan llevar a radicales extranjeros a sumarse a la causa insurgente. El miedo a la internacionalización del conflicto está justificado en una región volátil sobre la que se cierne la sombra del terrorismo islámico independentista que también ha echado raíces en el sur de Filipinas y en la provincia indonesia de Aceh. Sin embargo, al mantener la gestión del conflicto sellada en sus manos, las autoridades están impidiendo el paso a la autocrítica, al reconocimiento de sus errores y a la eventual llegada de una solución dialogada. Asimismo, la distracción que ha supuesto el descubrimiento de una presunta red terrorista internacional vinculada a Hezbolá en Bangkok no hace sino aumentar la percepción del terrorismo en Tailandia como un fenómeno omnipresente, legitimando la estrategia de mano dura que lleva años fracasando en el Sur.

 

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